184).-La administración de la justicia señorial en el antiguo régimen I a
Uno de los elementos definitorios de la dimensión política de la sociedad
del Antiguo Régimen era el acaparamiento por parte del monarca de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial. La potestad jurisdiccional, en concreto, se
considera una de las manifestaciones más importantes del poder soberano,
hasta el punto de que algunos historiadores piensan que en el concepto de
Justicia se encierra la «clave» a través de la cual se explica toda la actividad de
poder en ese modelo de organización política conocido como Antiguo Régimen 1
. Sabemos lo que esto significa: el rey es ante todo juez y la monarquía
primordialmente justicia o, si se prefiere, la potestad del rey es esencialmente
jurisdiccional y la justicia un dominio de la actividad de poder 2
. Una concep-
ción, sin duda, típicamente medieval, pero que se mantiene y materializa en gran medida durante la época moderna. Incluso coincide a grandes rasgos con la de la doctrina dominante que atribuia el monopolio de la jurisdicción al rey 3 . La justicia así considerada era una regalía o facultad inherente al monarca en todos los territorios de su reino, pues a él correspondía el poder supremo, que era imprescriptible e inalienable 4 , mientras que toda jurisdicción inferior (o sea, la de otros cuerpos o poderes) presuponía una donación o privilegio expreso, admitiéndose, eso sí, la usucapión o posibilidad de adquirirla por prescripción inmemorial 5 . Claro que esa concesión o adquisición no implicaba a priori su total pérdida por parte del rey sino una simple delegación que generaba una situación de acumulación de jurisdicción 6 . Además, la cesión jurisdiccional no era incondicionada ni completa sino que quedaba limitada por ciertas reservas, las denominadas regalías mayores de la Corona, con lo cual la jurisdicción señorial venía a ser dentro de este esquema una jurisdicción delegada y los señores simples delegados del monarca, que, entre otras competencias, tenían la de administrar justicia a sus vasallos. En la práctica las cosas no eran tan claras. La suprema jurisdicción y reservas imprescriptibles de la Corona, el rey primordialmente juez..., tienen su materialización en el funcionamiento y mantenimiento de un, el denominado, Estado. Pero el principio de delegación no impidió que el poder judicial (la potestad jurisdiccional en genérico) estuviera disperso por una serie de cuerpos, órganos y magistrados dotados de una jurisdicción que el derecho acabó considerando prácticamente inatacables para el rey. Dicho de otra forma, al rey le correspondía la justicia, pero no toda, sino sólo la suya (la real) o aquella con la que se identificaba 7 . Junto a él había otros poderes que también tenían potestad jurisdiccional o jurisdicción, esto es, dicción del derecho 8 , como la iglesia, las ciudades o los señores. La cuestión es cómo calificar esa, su, jurisdicción. Centrándonos específicamente en la señorial, que es la que aquí nos interesa,
se ha definido como una «jurisdicción delegada» 9 u «ordinaria delegada», simplemente «ordinaria e inferior» 10, «especial o de privilegio» 11 (por oposición a la ordinaria) e incluso «ordinaria especial o privilegiada» 12 (frente a la ordinaria común), mientras que otros la consideran sencillamente «una de las jurisdicciones que no es del rey» pero que nunca actúa al margen de él 13. La variedad evidencia la complejidad del asunto. En mi opinión para singularizarla hay que ver primero qué era y cómo operaba dentro del sistema, especialmente su derecho y su justicia. Al respecto, cumple recordar que las prerrogativas de los señores derivaban generalmente de una cesión o donación real o bien de una venta que la mayoría de las veces comportaba la potestad de juzgar.
Este traspaso de competencias solía hacerse mediante un título que, además de consagrar el régimen del dominio, certificaba el alcance de la jurisdicción transferida. Concretamente, en la Corona de Castilla –que es nuestro ámbito de análisis- la transferencia de máximo nivel venía dada por la cláusula de cesión de la «justicia e jurisdicion civil e criminal, alto e baxo, mero e misto ymperio» 14. Con el mero imperio se hacía referencia al conjunto de atribuciones coercitivas del magistrado atinentes a la utilidad pública así como el ejercicio de atribuciones penales, o sea, la potestad para decidir en los asuntos criminales, mientras que el mixto imperio incluía todas las competencias coercitivas que el juez estaba facultado a realizar para la consecución de la utilidad particular, es decir, la potestad para conocer en causas tanto civiles como criminales 15. Por su parte al giro alta y
baxa justicia, según Guilarte, dispensaba «criterios para precisar el alcance de la jurisdicción por razón de cuantía, en materia civil, y de la gravedad del delito en las causas penales» 16, siendo así que a veces se omitía, lo cual no era trascendente, pues bastaba la cláusula jurisdicción civil y criminal, cuanto más unida a mero y mixto imperio, para designar la plenitud de la jurisdicción
transferida a los señores; se entiende, con las reservas impuestas por el derecho regio 17.
Fuera en su versión completa o en la más reducida, la fórmula decretaba, por tanto, el más amplio traspaso de atribuciones a favor del señor. Pero no todos los señores obtuvieron una concesión tan generosa, dándose en la práctica una gran variedad de situaciones que iban desde los que no disponían de potestad judicial (teniendo el titular otros poderes de índole pública) hasta los que tenían la subrogación en este aspecto al máximo grado posible. Claro que aunque fuera así tampoco se concretó de igual manera en todos los dominios.
Por lo que sabemos esa concreción depende de la evolución de cada señorío y su particular desarrollo institucional, pero también de los privilegios adquiridos por las comunidades afectadas, su capacidad para crear derecho y el resultado de los inevitables pleitos que litigaron con sus señores para preservar sus atribuciones 18. Por otro lado, esos mismos señores pudieron acrecentar o ve mermadas sus prerrogativas iniciales por otras vías. De hecho, algunos adquirieron la jurisdicción criminal de villas o lugares de sus dominios donde sólo la tenían civil, tal y como hizo don Fadrique de Zúñiga que en la segunda mitad de xvi compra la jurisdicción criminal de su villa de Mirabel 19, mientras que otros como los eclesiásticos (órdenes militares, monasterios, conventos y mitras) perdieron algunos de sus lugares y jurisdicciones como consecuencia de las desmembraciones efectuadas por Carlos I y su hijo Felipe II, previo consentimiento del papa 20.
Por supuesto, ambos extremos son hechos que no sólo cabían dentro de la monarquía, sino que estaban parcialmente auspiciados por ella y, lo que es más importante, ponen de manifiesto que el régimen señorial era una institución viva y dinámica, debiéndose su evolución como poder jurisdiccional a causas no siempre endógenas. En otras palabras, cada señorío, su justicia y su derecho, se desarrollaron en principio conforme a los límites y prerrogativas consignadas en los respectivos títulos. Pero como el orden político en que se incardinaban no era estático e inmóvil antes o después sus titulares se vieron forzados a entenderse y llegar a «composiciones» más o menos pacíficas con los otros sujetos políticos y jurisdicciones concurrentes en su espacio, sobre todo con el rey que procuró alterar su posición dentro del mismo, elevando la de sus leyes y la de su derecho.
ción, sin duda, típicamente medieval, pero que se mantiene y materializa en gran medida durante la época moderna. Incluso coincide a grandes rasgos con la de la doctrina dominante que atribuia el monopolio de la jurisdicción al rey 3 . La justicia así considerada era una regalía o facultad inherente al monarca en todos los territorios de su reino, pues a él correspondía el poder supremo, que era imprescriptible e inalienable 4 , mientras que toda jurisdicción inferior (o sea, la de otros cuerpos o poderes) presuponía una donación o privilegio expreso, admitiéndose, eso sí, la usucapión o posibilidad de adquirirla por prescripción inmemorial 5 . Claro que esa concesión o adquisición no implicaba a priori su total pérdida por parte del rey sino una simple delegación que generaba una situación de acumulación de jurisdicción 6 . Además, la cesión jurisdiccional no era incondicionada ni completa sino que quedaba limitada por ciertas reservas, las denominadas regalías mayores de la Corona, con lo cual la jurisdicción señorial venía a ser dentro de este esquema una jurisdicción delegada y los señores simples delegados del monarca, que, entre otras competencias, tenían la de administrar justicia a sus vasallos. En la práctica las cosas no eran tan claras. La suprema jurisdicción y reservas imprescriptibles de la Corona, el rey primordialmente juez..., tienen su materialización en el funcionamiento y mantenimiento de un, el denominado, Estado. Pero el principio de delegación no impidió que el poder judicial (la potestad jurisdiccional en genérico) estuviera disperso por una serie de cuerpos, órganos y magistrados dotados de una jurisdicción que el derecho acabó considerando prácticamente inatacables para el rey. Dicho de otra forma, al rey le correspondía la justicia, pero no toda, sino sólo la suya (la real) o aquella con la que se identificaba 7 . Junto a él había otros poderes que también tenían potestad jurisdiccional o jurisdicción, esto es, dicción del derecho 8 , como la iglesia, las ciudades o los señores. La cuestión es cómo calificar esa, su, jurisdicción. Centrándonos específicamente en la señorial, que es la que aquí nos interesa,
se ha definido como una «jurisdicción delegada» 9 u «ordinaria delegada», simplemente «ordinaria e inferior» 10, «especial o de privilegio» 11 (por oposición a la ordinaria) e incluso «ordinaria especial o privilegiada» 12 (frente a la ordinaria común), mientras que otros la consideran sencillamente «una de las jurisdicciones que no es del rey» pero que nunca actúa al margen de él 13. La variedad evidencia la complejidad del asunto. En mi opinión para singularizarla hay que ver primero qué era y cómo operaba dentro del sistema, especialmente su derecho y su justicia. Al respecto, cumple recordar que las prerrogativas de los señores derivaban generalmente de una cesión o donación real o bien de una venta que la mayoría de las veces comportaba la potestad de juzgar.
Este traspaso de competencias solía hacerse mediante un título que, además de consagrar el régimen del dominio, certificaba el alcance de la jurisdicción transferida. Concretamente, en la Corona de Castilla –que es nuestro ámbito de análisis- la transferencia de máximo nivel venía dada por la cláusula de cesión de la «justicia e jurisdicion civil e criminal, alto e baxo, mero e misto ymperio» 14. Con el mero imperio se hacía referencia al conjunto de atribuciones coercitivas del magistrado atinentes a la utilidad pública así como el ejercicio de atribuciones penales, o sea, la potestad para decidir en los asuntos criminales, mientras que el mixto imperio incluía todas las competencias coercitivas que el juez estaba facultado a realizar para la consecución de la utilidad particular, es decir, la potestad para conocer en causas tanto civiles como criminales 15. Por su parte al giro alta y
baxa justicia, según Guilarte, dispensaba «criterios para precisar el alcance de la jurisdicción por razón de cuantía, en materia civil, y de la gravedad del delito en las causas penales» 16, siendo así que a veces se omitía, lo cual no era trascendente, pues bastaba la cláusula jurisdicción civil y criminal, cuanto más unida a mero y mixto imperio, para designar la plenitud de la jurisdicción
transferida a los señores; se entiende, con las reservas impuestas por el derecho regio 17.
Fuera en su versión completa o en la más reducida, la fórmula decretaba, por tanto, el más amplio traspaso de atribuciones a favor del señor. Pero no todos los señores obtuvieron una concesión tan generosa, dándose en la práctica una gran variedad de situaciones que iban desde los que no disponían de potestad judicial (teniendo el titular otros poderes de índole pública) hasta los que tenían la subrogación en este aspecto al máximo grado posible. Claro que aunque fuera así tampoco se concretó de igual manera en todos los dominios.
Por lo que sabemos esa concreción depende de la evolución de cada señorío y su particular desarrollo institucional, pero también de los privilegios adquiridos por las comunidades afectadas, su capacidad para crear derecho y el resultado de los inevitables pleitos que litigaron con sus señores para preservar sus atribuciones 18. Por otro lado, esos mismos señores pudieron acrecentar o ve mermadas sus prerrogativas iniciales por otras vías. De hecho, algunos adquirieron la jurisdicción criminal de villas o lugares de sus dominios donde sólo la tenían civil, tal y como hizo don Fadrique de Zúñiga que en la segunda mitad de xvi compra la jurisdicción criminal de su villa de Mirabel 19, mientras que otros como los eclesiásticos (órdenes militares, monasterios, conventos y mitras) perdieron algunos de sus lugares y jurisdicciones como consecuencia de las desmembraciones efectuadas por Carlos I y su hijo Felipe II, previo consentimiento del papa 20.
Por supuesto, ambos extremos son hechos que no sólo cabían dentro de la monarquía, sino que estaban parcialmente auspiciados por ella y, lo que es más importante, ponen de manifiesto que el régimen señorial era una institución viva y dinámica, debiéndose su evolución como poder jurisdiccional a causas no siempre endógenas. En otras palabras, cada señorío, su justicia y su derecho, se desarrollaron en principio conforme a los límites y prerrogativas consignadas en los respectivos títulos. Pero como el orden político en que se incardinaban no era estático e inmóvil antes o después sus titulares se vieron forzados a entenderse y llegar a «composiciones» más o menos pacíficas con los otros sujetos políticos y jurisdicciones concurrentes en su espacio, sobre todo con el rey que procuró alterar su posición dentro del mismo, elevando la de sus leyes y la de su derecho.
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