186).-La administración de la justicia señorial en el antiguo régimen III a
3. LA JUSTICIA REAL, LÍMITE DE LA JUSTICIA SEÑORIAL
Tal y como ya indicamos, al rey le correspondía la suprema jurisdicción
que comportaba una serie de atribuciones o «reservas» imprescriptibles, que
eran otras tantas limitaciones para el poder y atribuciones señoriales. Se manifiesta en el derecho a conocer en grado de apelación de los fallos de los jueces
inferiores e instancias señoriales y de forma inminente o exclusiva en determinados asuntos como los denominados casos de corte, pero también en la posibilidad de avocar el conocimiento de causas del señorío si el señor o sus justicias la «menguasen» 59, una expresión que hace referencia a cualquier iniciativa
del rey para intervenir en la jurisdicción señorial. Al respecto, Castillo de
Bovadilla cita varias, motivadas o no por la negligencia del señor o de sus tribunales, aludiendo de manera especial al envío de (jueces) pesquisidores y a la
facultad del rey para ejercer justicia en primera instancia 60.
Si de la teoría descendemos a la práctica, hay que decir que ambos supuestos resultaban aceptables y se aplicaron con relación a algunos señoríos ya desde época temprana. Es más, incluso pudieron tener un uso político, vinculado a los intentos de la Corona por recuperar la jurisdicción que desde la Alta Edad Media había cedido a los titulares de señoríos amén de la posibilidad de avocar a sí el conocimiento de causas graves. Otro tanto ocurre con la apelación omisso medio o facultad de recurrir al rey directamente sin pasar por los grados intermedios, operando si se dio más por la vía de la denominada apelación extrajudicial o la simple querella que planteaba esa posibilidad de avocación por el rey de causas graves 61.
Es obvio que no tenía por que ser justicia impartida personalmente por el rey, pues éste ya desde muy pronto tendió a delegar la resolución de dichos recursos en hombres de su confianza o en el Consejo Real. Igualmente hablamos de unos procedimientos y unas composiciones que, si bien pudieron favorecer a los señores, en general más bien les perjudicaron. Un ejemplo es lo ocurrido en el proceso que permitió a Orense liberarse del señorío episcopal: el concejo inicia el pleito en los años 1530 ante el Real Tribunal de Galicia, el Consejo lo avoca y dictamina la reincorporación provisional de la ciudad al realengo en 1571; casi sesenta años después ésta se hace definitiva y el litigio concluye cuando las tres partes implicadas (obispo, concejo y monarca) firman una concordia en la que medió el gobernador del Reino 62. Por lo que respecta a las otras dos reservas señaladas no voy a repetir lo que ya se ha dicho, aun cuando, como escribió González Alonso hace más de
veinte años, los casos de corte sigan faltos de una investigación monográfica 63. Sí quisiera, no obstante, llamar la atención sobre tres cuestiones que atañen al terreno práctico. Se refiere la primera a la utilización que el poder real pudo hacer de tales casos para tutelar sus propios intereses y extender su jurisdicción a costa de la señorial; no en vano «puenteaban» las instancias tanto municipal como señorial. La normativa real de la época moderna en cuanto enlaza con el precedente medieval así lo sugiere 64. Pero en lo que tiene de novedoso el asunto plantea dudas razonables –y me refiero al quinientos–, ya que si bien, por un lado, amplía algún supuesto, por otro, restringe su ámbito en beneficio de la justicia municipal y señorial al prohibir emplazar como casos de corte causas de cuantía inferior a 10.000 maravedíes (antes 6.000) para evitar el atasco de las Audiencias 65. La segunda apreciación alude a la efectividad que tales mecanismos. Castillo de Bovadilla negaba que los señores sentenciasen en casos de corte. Y no hay porque dudar de su sinceridad. Pero sospechamos que algunos procesos de este tipo fueron seguidos ante las justicias señoriales, tal y como ocurrió en el dominio del arzobispo de Santiago, en tanto que otros fueron avocados por la audiencia a petición de parte. No es el único ejemplo: Guilarte menciona también algunos referidos al gobernador de la Orden de Calatrava y al marqués de la villa de Mondéjar 66.
Y ciertas cláusulas que aparecen en títulos de venta o cesión de dominios del siglo xvi, explicitando la transferencia de caloñas de justicia por «graves y enormes delitos», no hacen sino aumentar la duda. La tercera y última reflexión atañe al conocimiento en apelación por los tribunales regios de causas de vasallos del señorío. Lo que significaba desde el punto de vista formal o teórico es de sobra conocido, pues era potestad asimilada a la denominada suprema jurisdicción del rey. Otra cosa es el alcance que pudo tener como freno o elemento control de la justicia señorial. A falta de una monografía sobre el tema, hay dos o tres aspectos que, creo, deben de tenerse en cuenta para su correcta valoración. En primer lugar, se trataba de «justicia oficial», pero hay también justicia que se dirime al margen de los cauces institucionales. Se dirá que sólo aquélla llegaba a los tribunales señoriales, pero hubo pleitos que se compusieron estando en esta instancia; a veces incluso los propios jueces señoriales actuaron como árbitros en los conciertos entre villas de su estado 67. Por lo que sabemos (o segundo) la mayoría de los casos que llegaban a este grado se sentenciaban definitivamente en dichas audiencias,
renunciando las partes a sucesivos recursos e impugnaciones ante los tribunales reales. Sirvan como testimonio los siguientes datos: los pleitos compostelanos apelados en el siglo xviii del tribunal del asistente a la Real Audiencia no llegan al 10 por 100 (9,6 por 100) del total de los expedientes tramitados; la proporción es similar (9,9 por 100) para causas civiles y algo más baja (7’8 por 100) para las querellas criminales; además, entre los primeros se incluye un 4 por 100 (3,7 por 100) de casos en los que se solicitó el recurso pero no se llegó a usar, convirtiéndose así la solicitud en un procedimiento de las partes para intimidar al contrario o forzar un convenio que amortiguase la ejecución de la sentencia; así pues, sólo un 6 por 100 de los dictámenes del alcalde mayor de este señorío de causas de vasallos de la ciudad fueron revisados por el Real Tribunal, una magnitud ciertamente pequeña. Y más lo fue aún en el dominio del obispo tudense, donde solo un 1,3 por 100 de los casos se recurrió al alcalde mayor o al provisor del obispado que aquí operaba como instancia de apelación señorial 68. Por último, estaría el factor económico y fluidez de los canales disponibles. Pleitear era costoso y los procedimientos judiciales regios lentos. Si era difícil para cualquier vasallo de realengo obtener justicia del rey, tanto más complicado resultaba para los de señorío al tener que pasar por un grado más para acceder a aquélla. Además de las reservas mencionadas, que afectaban a la potestad estrictamente judicial, el poder real disponía de otros medios para supervisar el funcionamiento de la justicia y administración señorial. Me refiero a los juicios de residencia, que aquí nos interesan no tanto como procedimiento del que dispone el señor para fiscalizar la actuación de sus propios oficiales e instituciones municipales cuanto como un mecanismo de control de la Corona sobre los territorios de señorío.
Al respecto, se ha dicho que la residencia era uno de los puentes de engarce entre el poder real y el poder señorial. González Alonso, pionero en su estudio a principios de los ochenta, fue incluso más allá en su valoración, considerándolo como un mecanismo de «subordinación» de ésta hacia aquélla, que se afirma en el último tercio del siglo xvi al hilo de ciertas disposiciones aprobadas por Felipe II que evidencian su interés porque la residencia se aplicase con regularidad a todas las justicias y municipios de señorío. Lo corrobora con referencias legales a dos territorios muy señorializados de la Corona de Castilla como eran Galicia y Andalucía, concluyendo que en ambos casos los tribunales reales superiores (la Real Audiencia y Chancillería de Granada, respectivamente) eran los receptores de los autos de los juicios celebrados en el señorío y que la revisión era preceptiva y se producía siempre 69. Hoy en día, tras varias investigaciones y alguna que otra monografía, las conclusiones son diversas. De entrada, la legislación real tocante a residencias señoriales parece ser más una recomendación que una obligación: lo certifica Castillo de Bovadilla cuando afirma que es una facultad que los señores como autoridad superior «podían» usar cuando lo considerasen oportuno, igual que
el rey en el realengo 70. En cuanto a la regularidad o frecuencia con que se celebraban los juicios, dado que dependía de la voluntad del señor, hay que contemplarla no en sentido estricto sino como una tendencia. La imitación que los
señores solían hacer del organigrama administrativo y quehacer de la monarquía pudo ayudar, aunque tampoco en el realengo tuvo una periodicidad fija. Y
respecto a su virtualidad práctica, que además atestigua la superioridad de la
jurisdicción real sobre la señorial, la opinión mayoritaria es que sí pero con
reservas, pues la situación variaba de unos dominios a otros. Así las más de las
veces (casos de Osuna, Arcos, Béjar, señoríos del Reino de Granada...) se confirma la utilización de la institución pasado el ecuador del xvi, en algunos
estados se hace incluso en las primeras décadas de siglo, pero en otros no se
aplicará con regularidad hasta principios del xviii, cuando en ciertos dominios
ya está en declive 71.
Por lo demás, esos juicios o inspecciones afectaban no sólo a la totalidad de los cargos señoriales desde el gobernador, alcalde mayor o administrador hasta los escribanos, procuradores, etc., sino también a los oficiales concejiles que debían rendir cuentas de su gestión ante la autoridad señorial o persona delegada (juez de residencias). A veces, sin embargo, cuando eran anuales quien les tomaba cuentas al finalizar su mandato eran los sucesores en el cargo o bien éstos junto con el alcalde mayor, siempre por orden del señor 72. Por lo que respecta a la administración de justicia, los magistrados y oficiales señoriales eran sometidos a ese control y exigencia de responsabilidades cuando el dueño lo requería o, en su defecto, al acabar su mandato, y lo mismo ocurría en el caso de los alcaldes ordinarios o jueces concejiles. Éstos no siempre llevaron a bien esa vigilancia señorial, siendo así que a veces se opusieron a rendir cuentas ante los jueces de residencia señoriales, aduciendo que sus titulares no poseían conocimiento y jurisdicción en primera instancia. En general, fueron respaldados en su pretensión por los concejos, quienes incluso interpusieron pleitos ante las Audiencias o Chancillerías contradiciendo esa prerrogativa señorial. Sin embargo, la actitud de los tribunales reales tendió a ponerse
de parte de los señores, salvo que aquéllos tuvieran privilegios específicos 73, pues también era «ramo de señorío». Tanto o más polémico fue el asunto de las apelaciones de dichos juicios, pues afectaba al quién (instancia competente) y al cuándo (supuestos en que procedía dicho recurso).
Si de la teoría descendemos a la práctica, hay que decir que ambos supuestos resultaban aceptables y se aplicaron con relación a algunos señoríos ya desde época temprana. Es más, incluso pudieron tener un uso político, vinculado a los intentos de la Corona por recuperar la jurisdicción que desde la Alta Edad Media había cedido a los titulares de señoríos amén de la posibilidad de avocar a sí el conocimiento de causas graves. Otro tanto ocurre con la apelación omisso medio o facultad de recurrir al rey directamente sin pasar por los grados intermedios, operando si se dio más por la vía de la denominada apelación extrajudicial o la simple querella que planteaba esa posibilidad de avocación por el rey de causas graves 61.
Es obvio que no tenía por que ser justicia impartida personalmente por el rey, pues éste ya desde muy pronto tendió a delegar la resolución de dichos recursos en hombres de su confianza o en el Consejo Real. Igualmente hablamos de unos procedimientos y unas composiciones que, si bien pudieron favorecer a los señores, en general más bien les perjudicaron. Un ejemplo es lo ocurrido en el proceso que permitió a Orense liberarse del señorío episcopal: el concejo inicia el pleito en los años 1530 ante el Real Tribunal de Galicia, el Consejo lo avoca y dictamina la reincorporación provisional de la ciudad al realengo en 1571; casi sesenta años después ésta se hace definitiva y el litigio concluye cuando las tres partes implicadas (obispo, concejo y monarca) firman una concordia en la que medió el gobernador del Reino 62. Por lo que respecta a las otras dos reservas señaladas no voy a repetir lo que ya se ha dicho, aun cuando, como escribió González Alonso hace más de
veinte años, los casos de corte sigan faltos de una investigación monográfica 63. Sí quisiera, no obstante, llamar la atención sobre tres cuestiones que atañen al terreno práctico. Se refiere la primera a la utilización que el poder real pudo hacer de tales casos para tutelar sus propios intereses y extender su jurisdicción a costa de la señorial; no en vano «puenteaban» las instancias tanto municipal como señorial. La normativa real de la época moderna en cuanto enlaza con el precedente medieval así lo sugiere 64. Pero en lo que tiene de novedoso el asunto plantea dudas razonables –y me refiero al quinientos–, ya que si bien, por un lado, amplía algún supuesto, por otro, restringe su ámbito en beneficio de la justicia municipal y señorial al prohibir emplazar como casos de corte causas de cuantía inferior a 10.000 maravedíes (antes 6.000) para evitar el atasco de las Audiencias 65. La segunda apreciación alude a la efectividad que tales mecanismos. Castillo de Bovadilla negaba que los señores sentenciasen en casos de corte. Y no hay porque dudar de su sinceridad. Pero sospechamos que algunos procesos de este tipo fueron seguidos ante las justicias señoriales, tal y como ocurrió en el dominio del arzobispo de Santiago, en tanto que otros fueron avocados por la audiencia a petición de parte. No es el único ejemplo: Guilarte menciona también algunos referidos al gobernador de la Orden de Calatrava y al marqués de la villa de Mondéjar 66.
Y ciertas cláusulas que aparecen en títulos de venta o cesión de dominios del siglo xvi, explicitando la transferencia de caloñas de justicia por «graves y enormes delitos», no hacen sino aumentar la duda. La tercera y última reflexión atañe al conocimiento en apelación por los tribunales regios de causas de vasallos del señorío. Lo que significaba desde el punto de vista formal o teórico es de sobra conocido, pues era potestad asimilada a la denominada suprema jurisdicción del rey. Otra cosa es el alcance que pudo tener como freno o elemento control de la justicia señorial. A falta de una monografía sobre el tema, hay dos o tres aspectos que, creo, deben de tenerse en cuenta para su correcta valoración. En primer lugar, se trataba de «justicia oficial», pero hay también justicia que se dirime al margen de los cauces institucionales. Se dirá que sólo aquélla llegaba a los tribunales señoriales, pero hubo pleitos que se compusieron estando en esta instancia; a veces incluso los propios jueces señoriales actuaron como árbitros en los conciertos entre villas de su estado 67. Por lo que sabemos (o segundo) la mayoría de los casos que llegaban a este grado se sentenciaban definitivamente en dichas audiencias,
renunciando las partes a sucesivos recursos e impugnaciones ante los tribunales reales. Sirvan como testimonio los siguientes datos: los pleitos compostelanos apelados en el siglo xviii del tribunal del asistente a la Real Audiencia no llegan al 10 por 100 (9,6 por 100) del total de los expedientes tramitados; la proporción es similar (9,9 por 100) para causas civiles y algo más baja (7’8 por 100) para las querellas criminales; además, entre los primeros se incluye un 4 por 100 (3,7 por 100) de casos en los que se solicitó el recurso pero no se llegó a usar, convirtiéndose así la solicitud en un procedimiento de las partes para intimidar al contrario o forzar un convenio que amortiguase la ejecución de la sentencia; así pues, sólo un 6 por 100 de los dictámenes del alcalde mayor de este señorío de causas de vasallos de la ciudad fueron revisados por el Real Tribunal, una magnitud ciertamente pequeña. Y más lo fue aún en el dominio del obispo tudense, donde solo un 1,3 por 100 de los casos se recurrió al alcalde mayor o al provisor del obispado que aquí operaba como instancia de apelación señorial 68. Por último, estaría el factor económico y fluidez de los canales disponibles. Pleitear era costoso y los procedimientos judiciales regios lentos. Si era difícil para cualquier vasallo de realengo obtener justicia del rey, tanto más complicado resultaba para los de señorío al tener que pasar por un grado más para acceder a aquélla. Además de las reservas mencionadas, que afectaban a la potestad estrictamente judicial, el poder real disponía de otros medios para supervisar el funcionamiento de la justicia y administración señorial. Me refiero a los juicios de residencia, que aquí nos interesan no tanto como procedimiento del que dispone el señor para fiscalizar la actuación de sus propios oficiales e instituciones municipales cuanto como un mecanismo de control de la Corona sobre los territorios de señorío.
Al respecto, se ha dicho que la residencia era uno de los puentes de engarce entre el poder real y el poder señorial. González Alonso, pionero en su estudio a principios de los ochenta, fue incluso más allá en su valoración, considerándolo como un mecanismo de «subordinación» de ésta hacia aquélla, que se afirma en el último tercio del siglo xvi al hilo de ciertas disposiciones aprobadas por Felipe II que evidencian su interés porque la residencia se aplicase con regularidad a todas las justicias y municipios de señorío. Lo corrobora con referencias legales a dos territorios muy señorializados de la Corona de Castilla como eran Galicia y Andalucía, concluyendo que en ambos casos los tribunales reales superiores (la Real Audiencia y Chancillería de Granada, respectivamente) eran los receptores de los autos de los juicios celebrados en el señorío y que la revisión era preceptiva y se producía siempre 69. Hoy en día, tras varias investigaciones y alguna que otra monografía, las conclusiones son diversas. De entrada, la legislación real tocante a residencias señoriales parece ser más una recomendación que una obligación: lo certifica Castillo de Bovadilla cuando afirma que es una facultad que los señores como autoridad superior «podían» usar cuando lo considerasen oportuno, igual que
Por lo demás, esos juicios o inspecciones afectaban no sólo a la totalidad de los cargos señoriales desde el gobernador, alcalde mayor o administrador hasta los escribanos, procuradores, etc., sino también a los oficiales concejiles que debían rendir cuentas de su gestión ante la autoridad señorial o persona delegada (juez de residencias). A veces, sin embargo, cuando eran anuales quien les tomaba cuentas al finalizar su mandato eran los sucesores en el cargo o bien éstos junto con el alcalde mayor, siempre por orden del señor 72. Por lo que respecta a la administración de justicia, los magistrados y oficiales señoriales eran sometidos a ese control y exigencia de responsabilidades cuando el dueño lo requería o, en su defecto, al acabar su mandato, y lo mismo ocurría en el caso de los alcaldes ordinarios o jueces concejiles. Éstos no siempre llevaron a bien esa vigilancia señorial, siendo así que a veces se opusieron a rendir cuentas ante los jueces de residencia señoriales, aduciendo que sus titulares no poseían conocimiento y jurisdicción en primera instancia. En general, fueron respaldados en su pretensión por los concejos, quienes incluso interpusieron pleitos ante las Audiencias o Chancillerías contradiciendo esa prerrogativa señorial. Sin embargo, la actitud de los tribunales reales tendió a ponerse
de parte de los señores, salvo que aquéllos tuvieran privilegios específicos 73, pues también era «ramo de señorío». Tanto o más polémico fue el asunto de las apelaciones de dichos juicios, pues afectaba al quién (instancia competente) y al cuándo (supuestos en que procedía dicho recurso).
A priori las situaciones parecen bastante diversas. En
el estado de Osuna, por ejemplo, se veían en las Chancillería pero tenían que
responder a una «queja general formal y de parte» o bien del fiscal del realengo
y no a la simple iniciativa de un individuo que se sintiera agraviado. Claro que
este principio no siempre era respetado por dicho tribunal, que pretendía revisar las residencias casi de oficio, aunque la monarquía fue tajante en su respaldo a los intereses ducales. Por su parte, en los señoríos del Reino de Granada se
confirma la teoría de González Alonso relativa al control de la gestión de
gobierno de los señores por parte de la Corona y Audiencias territoriales, siendo así que pocas veces una residencia escapaba a la revisión de los oidores
granadinos. En cambio, en los dominios de la casa del Infantado ubicados en la
zona central de la Península la única instancia de apelación de los residenciados era la secretaría ducal, sita en la Corte, y la Chancillería de Valladolid, que
era competente en esta mitad del reino, solo intervenía en dos supuestos como
eran los asuntos particulares derivados del juicio o que afectasen al ramo de la
fiscalidad, lo que otorgaba a su titular una gran autonomía a la hora de residenciar y administrar sus tierras. Algo similar pudo ocurrir en el estado de Béjar:
la audiencia ducal, por mandato de su titular, también veía todos los juicios de
residencia que se tomaban a los corregidores en un día señalado, aunque desconozco si existía recurso a la Chancillería 74.
Para Galicia González Alonso, partiendo de las Ordenanzas de la Real
Audiencia, concluyó que la supervisión de las residencias señoriales por dicho
tribunal era preceptiva y se producía automáticamente, pasando a manos del
fiscal aunque las partes no apelaran 75. En la práctica, sin embargo, no siempre
fue así, pues el rey tenía que respetar los derechos señoriales. Lo acredita el
estudio del dominio más importante de Galicia, el del arzobispo de Santiago, y
su quehacer en la ciudad: ni la revisión del tribunal real era preceptiva ni se
producía de manera automática. De hecho, según la ejecutoria que despachó la
Chancillería de Valladolid en 1600 en el pleito que allí litigaron el concejo y su
señor, las apelaciones de las residencias efectuadas por su mandato podían ir a
la Real Audiencia o bien al arzobispo, con tal que éste las resolviera personalmente. En cuanto a la supervisión del real tribunal, por mucho que sus Ordenanzas dijeran otra cosa, se efectuaba casi siempre a instancia de parte y sólo
excepcionalmente de oficio. Y lo mismo se puede decir sobre la revisión del
fiscal: se producía cuando el proceso iba en apelación a dicho tribunal y la sala
encargada del caso se lo remitía antes de verlo «para que pida lo que convenga» o bien a pedimento de parte 76.
Si consideramos la efectividad de la institución entonces estas limitaciones
de la supervisión de la justicia real se revelan mayores si cabe, pues la institución no siempre cumplió con las expectativas que justificaron su implantación.
Hablo de la conclusión de los procesos y ejecución de penas. Sirvan para ilustrar nuestra afirmación sólo dos datos: en la ciudad de Santiago durante el
período 1615-1660 no se apeló ni la Real Audiencia revisó ninguno de los juicios de residencia tomados por los prelados tanto a sus justicias como a los
oficiales municipales; y lo mismo ocurrió con las residencias efectuadas por el
obispo lucense a los oficiales de su dominio entre 1600 y 1650.
Desde una
perspectiva más general, aun aceptando la capacidad del Real Audiencia de
Galicia para conocer de las apelaciones de residencia de oficio, objetivamente
esa revisión que conllevaba una nueva investigación e inspección no podría
llevarse a cabo por falta de medios, pues por sí sola esta actividad colapsaría la
labor de dicho tribunal. Además, que revisara los procesos en apelación no
significaba que el procedimiento fuera eficaz como mecanismo de control de
los oficiales señoriales y concejiles. Precisamente, es con relación a estos últimos donde el fracaso de la residencia parece más evidente, debido al poder de
las élites urbanas y rurales. Así se ha constatado también en las tierras del
infantado y en los señoríos andaluces de Granada 77.
En realidad, esta relajación en el cumplimiento de las penas, que es un
síntoma de la progresiva inoperancia y desvirtuación de los fines de la residencia, tendió a darse en todo el señorío y afectó a todos los oficiales residenciados al avanzar el seiscientos. Por lo que sabemos sobre algunos dominios, las
multas en dinero se van anquilosando y las faltas se hacen reiterativas. Lo
mismo ocurre con los denominados «capítulos de buen gobierno» o providencias dictadas por los jueces para el buen funcionamiento del gobierno local.
Igualmente, está acreditado que los titulares o instancia de apelación de dichos
juicios manifiestan una clara tolerancia con los inculpados, máxime cuando se
trata de corregidores, gobernadores, alcaldes mayores o sus tenientes, tendiendo a rebajar sus multas y suspensiones de oficio recurridas. De ahí que antes o
después, pero en cualquier caso durante el setecientos, la institución entre en
declive hasta desaparecer, y ello tanto en el señorío como en el realengo 78
continuación
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