188).-La administración de la justicia señorial en el antiguo régimen IV a
FABIOLA DEL PILAR GONZÁLEZ HUENCHUÑIR |
Como punto de partida conviene recordar que en algunas localidades no existían o no puede hablarse de cargos municipales propiamente dichos, pues
La Administración de la justicia señorial en el antiguo régimen 577 eran simples agentes del señor por más que se titularan justicias, jurados o regidores y que se guardasen las formas prescriptas por la costumbre para nombrarlos. Otras, en cambio, disponían de magistrados con atribuciones judiciales reconocidas por sus fueros y privilegios: los principales, los denominados jueces o alcaldes ordinarios, que representaban la justicia municipal, cuyo su caso estaba institucionalmente separada de la señorial y se identificaba con una jurisdicción autónoma que los concejos consideraban propia. Esto solía ocurrir en las ciudades y villas donde el señor no participaba en la designación de los cargos municipales, pero también en aquellas otras donde eran nombrados por el sistema de propuestas, con o sin confirmación señorial.
En cuanto a sus prerrogativas, también existía una gran variedad de situaciones: así, había jueces locales que eran competentes para conocer de todo tipo de causas civiles y criminales en primera instancia privativamente, otros podían hacerlo a prevención con las justicias señoriales, algunos sólo en asuntos civiles en sus distintos grados y nunca en los criminales, y los menos estaban relegados a las más ínfimas tareas propias de los alcaldes pedáneos o eran meros ejecutores de las órdenes del señor y sus oficiales, ya fuera para un determinado tipo de causas (criminales) o para todas. En cualquier caso, limitaban la jurisdicción señorial, sobre todo los primeros que son los que aquí más nos interesan.
De ahí que su convivencia con las justicias u oficiales señoriales estuviera salpicada de tensiones y enfrentamientos. Algo que tampoco debe sorprender: igual que el poder real utilizó siempre que pudo su «mayoría de justicia» para mermar las potestades judiciales de los señores, éstos usaron su «superioridad» de grado para hacer lo propio con los concejos. Por eso su convergencia sobre un mismo espacio, la acumulación de jurisdicción entre ambas y los límites que se imponían mutuamente (con sus respectivas injerencias) las predestinó a una dialéctica compleja en la que también participó el poder real; y lo hizo doblemente: como mantenedor del orden o árbitro de esos conflictos y a veces también como parte activa de los mismos (a través del fiscal).
Cronológicamente, esta relación fue muy tensa durante el quinientos, merced a la consolidación de la jurisdicción municipal que respaldó de forma interesada la monarquía, se mitigó algo en la primera mitad de la centuria siguiente, rebrotando con fuerza después, sobre todo en el xviii. A tenor de lo que sabemos, los motivos o puntos de fricción entre ambas justicias giraron básicamente en torno a dos o tres aspectos; a saber: el conocimiento a prevención en primera instancia y las avocaciones del magistrado inferior (local) por el superior (señorial), el conocimiento por «vía de relación e agravio» reconocido a algunos jueces señoriales, y los asuntos de gobernación, que representaban la jurisdicción municipal autónoma.
Respecto al primero, hay que decir que muchos señores, al menos en Castilla la Nueva y Reino de Granada, pretendieron que sus alcaldes (sobre todo el mayor) pudieran conocer en primera instancia de cualesquiera asuntos, en tanto que los alcaldes ordinarios y el concejo la reclamaron como privativa suya o bien que fuera compartida entre ambos poderes 79. Por lo que sabemos la doctrina de las Chancillerías tendió a favorecer a los señores, a veces con restricciones pues dictaminaron que ese conocimiento era acumulativo, o sea, que podían juzgar tanto las justicias señoriales como los jueces concejiles. Geográficamente, esto ocurrió en las ciudades y villas del señorío episcopal, sobre todo allí donde residía el alcalde mayor (Santiago, Lugo, Zamora ...) 80, en buena parte de las villas y lugares adscritos a las ordenes militares y también en algunas del señorío nobiliar 81. El problema se plantea cuando el poder señorial o sus oficiales tratan de utilizar ese conocimiento alternativo como un medio de expandir su propia jurisdicción en contra de la concejil 82. Para evitarlo algunas ciudades llegaron a acuerdos puntuales con sus respectivos señores, pero esto no bastó para acabar con los conflictos e interferencias mutuas.
Algo parecido sucede con las avocaciones, un mecanismo procesal que los jueces de señorío tendieron a usar con relativa frecuencia y a veces indebidamente con el fin de ampliar su jurisdicción a costa de la municipal. La clave radica en su «superioridad»: aprovechándose de ello, atraían hacia sí causas pendientes en primera instancia ante los ordinarios, aunque en este grado ambos magistrados fuesen iguales. Y ello a pesar de que formalmente a los señores sólo se les reconocía derecho de avocación allí donde designaban por sí (o sea, libremente) a los alcaldes ordinarios o jueces locales, cosa que solían hacer en el rural pero raramente en núcleos urbanos.
Además de este supuesto la doctrina jurídica aludía a otros dos en los que era admisible la avocación de causas del juez superior al inferior en primera instancia: por remisión de los alcaldes ordinarios en la administración de justicia después de ser requeridos o por su negligencia en retardar la causa, y cuando los litigantes fueran poderosos y el inferior no tuviera poder bastante para entender en la causa 83. Lo cual evidencia que la avocación era un mecanismo procesal que no se reputaba necesariamente corrupto e irregular, aunque sí lo pudo ser la utilización que hicieron de él los magistrados señoriales. De hecho, valiéndose de la imprecisión de estos supuestos, a veces inhibieron del conocimiento de causas a los ordinarios y utilizaron el recurso para «menguar» la jurisdicción concejil. El segundo motivo de conflicto entre las justicias municipales y señoriales atañe al derecho y alcance de la jurisdicción señorial en cuanto a los «agravios»
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judiciales o, lo que es lo mismo, su potestad para conocer por vía de relación e
agravio, en grado de apelación y agravio, de apelación por relación o, simplificando por relación, denominaciones todas que aparecen en la documentación 84.
Al respecto, lo primero que llama la atención es el hecho de que las justicias
señoriales pudieran conocer de este tipo de recursos que la literatura jurídica
solía vincular al ámbito de la justicia real. Por lo que sabemos es un derecho que
pudieron adquirir los señores merced a un título genérico, avalado por la práctica
o costumbre inmemorial, y que pudo ser sancionado por sentencias o acuerdos
judiciales. Cuanto menos así ocurre en las ciudades episcopales de Santiago y
Lugo; concretamente, en la primera quedó sancionado mediante una concordia
que firmaron el concejo y arzobispo a principios del xvii. Claro que se trata de
un reconocimiento poco más que formal, pues después se discutió sobre los
supuestos en los que procedía aplicar dicho recurso. Mientras el concejo lo interpretaba en sentido restringido, excluyendo los asuntos de gobernación, el poder
señorial lo hacía en sentido amplio, considerando que podía usarse en cualquier
acto causado por los alcaldes ordinarios o jueces inferiores contrario a derecho
expreso, tanto si se suscitaba en el ámbito judicial como extrajudicial. En la práctica la solución no fue fácil ni pacífica.
Aparentemente quienes ganaron la partida fueron los señores: de hecho, tanto el prelado compostelano como su homónimo lucense hicieron prevalecer su derecho a conocer por esa vía de «relación e
agravio», que les permitía avocar causas en primera instancia de los jueces locales y además dejaba abierta la puerta a la posibilidad de intervenir en la resolución de providencias o acuerdos municipales que «agravian».
Esto nos lleva al último punto de interferencia entre las instancias locales y
señoriales, que afecta a un terreno diverso del judicial pero que sigue siendo
jurisdiccional: me refiero a la potestad normativa de los concejos (acuerdos) y
agravios que podía generar dicha actividad, que era de naturaleza esencialmente gubernativa. Y es que, en contra de lo que pudiera creerse, esos acuerdos
gubernativos (actos administrativos de hoy) no producían necesariamente indefensión en los particulares, que, viendo dañados sus derechos, podían recurrirlos. La cuestión era a quién correspondía resolver esos recursos. Desde luego,
no cabía recurso gubernativo, ya que ello supondría una agresión al principio
de autonomía local. Según refiere Alejandro Nieto en los municipios de realengo y postrimerías del xviii corrían a cargo de los tribunales territoriales frente
a los que no operaba «el blindaje ordinario de la autonomía». Añade que se
trata de un control judicial genuino, merced al cual los vecinos agraviados
podían acudir a la Audiencia o Chancillería correspondiente, que tenía potestad
para confirmar o anular el «acto administrativo» impugnado e incluso para
sancionar al concejo o a sus miembros en caso de actuación dolosa 85.
señorío que estudiamos (Santiago y Lugo) y primeros siglos de la modernidad
las cosas pudieron ser algo más complejas. En su caso los protagonistas son
cuatro que van a actuar así: los ayuntamientos como órganos exclusivamente
gubernativos; los alcaldes ordinarios como órganos judiciales, aunque también
tenían competencias administrativas; las justicias señoriales (alcalde mayor y
juez de la quintana), órganos o tribunales judiciales competentes para juzgar en
primera instancia a prevención y en apelación contra los autos o sentencias de
las justicias inferiores, y la Real Audiencia como tribunal real superior del
Reino.
Los problemas surgen como consecuencia de la ambigüedad de la naturaleza y funciones de determinados órganos y giran en torno a dos cuestiones:
la primera, si como pretendían los señores sus justicias (o ellos) podían dar
órdenes y tomar provisiones gubernativas y ejecutivas sobre tales asuntos en
determinados supuestos, caso, por ejemplo, de negligencia o pasividad de los
regidores o comportamiento doloso de los alcaldes ordinarios en la materia;
o sea, a quién correspondía la tutela gubernativa y potestad disciplinaria
sobre los comportamientos irregulares del regimiento y los alcaldes ordinarios, en este caso de sus resoluciones de «actos administrativos». Como bien
puede suponerse, las autoridades municipales consideraban que el poder
señorial no tenía competencia alguna al respecto y que sus jueces solo podían
intervenir en grado de apelación tanto en el caso de acuerdos del concejo
(control judicial) como en la impugnación de sentencias de los ordinarios,
mientras que aquél reclamaba derecho a conocer e incluso intervenir en la
«administración activa», dando órdenes y tomando providencias gubernativas en caso de negligencia de los regidores o por «omisión y remisión» (o
sea, por inactividad o comportamiento doloso) de los alcaldes ordinarios en
la administración de justicia sobre la materia; se entiende, cuando ejecutan
tales actos. En la práctica los señores así lo hicieron aunque fuera esporádicamente, eso sí, casi siempre a petición del procurador general, en tanto que
los demandados (concejo o alcaldes ordinarios) trataron de impugnar sus
resolución ante la Real Audiencia, quien las más de las veces, una vez
demostrada la negligencia o comportamiento doloso, se limitó a sancionar
dicha intervención.
El segundo motivo de conflicto afecta a las alzadas o impugnaciones de los
acuerdos, disposiciones o actuaciones del concejo. A tenor de lo dicho es obvio
que el control judicial era el medio habitual de protección de los derechos de
los vecinos frente a los posibles abusos de la autonomía local y que ese control
correspondía a los jueces señoriales en apelación. Queda por ver lo que pasaba
con las quejas de los vecinos perjudicados por los acuerdos o actuaciones
municipales; es decir, si en su caso las justicias señoriales podían confirmar o
anular el acto administrativo. Según las autoridades municipales no, porque lo
consideraban una agresión al principio de autonomía local. En cambio, el
poder señorial defendía su derecho y el de su alcalde mayor a conocer por «vía
de relación y agravio» de tales asuntos y quejas; y eso tanto de los acuerdos o
actuaciones del consistorio sobre los que había petición de agravio como de su
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ejecución, o sea, en causas de naturaleza civil pendientes ante los alcaldes ordinarios, como multas de condenaciones de ordenanzas, ejecución de ordenanzas, etc.
En la práctica, por lo que sabemos, también en este supuesto era factible la intervención provisional y revisión del alcalde mayor señorial (superior)
de actos de gobernación del concejo pendientes de resolución o bien de ejecución ante los alcaldes municipales, aunque éstos se opusieran. Es más, todo
indica que los particulares y el procurador general tendieron a usar con relativa
frecuencia de esta vía de desagravio contra los actos gubernativos del ayuntamiento.
Otra cosa es la interpretación que al hilo de esto se pueda hacer en el
plano de los recursos o categorías jurídicas del Antiguo Régimen (dualismo
gubernativo/contencioso, polémica separación/no separación entre ambas
vías o la «arqueología» de contenciosos-administrativos que quiso encontrarse en la confluencia de funciones «gubernativas y contenciosas» en un
mismo órgano administrativo 86), aspectos en los que no debo entrar. Sí quisiera, no obstante, recordar el acercamiento de posturas que abandera un
sector de la historiografía moderna del derecho, aunque con una clara inclinación hacia la indiferenciación que hoy acepta la mayoría, señalando que si
«prehistoria» de la administración –como poder– existió en el Antiguo
Régimen, ésta sólo se empezó a vislumbrar avanzado el siglo xviii, en vísperas de la revolución constitucional.
Antes, a falta de un aparato unitario y
de competencias diferenciadas, mal podía irrumpir un poder y una función
administrativos, y menos aún podía hacerlo el otro componente esencial de
la misma, el derecho administrativo. Y es que, como ya dijimos y soy consciente de lo polémico de la afirmación, estando como estaba el ordenamiento de ese Antiguo Régimen nucleado en torno al concepto de iurisdictio, la
administración –que es término que entonces designa concreción de su ejercicio– formaba parte también de la justicia 87, no existiendo una separación
neta entre ambas. Quizás ahí radique el quid de la cuestión, siendo los pleitos o litigios un elemento intrínsico al sistema. Bien entendido, por supuesto, que una sociedad pleiteante no tiene por que ser necesariamente una
sociedad conflictiva.
continuación
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