Introducción
Proveniente del “orare”, cuyo significado es “hablar o exponer en público”, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define a la oratoria como el “arte de hablar con elocuencia; de deleitar, persuadir y conmover por medio de la palabra”[1]. Como puede observarse, la oratoria se encuentra íntimamente vinculada al uso de la palabra como medio para persuadir. No obstante, si bien la finalidad de persuadir es la nota esencial de la oratoria, ello no impide que a través de este género está no pueda alcanzar otras finalidades igualmente prácticas como transmitir información, motivar a la gente para que actúe, simplemente relatar una historia. Por lo tanto, a través de la oratoria podremos persuadir, convencer, conmover, apasionar, agradar, impactar, enunciar, explicar, instruir, puntualizar, ratificar, deleitar, refutar y/o denostar[2] La palabra engendró de este modo la elocuencia, que nace antes de las reglas de la retórica, como se formaron los idiomas antes de la gramática[3]. Sin embargo, no debe derivarse de la anterior afirmación una confusión entre la oratoria y la elocuencia por un lado, y la oratoria y la retórica por otro lado La elocuencia no debe confundirse con la oratoria. Entre una y otra existe la misma distinción que entre el cuerpo y el alma, porque la elocuencia es el alma que alienta y da vida al cuerpo de la oratoria. La elocuencia se basa en el mero uso de la palabra (hablada o escrita), pero la oratoria conlleva ineludiblemente el empleo de la viva voz. A diferencia de la elocuencia, la retórica es la disciplina que se ocupa de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje puestos al servicio de una finalidad persuasiva o estética del mismo. Se denomina retórica al arte del bien decir, de embellecer la expresión de los conceptos, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir y conmover. La retórica, como disciplina, es considerada como el arte de la elocuencia y constituye un conjunto de reglas, preceptos y principios que rigen toda composición o discurso. Las técnicas oratorias nos han sido legadas por la antigüedad y han atravesado los siglos para ganar hoy más adeptos después de periodos de crisis. Conviene pues recordar rápidamente esta historia milenaria de la oratoria.
I – El periodo pre-helenístico: la defensa egotista
Durante siglos, el hombre se defenderá a sí mismo. Sabemos muy pocas cosas de las primeras defensas ante los tribunales, pronunciadas en las civilizaciones basadas en la oralidad[4] En Babilonia hacia 1755 de nuestra era, fue redactado el código de Hammurabi en términos claros, para permitir a los babilonios defender su causa por sí mismos ante el juez: “Si un hombre vació un ojo o rompió un hueso o un diente de un notable, se le romperá un hueso o un diente, pero las mismas heridas se pagarán con una mina de plata si la víctima es un hombre ordinario y la mitad de su precio, si es un esclavo” (leyes 195-199). En el reinado de Ramsés II (hacia 1260 a. J. C.), Mes, escriba del tesoro del Dios Ptah en Menfis, cuenta que los egipcios se defendían también solos ante la Gran Corte de justicia compuesta de altos dignatarios y presidida personalmente por el príncipe heredero. Se le sometía al tribunal una queja verbal o a veces escrita por un escriba. Después, en una vista pública, el justiciable tomaba la palabra después de prestar juramento de decir la verdad. Se castigaba el perjurio con penas que iban de la amputación de la nariz y de las orejas a la pena capital. La buena fe, la sinceridad y la invocación de los dioses eran los principios rectores del debate[5]. En el primer Libro de los Reyes, el Antiguo Testamento atribuye al rey Salomón un juicio muy celebre. Dos mujeres se disputan la maternidad de un recién nacido defendiéndose ellas mismas ante el soberano. Sus defensas orales son narradas por la Biblia.
II – Ley de Solón y nacimiento de la democracia
En Atenas, la justicia (dikê) fue administrada cronológicamente por los reyes, que juzgaban refiriéndose a lo que imaginaban ser la justicia de Zeus, después por los ciudadanos, a menudo en aplicación de reglas más o menos consuetudinarias, religiosas o familiares, que guardaban relación con la venganza.“Tal como aparece por ejemplo al final de la trilogía de Esquilo el tribunal como solución al conflicto, no es nada más que la institucionalización de la toma de la palabra. ¡En vez de luchar, hablar!. En vez de defenderos con armas, defendeos con palabras. En vez de vengaros, argumentar para obtener un justo castigo para vuestros agresores”[6]. A finales del siglo VII antes J.-C., Dracón dictó un código cuya severidad sigue siendo legendaria. Su legislación sobre el homicidio reglamenta el castigo de los crímenes de sangre. Busca ante todo una “justicia directa” e impone la idea de “leyes iguales para el bueno y para el malo”, es decir para el aristócrata y el plebeyo[7]. En el siglo siguiente, la ley de Solón reforma el tribunal de los heliastas[8] e impone al ciudadano ateniense defenderse personalmente. Comoquiera que los veredictos eran inapelables e inmediatamente ejecutivos, los atenienses se vieron obligados a ser elocuentes. La acusación era siempre, a falta del equivalente de nuestro ministerio público, una iniciativa personal de un ciudadano que denunciaba a otro[9]. Este percibía, además, en caso de condena, una parte de la multa, como indemnización y recompensa por sus esfuerzos para la justicia[10]. Zenón de Elea (hacia 480 a.J.-C – hacia 420 a.J.-C)) fue, según Aristóteles, el inventor de la dialéctica, método de discusión y de razonamiento basado en la práctica del dialogo entre dos interlocutores que disponen de diferentes tesis y que buscan a convencerse mutuamente. Las formulas rítmicas y descriptivas de Homero, cuya obra irriga la cultura griega desde finales del siglo VIII y la aportación de la dialéctica influenciaron profundamente la manera en que los griegos se expresaban para defenderse. En esta época, Clístenes confirmó el papel de la Heleia precisando su ámbito de competencia y su modo de reclutamiento, privando un poco más de su poder al Areópago. Esta evolución llegó a su término con Efialtes (461 a.J.-C) que redujo al antiguo tribunal al solo examen de los homicidios o tentativas de homicidios, privándole de este modo de cualquier competencia política. Esta evolución de la justicia en Atenas acompañó de facto a la instalación de la democracia.
III – Nacimiento y desarrollo de la retórica: de Gorgias a Aristóteles
En el siglo V, el Tribunal se instaló definitivamente como la alternativa posible a la guerra o a la venganza privada. Es en este contexto y en circunstancias históricas muy precisas que nace la retórica. El hecho histórico que dará lugar al nacimiento del arte de convencer es la expulsión de los tiranos de Sicilia[11]. Siracusa fue fundada en el siglo VIII antes de J.-C. por colonos griegos originarios de Corinto. En el contexto de la conquista del Peloponeso, Atenas deseaba frenar el poder creciente de Siracusa y ocupar Sicilia para asegurarse el control total del mar. La expedición de Sicilia desembocó en la expulsión de los tiranos y provocará, después del retorno de numerosos exiliados, una actividad intensa de los tribunales por causa de las expoliaciones intervenidas durante la guerra. Estos procesos serán la ocasión para sus actores de tomar conciencia de la función argumentativa de la palabra y de teorizar este arte inventando la técnica retorica o el arte de convencer[12]. Refiriéndose a una obra pérdida de Aristóteles, Cicerón explica que Gorgias, Corax y Tisias, tres oradores sicilianos, fueron los primeros en escribir al término de estos procesos tratados de retórica. La difusión de la escritura alfabética en la población contribuyó paralelamente al éxito y a la expansión de la materia. Aristóteles extenderá al discurso escrito la reflexión sobre las propiedades persuasivas de la palabra en un tratado fundador fundamental denominado La Retórica. Se examina en este tratado los efectos psicológicos que produce la palabra sobre sus destinatarios, las actitudes a adoptar frente al auditorio, los efectos de estilo, las estructuras de razonamiento susceptibles de dar al lenguaje su fuerza persuasiva. La Retórica de Aristóteles constituye una técnica aplicable a todos los ámbitos donde se impone, a un título u otro, la necesidad de persuadir, en particular la defensa[13]. Con Aristóteles nace la teorización de la forma retorica: “además, un discurso comprende un exordio, una proposición, una confirmación, una perorata; lo que se dice contra el adversario forma parte de las pruebas; la comparación de los argumentos es una amplificación de la argumentación del litigante; se trata en consecuencia de una parte de las pruebas; puesto que el que hace esta comparación quiere demostrar algo; pero éste no es el caso del exordio, tampoco de la perorata, que no hace más que despertar la memoria”[14]. Retomando en el orden las diferentes partes del discurso de Aristóteles, podemos definir:
- El exordio como el comienzo o la introducción del discurso; - La narración como el relato detallado de las acciones o hechos que forman el tema; - La discusión compuesta de la confirmación (demostración de la tesis defendida) y de la refutación (si es necesario descartar la tesis adversa); - La perorata como la conclusión del discurso y cuya finalidad es poner al auditor en buenas disposiciones en detrimento del adversario, en amplificar o atenuar su causa, en excitar las pasiones del que escucha, en resumir los argumentos.
Al final del discurso interviene la frase en asíndeton: “He dicho; habéis entendido; poséis la cuestión; juzgad”. Los primeros tratados de retórica están destinados principalmente a los logógrafos que, siguiendo las reglas aristotélicas, escribían los discursos que eran pronunciados después por el justiciable (que debía defender su propia causa en aplicación de la ley de Solón). Sin embargo, ni no se consideraba capacitado, la ley permitía al ciudadano hacerse ayudar por un amigo, un pariente o por el mismo logógrafo, que pronunciaba entonces un discurso complementario. Según la tradición, Antífonas (480 a.J.-C) fue la primera persona que ejercicio la profesión de logógrafo. Después de él, fueron Demóstenes, Sócrates y Lisias. Todos tenían derecho a la palabra según el principio de la isegoría, es decir de la libertad de expresión para todos durante un tiempo limitado, medido por una clepsidra o un reloj que mide el tiempo basándose en lo que tarda en caer el agua de un tubo o vaso a otro. A continuación, oídas las partes, votaban los miembros del jurado. Lisias, Temístocles y Demóstenes nos han legado decenas de escritos de defensa sobre las técnicas oratorias. Algunos siguen siendo célebres. En el siglo IV, la bella Friné, una hetera[15] acusada de introducir en Atenas una divinidad extranjera y de corromper por ello a las jovencitas, es defendida por Hespérides, uno de sus amantes. Según Atenea, sintiendo a lo largo de su exposición la causa perdida y observando que los heliastas comenzaban a recoger las primeras piedras para lapidarla, habría entonces arrajado la túnica de Friné de un solo gesto, descubriendo su generoso pecho a los jueces… que se quedaron boquiabiertos. Su gracia fue percibida como un signo de protección de la diosa del amor y de la belleza. Friné fue absuelta y llevada al templo de Afrodita mientras que el rétor adverso era expulsado del Areópago[16]. Después de Hespérides, otros tuvieron tanto talento y adquirieron tanta técnica que se impuso al Areópago deliberar de noche para evitar que los jueces no se emocionen o se debiliten por el mínimo artificio oratorio. De este modo el Areópago gozó hasta el siglo V a.J.-C de una gran reputación de imparcialidad.
IV – Alejandría y la aportación de los talmudistas
Alejandría fue el centro político del reino Lágida o de los Ptolomeo, gran puerto de Egipto en el Mediterráneo, que intercambiaba materias primas y preciosas y reexpedía productos originarios de África y de Oriente. Capital egipcia, después griega, foco del helenismo, Alejandría es un centro cultural, cosmopolita donde conviven griegos, egipcios y judíos. Bajo Ptolemeo II, aunque no disponían de derechos cívicos, los judíos que representaban cerca del 40% de la población gozaban de un gran respeto. Al helenizarse, abandonaron progresivamente el arameo por el griego. La traducción de la Tora contribuyó a hacer conocer la Biblia a los no judíos. La apertura del judaísmo a la cultura griega suscitó importantes escritos filosóficos sobre la exegesis de Aristóbulo[17]. En el año antes de J.C., las tropas de Julio Cesar incendiaron la flota de Alejandría. La ciudad se convirtió en romana. Los intelectuales alejandrinos (como Filón cuyos tratados políticos y filosóficos han llegado hasta nuestros días) navegaron entre la cultura griega, la juridicidad romana y la ley judía. La Alejandría de Filón es a menudo considerada como el punto de encuentro entre las épocas helenística y romana. A partir del siglo II, la ley judía, hasta entonces oral, es codificada con el nombre de Mishna. Su enseñanza, que se efectúa por comentarios (denominado Talmud), se desarrolla entre principios del siglo III y finales del siglo V. el estudio y la interpretación de la Mishna y del Talmud se hacen por discusiones contradictorias, a menudos acompañados de verdaderas batallas verbales[18]. Estos debates, específicos de la cultura judía, aportaron probablemente material al trabajo de los logógrafos y a la manera de argumentar y contra-argumentar. La presencia de la cultura judía en Roma remonta según los historiadores al siglo I antes de J.-C.
VI – Roma, la síntesis del arte oratorio, el nacimiento del abogado
La Roma antigua es multicultural y se impregna a lo largo de las épocas del pensamiento de los pueblos que había conquistado. Esta mezcla se manifiesta tanto en materia cultural, religiosa como en materia de ejercicio de la justicia. Tomar la palabra en el foro para defender una causa puede abrir la vía del éxito y a menudo de las carreras políticas. Desde la infancia, el arte de hablar en público, la pronunciación, el arte de los gestos, el trabajo de la memoria [o nemotecnia], el arte de la discusión contradictoria y la retórica griegas se enseñan a la elite[19]. Es en Roma donde nace realmente el abogado y la oratoria forense tal como la conocemos. Craso, Antonio, Catón, Quintiliano, Plinio el Joven y evidentemente Marco Tulio Cicerón, conocido como Cicerón, han marcado la historia de la oratoria. Además de sus éxitos judiciales y políticos, Cicerón consagra en el siglo I antes de J.-C obras dedicadas al arte de la oratoria y en particular de Oratore y Orator. Reflexiona en estas obras sobre la práctica de la abogacía y el uso que se hace de la palabra en el combate judicial. Cicerón atribuye a la retórica un papel central en la vida del ciudadano romano, que será llamado en su carrera a expresarse eficazmente en materia política, jurídica o económica. Cualquiera que fuere el tema abordado en el foro, dicho de otro modo en la plaza pública, el ciudadano romano perfecto debe siempre poder expresar su punto de vista y, en la medida de lo posible, compartirlo con los demás. Para Cicerón, la retórica le da precisamente estos medios[20]. Cicerón recomienda al orador buscar los argumentos, después clasificarlos según su importancia, encontrar a continuación las palabras adecuadas para apoyarlas, memorizar el discurso antes de pronunciarlo habiendo reflexionado meticulosamente sobre los gestos que acompañarán cada frase[21]. Menos de dos siglos más tarde, Quintiliano sistematizó las aportaciones de sus predecesores en la Institutione oratoria. Aunque sea un dato frecuentemente desconocido, Marco Fabio Quintiliano nació en Calagurris Nassica, actual Calahorra, en la actual Rioja, antigua provincia romana de la Tarraconense. De familia de abogados, recibió en Roma una completísima formación cultural, destacando las enseñanzas en elocuencia. A su regreso a Hispania en el año 61 se dedica a compatibilizar su enseñanza de elocuencia con la abogacía[22]. Tras su retirada en el año 89 rodeado de toda clase de honores se dedicó a escribir, lo que propició la creación de su gran obra De Institutione oratoria, el tratado más instructivo y útil de la retórica clásica, trabajo que gozó de tal autoridad como texto más adecuado para la formación de un orador, obra que llegó a su máximo prestigio y apogeo en los siglos XV y XVI, sosteniéndose hasta muy avanzado el siglo XVII[23]. Esta vasta síntesis en forma de tratado de educación coloca el aprendizaje de la técnica retorica en el corazón de la formación del individuo. Esta obra es la síntesis del saber retórica de la Antigüedad clásica. Los abogados romanos, mujeres y hombres, constituyen un colegio libre, después una corporación pública que lleva la toga, después la túnica. En el siglo I antes de J.-C., el advocatus [de la raíz latina “llamar como ayuda” o “invocar la asistencia de alguien”] se limita a redactar las intervenciones del litigante. El abogado presta un servicio gratuito, prohibiéndole la ley Cencia toda remuneración. Sus alegatos (discursos escritos por el advocatus y pronunciados para defender el derecho de una parte) son leídos al aire libre en el foro o bajo el pórtico de la basílica[24]. A finales de la Republica, haciéndose el derecho complejo, el advocatus conoció una ascensión prodigiosa. Devino imprescindible, dejándole el litigante muy a menudo leer él mismo su discurso. El emperador Claudio dio en el siglo I un reconocimiento legal a la profesión, a una verdadera clase social unida en torno a una deontología naciente. Los primeros emperadores impulsaron una obra legislativa de una riqueza excepcional. Los textos de la ley resultantes, recopilados en forma de códigos (codex), y cuya finalidad es disponer de un derecho uniforme en todo el Imperio, tendrán una importancia fundamental en Occidente. En el siglo IV, existe ya un colegio cuyo jefe es el decano des advocatiii. Los abogados benefician desde entonces de un monopolio de la defensa[25]. Después de estudiar el derecho durante cinco años, el futuro abogado se presentaba en el foro con su padre. Si entra en el numerus clausus y no presenta caso de indignidad, se le admitía a la “matricula” (lista de abogados). Prestaba entonces juramento ante el emperador y entraba en la nobleza romana. Si tenía talento y convencía a las masas, podía convertirse en censor, proconsul, cónsul[26]. A partir de notas preparatorias (commentarii), los abogados de la Roma antigua memorizaban el plan y las frases importantes de su discurso antes de iniciarlo ante los “jueces atentos y el pueblo que repetía los alegatos…”. Sabemos que los alegatos del abogado romano antes de la época imperial no estaban limitados en el tiempo. Cicerón pleiteaba a veces más de seis horas, de pie, llenando el espacio con sus pasos. Los gestos son artificiales y estudiados. Cicerón llamaba “elocuencia asiática” la síntesis de las elocuencias griegas y romanas[27]. La retórica en Roma descansaba sobre los siguientes principios: delectare (agradar), movere (crear emociones), docere (instruir), convincere (convencer), probare (probar), Quintiliano los resumía con la fórmula: “Placere, docere, movere” (agradar, instruir, crear emociones)[28].
El arte de la oratoria desarrollado en Roma se extinguirá progresivamente durante el periodo de oscuridad de cinco siglos de invasiones sucesivas que instalaron el sistema feudal en Europa.
VII – La Edad Media: la oratoria forense de sabios
La Edad Media se presenta como un periodo histórico en que se contraponen en tensión ideas “universalistas” de Iglesia e Imperio y la realidad de la atomización “particularista” de núcleos de poder político y económico. Por encima de los hechos históricos, y como referencia valorativa – por tanto, con independencia de su efectividad o de su deformación –, preside el curso de los hechos un ideal religioso de la vida[29]. La Edad Media se caracterizó por la fragmentación del poder central a lo largo del siglo IX que determinó una correlativa fragmentación en la administración de justicia. En primer lugar, la fragmentación era territorial: la jurisdicción de los tribunales coincidía más o menos con el territorio – a veces muy pequeño – sobre el que el señor feudal ejercía un dominio efectivo. El principio del iudicium parium acentuaba la descentralización, dando lugar a tribunales señoriales, municipales, rurales, eclesiásticos, instituciones parecidas en gremios y universidades, etc. Con el robustecimiento del poder real y la conciencia de su naturaleza pública, a partir del siglo XII, el monarca empezó a ejercer un control más estrecho sobre la administración de justicia. Su estrategia pasaba no tanto por tratar de imponer orden en la jungla de tribunales en ejercicio, cuanto por ofrecer su propia administración de justicia al margen de la diversidad existente[30]. En lo concerniente a la oratoria forense, la Edad Media es a menudo presentada como una época oscura y perdida para la oratoria. Es cierto que el enjuiciamiento civil, influenciado por las reglas germánicas, dejaba poco espacio a los oradores. Los discursos del abogado se resumen prácticamente en la exposición de los hechos, seguida de una formula estereotipada y prudente por la que difería, en nombre de su parte, el juramento al adversario, o mejor todavía, echaba el guante en el tribunal, le acusaba de mentir y le invitaba a probar su derecho en un lugar cerrado, esto es mediante una batalla que ya no era verbal y que era de la competencia más de la espada que de la toga[31]. Sin embargo, si la oratoria se eclipsa de este modo de los tribunales, se instala con fuerza en las universidades, que se desarrollan un poco por toda Europa a partir de los siglos XI y XII. La oratoria es considerada en efecto como la estructura maestra del método escolástico, que practica la universidad medieval bajo la egida de la teología. Se suele presentar voluntariamente la cultura medieval con el aspecto dogmático, autoritario e irracional. Los Modernos consiguieron perfectamente, una vez más, desacreditar ante nuestros ojos tanto la escolástica como la retórica. El análisis permite descubrir sin embargo todo lo contrario: una investigación asidua pero modesta, consciente de la limitación de la razón humana, cuidadosa de confrontarse a las autoridades (religiosas y laicas) y de conciliar sus contradicciones, que deja un gran lugar al interrogatorio abierto, a la discusión y a la contradicción[32]. De este modo, en derecho, los glosadores, que redescubren el derecho romano a través del Corpus de Justiniano, desarrollaron, en Bolonia y en Paris en particular, la técnica muy dinámica de la questio disputata, llamada a ocupar un lugar determinante en la enseñanza, la investigación y la literatura jurídicas. Según la definición propuesta por Chevrier, “la quaestio disputata nace de la contradicción suscitada por la oposición de pretensiones ficticias de dos litigantes, opuestos sobre una cuestión de derecho, en un caso ficticio. Se desarrolla ante el maestro que preside la discusión y la cierra, dando su decisión”. La questio escenificaba pues un intercambio de alegatos, pero en un contexto académico y no judicial. Obedecía a una estructura precisa. Después de un título o de un breve exordio que cabe en una frase, se proponía un caso práctico, del que se extraían una o varias cuestiones, muy raramente tres. El problema era siempre relativo a una cuestión de derecho, nunca sobre una simple cuestión de hecho. Además, salvo los ejercicios reservados a los debutantes, la questio planteaba siempre un problema realmente dudoso, lo que los escolásticos llamaban un “caso difícil”, al que recurren todavía en la actualidad los hard cases de la Common Law. La respuesta no era pues nunca evidente ni dada por anticipado. Esta incertidumbre dada su interés a la fase siguiente y formaba el cuerpo principal de la questio, a saber la discusión del caso por dos litigantes, generalmente dos discípulos o alumnos del maestro que planteó la cuestión. Esta discusión se desarrollaba normalmente como un intercambio de alegatos ante un tribunal. Los dos litigantes se enfrentaban en una batalla de “pruebas”, a saber de argumentos al amparo de las soluciones contradictorias que proponen. El argumento se apoya principalmente en la alegación de textos jurídicos heredados de la tradición (Biblia, Digesto, etc.), y más tarde en las opiniones de los doctores, y después en las analogías, es decir los casos similares resueltos en las fuentes. Esta argumentación es reproducida tanto en la forma rudimentaria de listas de argumentos como en un discurso seguido de una argumentación en cadena. Después de la réplica del adversario, había a menudo un nuevo intercambio de contra-argumentos[33]. Por último, el maestro cerraba la discusión con la solución del caso, con una brevedad desconcertante desde el punto de vista de un jurista moderno. El maestro se limitaba a menudo a dar razón a una u otra parte, de ahí se concluía que compartía la argumentación de ésta. A menudo, motivaba su decisión aportando otros argumentos. Se podía entonces entender que consideraba que la discusión no fue correctamente llevada. Más tardíamente, ocurría que el maestro operaba una distinción, dando razón a una u otra tesis según tal circunstancia que no precisaba el caso. De este modo, a lo largo de los años, la solución adquirió cada vez más amplitud y un carácter motivado. Pero todavía, como en la oratoria retórica, eran las partes las que desarrollaban la argumentación jurídica sobre la que se apoyaba la solución y no el que decidía del caso, pese a que aquí el maestro era en principio el más sabio[34]. La discusión de las cuestiones ocupaba un gran lugar en la enseñanza del derecho en la Edad Media. En principio, las clases magistrales (lectio) se impartían por la mañana y las tardes estaban reservadas a las disputas. Además de estos ejercicios, se organizaban disputas de mayor envergadura en días y fechas particulares que daban ritmo al calendario. Estas podían enfrentar a los mismos maestros. Los reglamentos universitarios los preveían e incluso los imponían bajo pena de multa. Se condicionaba la concesión del diploma a la aprobación de estas pruebas. En la facultad de teología, la disputaba tomaba en los días de fiesta el carácter de una manifestación pública; pero no en la facultad de derecho donde siguió siendo privada, es decir interna para la comunidad universitaria[35]. Además, era muy difícil en esta época distinguir el derecho y la teología. Por una parte, antes de la vuelta en gracia del derecho romano, su fuente era idéntica: la Biblia, sus relatos y sus mandamientos. Por otra parte, el derecho canónico representaba la principal (si no la única) disciplina jurídica enseñada en la universidad. Los dos ámbitos eran pues poco distintos, o en todo caso vinculados por largas pasarelas[36]. Fue además un teólogo, el célebre Adalberto, quien, desde el siglo XI, devolvió sus cartas de nobleza a la oratoria. Mediante un éxito personal primero puesto que, en el curso de una célebre disputa en la Montaña Santa Genoveva, dominó a su maestro, Guillermo de Champeaux, antes de arrebatarle a sus alumnos y fundar su propia escuela. Este episodio espectacular de la querella de los universales[37] indicaba bien que, a pesar del cambio de desafío y de escena, la oratoria conservaba su carácter agonístico, de verdadera batalla. Por su obra después, Abelardo es el autor del Sic et non, en el que aborda frontalmente, esperando superarlos, las contradicciones de las fuentes bíblicas y patrísticas en un cierto número de cuestiones teológicas fundamentales. Su obra ejerció una influencia decisiva sobre la teología y más generalmente sobre el desarrollo de la cultura escolástica. La obra de Abelardo presentaba en efecto el doble merito a la vez de poner en evidencia el problema crucial que planteaba a la sabiduría medieval y al mismo tiempo de proponer una técnica para su solución. El problema planteado concernía la gestión de la herencia antigua, a saber una colección de grandes textos heterogéneos (Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, Aristóteles, el Corpus de Justiniano…), considerados auténticos, es decir verdaderos en cada uno de sus afirmaciones autorizadas, y que por tanto se contradecían o se situaban en perspectivas diferentes. La técnica utilizada consistía, mucho antes de los juzgados y tribunales contemporáneos, en una interpretación conciliadora de estas fuertes, esencialmente a través de una sutil dialéctica de la distinción, que permitía a la vez la síntesis de tradiciones diversas y la adaptación de las soluciones a las necesidades de la época[38]. La oratoria no desapareció pues en la Edad Media. Cambió solamente de lugar para alcanzar la cima de la dignidad académica. A través de la questio, ocupaba un lugar crucial en las facultades de derecho en la formación de futuros juristas y practicantes. Desde la universidad donde se desarrolla, se exporta de nuevo la técnica de la disputatio e impregna progresivamente la vida jurídica y judicial corriente. En primer lugar, a través de las consultas jurídicas que eran solicitadas a los profesores de derecho y que éstos expedían generalmente de manera colectiva en forma de questio. A continuación, el estilo llegó también al Palacio no sólo a favor de la reencontrada oratoria, sino también en las requisiciones del Ministerio público, que adoptaban a veces explícitamente la forma de la disputa pro et contra, y hasta ciertas sentencias de la Corte real. De forma algo paradójica, se puede afirmar que es la Universidad que enseñaba aquí la oratoria al Palacio, en forma de una técnica precisa y profunda[39].
VIII – La Edad Moderna: la oratoria forense condenada por la ciencia
Al finalizar la Edad Media, la Edad Moderna asistirá a la construcción del Estado como única estructura de poder y serán eliminadas las demás estructuras, en el interior y en el exterior, que el Estado percibe como competidoras: tal la nobleza feudal, las ciudades autónomas, la Iglesia[40]. Al ser el periodo moderno una época de reforzamiento del poder del rey y del Estado, no existe prácticamente espacio para cualquier otra actividad que no sea controlada por éstos. Sin entrar aquí en más detalles, podemos decir solamente que la Edad Moderna era portadora de un ambicioso proyecto científico, sobre cuya herencia vivimos todavía al menos parcialmente, concebido sobre el modelo de las ciencias exactas y especialmente de las matemáticas. En la mayoría de las disciplinas y bajo la dirección de la filosofía, el razonamiento more geométrico, como los geómetras, sustituye la discusión more jurídico. Este cambio se operó para el derecho que, tan sorprendente como pueda parecer, constituía un terreno de elección para la implementación de nuevos métodos. Les debemos en particular los grandes tratados de derecho natural construidos a la imagen del sistema euclidiano[41]. Ahora bien, los sistemas lógicos y las matemáticas descansan precisamente sobre el principio de no contradicción, que garantiza su coherencia. Una proposición p y su contrario no -p no pueden encontrarse en el sistema. Según la regla del tercero excluido, p es o verdadero o falso, y nada más. Se comprende pues que, en un modelo como éste, la disputatio, que prevé simultáneamente los pros y los contras y hace surgir la solución de su contradicción, es irremediablemente condenada. Sobre todo, que a las largas discusiones que comienzan siempre de nuevo, la empresa científica moderna prefiere las demostraciones lapidarias, ciertas y definitivas. La disputa escolástica se convierte en la misma manifestación de lo irrazonable, de la confusión y del error[42]. La ambición de elevar el derecho moderno al rango de una ciencia exacta, constantemente reafirmada hasta nuestros días, pasaba pues por el rechazo, en el sentido psicoanalítico del término, de la contradicción. Negar la existencia de la contradicción en derecho es cosa harto difícil, si se tiene un poco de experiencia del proceso. Se alcanzó sin embargo reduciendo el procedimiento al acto que le termina: la sentencia, este acto a la vez decisivo, unilateral y escrito, pues más conforme a la idea de un derecho científico. A partir de entonces, la defensa forense fue superada y sólo se tenía en consideración la sentencia. Esta ya no se refería, como en la Antigüedad, a los alegatos ni incluso a las conclusiones, sino indirectamente al sistema de leyes, al que se vincula por deducción a través del silogismo judicial. En esta lógica, el abogado es a menudo percibido como un obstáculo que puede, por el uso de una retórica manipuladora, inducir el magistrado a la confusión y a distraerle de la contemplación de la verdad de las leyes[43]. Para Leibniz, gran jurista, pero también filósofo y lógico, los alegatos sólo son la ocasión de sofismas y de barbarismos. Se les debería suprimir e imponer a los abogados de exponer sus demandas en un lenguaje escrito y formalizado que permitiría inmediatamente calcular su fundamento habida cuenta del sistema jurídico. En el mismo tono, La Bruyère testimonió que “aplaudimos la costumbre que se ha introducido ante los tribunales de interrumpir a los abogados en plena acción, de impedirles de ser elocuentes y de razonar, de llevarles secamente a los hechos y a las pruebas que establecen su causa y el derecho de la parte que representan…”. Los mismos abogados, entre los que más pleiteaban, interiorizaron fuertemente esta imagen negativa de los alegatos. Abjuraron la retórica y declararon pleiteando someterse sólo a la ciencia, a la claridad y al silogismo[44]. Se excluyó de este modo la oratoria, en nombre de la nueva ciencia, del campo judicial. Esta perdió pronto su lugar en las facultades, donde se estudiaban los códigos y la jurisprudencia, es decir sentencias desvinculadas de las causas que las habían suscitado (esta situación como se sabe, prevalece todavía en la actualidad). El arte del bien pleitear ya no obedece al método sino a la retórica, considerada como una técnica infamante para que el que la práctica, un arte del engaño en vez del razonamiento. Se relega a la oratoria al rango de un arte menor. Se la reconoce como un género literario antes de denegarle esta calidad porque sobrevive raras veces a la prueba de su transcripción y sólo encuentra verdaderamente a su público en la eficacia fugitiva de la audiencia. Se le compara entonces al litigante al comediante. La oratoria simboliza de alguna forma lo contrario de la razón jurídica. La oratoria romántica se dirige de este modo al corazón mucho más que al espíritu, suscita la emoción y la simpatía en vez de la convicción. Esta oratoria encuentra más espacio en lo penal, donde se solicita la piedad y la clemencia, que en lo civil, donde se hace verdaderamente derecho, de manera científica. Se reserva la oratoria preferentemente a orejas no profesionales, y especialmente a los miembros de un jurado, que no conocen derecho y a los que se debe persuadir por otros medios[45].
IX – La Revolución francesa: la disolución del colegio de abogados y el triunfo de la oratoria parlamentaria
La Revolución francesa fue un momento crucial de la historia de Francia y de Occidente que puso fin al Antiguo Régimen, al reinado, a la sociedad de clases y a los privilegios[46]. Durante la Revolución, los alegatos pierden su calidad, en particular por los medios de subsistencia limitados de los abogados y también por lo que Berryer llamaba “la ambulancia”, es decir la necesidad de pleitear todo el día ante jurisdicciones diferentes y alejadas como los tribunales de distrito. Había a pesar de todo claridad y combatividad[47]. Algunos abogados, desconocidos antes de la Revolución, se convirtieron en oradores parlamentarios célebres. Entre éstos, Georges Jacques Danton (1759-1794) que intervenía de forma instintiva. Su físico atlético, su “voz de Esténtor”[48] (según Levasseur) apoyaban sus intervenciones totalmente improvisadas que cautivaban al auditorio. Danton no notaba ni escribía ninguna nota[49]. A pesar de ser manifiestamente tartamudo, Lucie Simplice Camille Benoît Desmoulins (1760-1794) fue un orador conocido. El sentido de la palabra de los oradores parlamentarios marcaron los espíritus. Algunas intervenciones han quedado grabadas en la historia: “Id a decir a los que os envían que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que sólo nos sacaran de aquí por la fuerza de las bayonetas”[50]. Sin que puedan explicarlo totalmente los historiadores, y cuando contaba en su seno con varios abogados, la Constituyente votó la ley del 16 de agosto – 2 de septiembre de 1790 que suprimió el título de abogado, pudiendo cada ciudadano convertirse en “defensor oficioso”, esto es abogados sin Colegio. Creó de forma paralela el oficio de avoué (procurador) para representar al justiciable ante las jurisdicciones, redactar los escritos y pleitear junto a los defensores oficiosos[51]. En su informe del 17 de agosto de 1789 sobre la organización judicial, el diputado Bergasse indicó: “Cualquier parte tendrá el derecho de defender su causa personalmente, si lo estima conveniente y para que el ministerio de los abogados sea tan libre como debe serlo, los abogados dejarán de formar una corporación o un colegio, y cualquier ciudadano que ha estudiado y superado los exámenes necesarios, podrá ejercer esta profesión: ya no se tendrá que responder por su conducta que ante la ley”[52]. El defensor oficioso desapareció el 14 de diciembre de 1810, con ocasión del restablecimiento del Colegio de abogados por Napoleón Bonaparte (1769-1821), coronado Emperador de los Franceses en 1804. Sin embargo, Napoleón no se fía de los abogados y no soportaba la posibilidad que puedan pleitear libremente[53]. Cuando Cambaceres (1753-1824) sometió al Emperador el proyecto elaborado por la sección legislativa del Consejo de Estado, Napoleón se negó a firmarlo pronunciando las palabras célebres: “Este proyecto es absurdo, no permite ningún control, ninguna acción contra éstos, son abusadores y artesanos del crimen y de la traición. Mientras tenga la espada al lado, nunca firmaré semejante decreto; yo quiero que se pueda cortar la lengua a un abogado si se sirve de ésta contra el gobierno”[54]. El Emperador cedió finalmente y firmó el decreto privándole de su independencia al Colegio de abogados: la lista es establecida por el fiscal general y aprobada por el Ministro de Justicia, los miembros del órgano de gobierno y el decano son designados por el fiscal general, la defensa es limitada a la jurisdicción del tribunal en la que el abogado tiene su domicilio profesional. Por último, el abogado prestaba un juramento político: “Juro obediencia a las constituciones del Imperio y fidelidad al Emperador”[55].
Con la impulsión de Cambaceres, que fue abogado antes de la Revolución, un decreto de 2 de julio de 1812 restableció el monopolio de la defensa de los abogados. Con la Monarquía de Julio, la ordenanza del 27 de agosto de 1830 dio a la defensa la libertad total de expresión y permitió a los abogados, salvo ante los tribunales de jurado (cour d’asisses), pleitear en una jurisdicción diferente de la que estaban vinculados. No podían sin embargo pleitear ante el juez de paz, el tribunal de comercio o el consejo de la prefectura y tampoco podían intervenir en una diligencia pericial o en una expropiación. Salvo si leían un texto, los abogados debían pleitear vestidos con su toga[56]. En lo civil, los alegatos son cortos, eficaces, a veces cargados de anécdotas o de buenas palabras que divertían al juez y se fijaban en su memoria. La discusión es jurídica, técnica y útil. Es en lo penal donde los alegatos marcan los espíritus y la opinión. A los periodistas les gustaba además frecuentar los palacios de justicia y citar a los abogados[57].
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