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154).-Oratoria de los Abogados I:Elocuencia judicial.-a

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Cicerón: la razón frente a la fuerza

Una nueva edición crítica de las 'Filípicas' muestra el vigor
 intelectual del senador y emperador romano.




LUIS ANTONIO DE VILLENA
 21/03/2014

A Marco Tulio Cicerón bien se le podría considerar como un intelectual contemporáneo. No es que no haya grandes diferencias entre el mundo antiguo y el presente, pero Cicerón sigue siendo una figura que atrae en la medida en que ejemplifica el eterno conflicto entre la razón y el poder, la palabra y la fuerza.

José Guillén Cabañero, catedrático de Salamanca, acaba de publicar una nueva edición de las 14 'Filípicas' de Cicerón, en las que denuncia el intento de Marco Antonio de instaurar una dictadura en Roma. Son llamadas así en honor a las que pronunció Demóstenes contra Filipo de Macedonia, el padre de Alejandro. Estamos ante la última obra notable de Cicerón que, con 63 años, sabía que se jugaba la vida al defender la libertad y los valores de la República romana contra Marco Antonio, que estaba actuando como un dictador tras la sucesión del asesinado Julio César.

Cicerón pronunció en el Senado y editó esos discursos en un momento crítico y ello le costó la vida. 'El Arpinate', así llamado por haber nacido en Arpino en el año 106 antes de Cristo, halló la muerte cuando intentaba salir de Roma, en diciembre del año 43. Su nombre encabezaba la lista negra del nuevo triunvirato formado por Octaviano, Marco Antonio y Lépido. Cicerón fue decapitado y su cabeza y sus manos se expusieron en público, como castigo ejemplar.

La historia es narrada de forma didáctica y minuciosa por el profesor Guillén Cabañero. Hay que situarse en los años finales de la República romana (un régimen caracterizado por sus colonias y su poderío militar), donde las leyes y los cargos venían del pueblo y del Senado. De ahí el célebre Senatus Populus Que Romanus, SPQR, que conservaron las insignias del Imperio.

¿Se pueden proclamar las libertades de la República y al tiempo erigirse como un rey autócrata o un déspota, al estilo de las monarquías del Oriente helenístico, que aquellos romanos conocían tan bien? ¿Se puede invocar la legitimidad del pueblo y a la vez imponerse a su voluntad con métodos dictatoriales? ¿Es lícito recurrir al pan y circo para distraer a ese pueblo e ignorar su opinión?

Ese era el dilema del momento: el gobierno del pueblo a través del Senado o un populismo autoritario que gobierna para el pueblo sin el pueblo. Los leales al modelo tradicional (Cicerón entre ellos, notable como abogado, escritor, sabio y cónsul) eran los republicanos. Frente a ellos, estaban los que defendían la tiranía y el surgimiento solapado de un Imperio. Eran los cesaristas, encabezados por Marco Antonio, que reivindicaban el legado del general asesinado, Cayo Julio César. Su muerte desencadenó un cruento conflicto y una abierta lucha de poder. El general, político y escritor nos cuenta en sus cartas que apreciaba y se llevaba bien con Cicerón cuando hablaban de literatura y filosofía, pero que mantenían una profunda discrepancia política.

En la guerra civil entre César y Pompeyo -cuando se deshace el primer triunvirato- , Cicerón había estado del lado de Pompeyo, servidor de la República, y contra César que aspiraba a coronarse como rey. Dice la leyenda que, siendo amante y protector de la reina Cleopatra y estando en Alejandría, a César le ofrecieron la cabeza de Pompeyo, su ya caído enemigo tras la aplastante derrota en la batalla de Farsalia.

Tras imponerse a su rival Pompeyo, parecía inevitable que César lograra acabar con el Senado para hacerse dictador, rey o monarca de un futuro imperio. Pero unos conjurados (amigos de Cicerón, pero a los que éste reprochará su falta de planes, su precipitación) asesinan a César, a puñaladas en el mismo Senado. Ello sucede poco después de que Marco Antonio le hubiera ofrecido en público una corona real a su jefe.

Bruto y Casio son los principales conjurados y cuando acuchillan a César gritan: "¡Cicerón, Cicerón!", como si éste fuera -y en cierto modo lo es- el mentor intelectual de los hechos. Adelantándose a Maquiavelo, Cicerón llegará pensar que los cesaricidas tendrían que haber acabado también con Marco Antonio, que estaba presente y tenía miedo. Pero no lo hicieron. Al contrario, tal vez asustados por el magnicidio, Bruto y Casio corrieron a esconderse y ver qué pasaba. No habían previsto las consecuencias del crimen y ese fue el mayor error de su cobardía.

Bruto era hijo adoptivo de César (de ahí que César exclamara, al morir, "¿Tú también, hijo mío?") y a la vez hijo de la noble Servilia, amante muchos años de César antes de Cleopatra. Los que gustan de la historia íntima, siempre han pretendido que Servilia instigó a su hijo a la venganza por celos. Pero le guiaban ideas más nobles que no supo plasmar. Muerto César, la tiranía parecía acabada con el tirano. Pero la estrategia no les salió bien.

Los meses siguientes fueron confusos. La República parecía a salvo pero los amigos de César y de la creación de un poder imperial estaban al acecho. Marco Antonio era su principal líder. Bárbaro, borracho y gladiador, como le definirá Cicerón en alguna de las Filípicas. Pero además aparece un rival inesperado: el joven Octaviano (el futuro César Augusto) sobrino e hijo adoptivo del difunto César. El papel de Octaviano en los meses siguientes será ambiguo. Parecerá del lado de la República -Cicerón nunca lo creyó- pero terminará aliándose con Antonio a quien después habrá de vencer para ser el primer emperador de Roma. Pero eso Marco Tulio ya no lo pudo ver.

Lo que las 'Filípicas' revelan es el arrojo y la inteligencia de un gran escritor y hombre público (en esos años había concebido los diálogos filosóficos De amicitia y De senectute) que se juega su vida y sus ideas a una carta, para salvar no sólo su honor sino la dignidad de lo que cree. Él sabe que va a perder porque se enfrenta a la fuerza.

En este drama antiguo, hay escrita una lección que vale para cualquier época: que el fin justifica los medios en la lucha por el poder. No existe el fair play. Los ambiciosos se ponen de parte de quien conviene en cada momento. El propio Octaviano actuó así para lograr sus fines. Cicerón, por el contrario, optó por ser fiel a sus ideas y su visión de la patria, aunque fuera a costa de su vida. Y como todo debe cambiar para que nada lo haga, el Imperio Romano, que inauguró Octaviano, mantendría siempre -acaso en vago recuerdo de Cicerón- las formas republicanas aunque bajo un régimen de poder personal. El Senado sobrevivió formalmente, aunque a menudo fuera sólo un adorno en manos de los césares sucesivos.

El historiador Valeyo Paterculo dirá, poco después de los hechos narrados, que «el criminal Antonio» amputó la voz del pueblo, ese Cicerón que había buscado siempre la salvación de Roma y de sus ciudadanos. Las 14 'Filípicas' (la última pronunciada en abril del 43) son un demoledor alegato contra Marco Antonio, fulminado por las acusaciones y derrotado en Módena. El pueblo lleva en triunfo a Cicerón al Capitolio, se declara a Marco Antonio «enemigo público» y se proclama una ovatio a Octaviano por su papel en la defensa de la República.

Pero poco después todo cambia. Nada es seguro, porque siempre triunfa al más fuerte o el que menos escrúpulos tiene. Guillén Cabañero apunta:
"Cicerón no tenía esperanza de conseguir nada positivo más que dejar, si así estaba determinado, el vivo testimonio de su voz y de su valentía a favor de la República si algo triste sucedía".
No hubo concordia ni avenencia y la pugna se decantó del lado de la coalición entre Antonio y Octaviano.

La modernidad de Cicerón no está sólo en ser un intelectual que no desoye la voz de la cosa pública sino en su pluralidad de intereses: la oratoria, la filosofía griega, la historia, y los trabajos del Foro y del Senado. Quedan como legado esas espléndidas cartas que escribía a sus amigos (Ático, verbigracia, al que conoció de joven estudiante en Atenas) o las que dictaba, caminando por su estudio, a su célebre secretario Tirón, que inventó una suerte de taquigrafía para seguir su voz.

En suma, un personaje plural y contradictorio, amigo del ocio fértil, pero fiel a sí mismo. Como nosotros, intuyó un fin. Todo fin conlleva otro principio. ¿Cuál ahora?


Jueces


Introducción

Proveniente del “orare”, cuyo significado es “hablar o exponer en público”, el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define a la oratoria como el “arte de hablar con elocuencia; de deleitar, persuadir y conmover por medio de la palabra”[1].
Como puede observarse, la oratoria se encuentra íntimamente vinculada al uso de la palabra como medio para persuadir. No obstante, si bien la finalidad de persuadir es la nota esencial de la oratoria, ello no impide que a través de este género está no pueda alcanzar otras finalidades igualmente prácticas como transmitir información, motivar a la gente para que actúe, simplemente relatar una historia. Por lo tanto, a través de la oratoria podremos persuadir, convencer, conmover, apasionar, agradar, impactar, enunciar, explicar, instruir, puntualizar, ratificar, deleitar, refutar y/o denostar[2]
La palabra engendró de este modo la elocuencia, que nace antes de las reglas de la retórica, como se formaron los idiomas antes de la gramática[3]. Sin embargo, no debe derivarse de la anterior afirmación una confusión entre la oratoria y la elocuencia por un lado, y la oratoria y la retórica por otro lado
La elocuencia no debe confundirse con la oratoria. Entre una y otra existe la misma distinción que entre el cuerpo y el alma, porque la elocuencia es el alma que alienta y da vida al cuerpo de la oratoria. La elocuencia se basa en el mero uso de la palabra (hablada o escrita), pero la oratoria conlleva ineludiblemente el empleo de la viva voz.
A diferencia de la elocuencia, la retórica es la disciplina que se ocupa de estudiar y de sistematizar procedimientos y técnicas de utilización del lenguaje puestos al servicio de una finalidad persuasiva o estética del mismo. Se denomina retórica al arte del bien decir, de embellecer la expresión de los conceptos, de dar al lenguaje escrito o hablado eficacia bastante para deleitar, persuadir y conmover. La retórica, como disciplina, es considerada como el arte de la elocuencia y constituye un conjunto de reglas, preceptos y principios que rigen toda composición o discurso.
Las técnicas oratorias nos han sido legadas por la antigüedad y han atravesado los siglos para ganar hoy más adeptos después de periodos de crisis. Conviene pues recordar rápidamente esta historia milenaria de la oratoria.

I – El periodo pre-helenístico: la defensa egotista

Durante siglos, el hombre se defenderá a sí mismo. Sabemos muy pocas cosas de las primeras defensas ante los tribunales, pronunciadas en las civilizaciones basadas en la oralidad[4]
En Babilonia hacia 1755 de nuestra era, fue redactado el código de Hammurabi en términos claros, para permitir a los babilonios defender su causa por sí mismos ante el juez: 
“Si un hombre vació un ojo o rompió un hueso o un diente de un notable, se le romperá un hueso o un diente, pero las mismas heridas se pagarán con una mina de plata si la víctima es un hombre ordinario y la mitad de su precio, si es un esclavo” (leyes 195-199).
En el reinado de Ramsés II (hacia 1260 a. J. C.), Mes, escriba del tesoro del Dios Ptah en Menfis, cuenta que los egipcios se defendían también solos ante la Gran Corte de justicia compuesta de altos dignatarios y presidida personalmente por el príncipe heredero. Se le sometía al tribunal una queja verbal o a veces escrita por un escriba. Después, en una vista pública, el justiciable tomaba la palabra después de prestar juramento de decir la verdad. Se castigaba el perjurio con penas que iban de la amputación de la nariz y de las orejas a la pena capital. La buena fe, la sinceridad y la invocación de los dioses eran los principios rectores del debate[5].
En el primer Libro de los Reyes, el Antiguo Testamento atribuye al rey Salomón un juicio muy celebre. Dos mujeres se disputan la maternidad de un recién nacido defendiéndose ellas mismas ante el soberano. Sus defensas orales son narradas por la Biblia.

II – Ley de Solón y nacimiento de la democracia

En Atenas, la justicia (dikê) fue administrada cronológicamente por los reyes, que juzgaban refiriéndose a lo que imaginaban ser la justicia de Zeus, después por los ciudadanos, a menudo en aplicación de reglas más o menos consuetudinarias, religiosas o familiares, que guardaban relación con la venganza.
“Tal como aparece por ejemplo al final de la trilogía de Esquilo el tribunal como solución al conflicto, no es nada más que la institucionalización de la toma de la palabra. ¡En vez de luchar, hablar!. En vez de defenderos con armas, defendeos con palabras. En vez de vengaros, argumentar para obtener un justo castigo para vuestros agresores”[6].
A finales del siglo VII antes J.-C., Dracón dictó un código cuya severidad sigue siendo legendaria. Su legislación sobre el homicidio reglamenta el castigo de los crímenes de sangre. Busca ante todo una “justicia directa” e impone la idea de “leyes iguales para el bueno y para el malo”, es decir para el aristócrata y el plebeyo[7].
En el siglo siguiente, la ley de Solón reforma el tribunal de los heliastas[8] e impone al ciudadano ateniense defenderse personalmente. Comoquiera que los veredictos eran inapelables e inmediatamente ejecutivos, los atenienses se vieron obligados a ser elocuentes.
La acusación era siempre, a falta del equivalente de nuestro ministerio público, una iniciativa personal de un ciudadano que denunciaba a otro[9]. Este percibía, además, en caso de condena, una parte de la multa, como indemnización y recompensa por sus esfuerzos para la justicia[10].
Zenón de Elea (hacia 480 a.J.-C – hacia 420 a.J.-C)) fue, según Aristóteles, el inventor de la dialéctica, método de discusión y de razonamiento basado en la práctica del dialogo entre dos interlocutores que disponen de diferentes tesis y que buscan a convencerse mutuamente.
Las formulas rítmicas y descriptivas de Homero, cuya obra irriga la cultura griega desde finales del siglo VIII y la aportación de la dialéctica influenciaron profundamente la manera en que los griegos se expresaban para defenderse. En esta época, Clístenes confirmó el papel de la Heleia precisando su ámbito de competencia y su modo de reclutamiento, privando un poco más de su poder al Areópago.
Esta evolución llegó a su término con Efialtes (461 a.J.-C) que redujo al antiguo tribunal al solo examen de los homicidios o tentativas de homicidios, privándole de este modo de cualquier competencia política. Esta evolución de la justicia en Atenas acompañó de facto a la instalación de la democracia.

III – Nacimiento y desarrollo de la retórica: de Gorgias a Aristóteles

En el siglo V, el Tribunal se instaló definitivamente como la alternativa posible a la guerra o a la venganza privada. Es en este contexto y en circunstancias históricas muy precisas que nace la retórica. El hecho histórico que dará lugar al nacimiento del arte de convencer es la expulsión de los tiranos de Sicilia[11].
Siracusa fue fundada en el siglo VIII antes de J.-C. por colonos griegos originarios de Corinto. En el contexto de la conquista del Peloponeso, Atenas deseaba frenar el poder creciente de Siracusa y ocupar Sicilia para asegurarse el control total del mar. La expedición de Sicilia desembocó en la expulsión de los tiranos y provocará, después del retorno de numerosos exiliados, una actividad intensa de los tribunales por causa de las expoliaciones intervenidas durante la guerra. Estos procesos serán la ocasión para sus actores de tomar conciencia de la función argumentativa de la palabra y de teorizar este arte inventando la técnica retorica o el arte de convencer[12].
Refiriéndose a una obra pérdida de Aristóteles, Cicerón explica que Gorgias, Corax y Tisias, tres oradores sicilianos, fueron los primeros en escribir al término de estos procesos tratados de retórica. La difusión de la escritura alfabética en la población contribuyó paralelamente al éxito y a la expansión de la materia.
Aristóteles extenderá al discurso escrito la reflexión sobre las propiedades persuasivas de la palabra en un tratado fundador fundamental denominado La Retórica. Se examina en este tratado los efectos psicológicos que produce la palabra sobre sus destinatarios, las actitudes a adoptar frente al auditorio, los efectos de estilo, las estructuras de razonamiento susceptibles de dar al lenguaje su fuerza persuasiva. La Retórica de Aristóteles constituye una técnica aplicable a todos los ámbitos donde se impone, a un título u otro, la necesidad de persuadir, en particular la defensa[13].
Con Aristóteles nace la teorización de la forma retorica:
“además, un discurso comprende un exordio, una proposición, una confirmación, una perorata; lo que se dice contra el adversario forma parte de las pruebas; la comparación de los argumentos es una amplificación de la argumentación del litigante; se trata en consecuencia de una parte de las pruebas; puesto que el que hace esta comparación quiere demostrar algo; pero éste no es el caso del exordio, tampoco de la perorata, que no hace más que despertar la memoria”[14].
Retomando en el orden las diferentes partes del discurso de Aristóteles, podemos definir:

-       El exordio como el comienzo o la introducción del discurso;
-       La narración como el relato detallado de las acciones o hechos que forman el tema;
-       La discusión compuesta de la confirmación (demostración de la tesis defendida) y de la refutación (si es necesario descartar la tesis adversa);
-       La perorata como la conclusión del discurso y cuya finalidad es poner al auditor en buenas disposiciones en detrimento del adversario, en amplificar o atenuar su causa, en excitar las pasiones del que escucha, en resumir los argumentos.

Al final del discurso interviene la frase en asíndeton: “He dicho; habéis entendido; poséis la cuestión; juzgad”.
Los primeros tratados de retórica están destinados principalmente a los logógrafos que, siguiendo las reglas aristotélicas, escribían los discursos que eran pronunciados después por el justiciable (que debía defender su propia causa en aplicación de la ley de Solón).
Sin embargo, ni no se consideraba capacitado, la ley permitía al ciudadano hacerse ayudar por un amigo, un pariente o por el mismo logógrafo, que pronunciaba entonces un discurso complementario.
Según la tradición, Antífonas (480 a.J.-C) fue la primera persona que ejercicio la profesión de logógrafo. Después de él, fueron Demóstenes, Sócrates y Lisias.
Todos tenían derecho a la palabra según el principio de la isegoría, es decir de la libertad de expresión para todos durante un tiempo limitado, medido por una clepsidra o un reloj que mide el tiempo basándose en lo que tarda en caer el agua de un tubo o vaso a otro. A continuación, oídas las partes, votaban los miembros del jurado.
Lisias, Temístocles y Demóstenes nos han legado decenas de escritos de defensa sobre las técnicas oratorias. Algunos siguen siendo célebres. 
En el siglo IV, la bella Friné, una hetera[15] acusada de introducir en Atenas una divinidad extranjera y de corromper por ello a las jovencitas, es defendida por Hespérides, uno de sus amantes. Según Atenea, sintiendo a lo largo de su exposición la causa perdida y observando que los heliastas comenzaban a recoger las primeras piedras para lapidarla, habría entonces arrajado la túnica de Friné de un solo gesto, descubriendo su generoso pecho a los jueces… que se quedaron boquiabiertos. Su gracia fue percibida como un signo de protección de la diosa del amor y de la belleza. Friné fue absuelta y llevada al templo de Afrodita mientras que el rétor adverso era expulsado del Areópago[16]. 
Después de Hespérides, otros tuvieron tanto talento y adquirieron tanta técnica que se impuso al Areópago deliberar de noche para evitar que los jueces no se emocionen o se debiliten por el mínimo artificio oratorio. De este modo el Areópago gozó hasta el siglo V a.J.-C de una gran reputación de imparcialidad.

IV – Alejandría y la aportación de los talmudistas

Alejandría fue el centro político del reino Lágida o de los Ptolomeo, gran puerto de Egipto en el Mediterráneo, que intercambiaba materias primas y preciosas y reexpedía productos originarios de África y de Oriente. Capital egipcia, después griega, foco del helenismo, Alejandría es un centro cultural, cosmopolita donde conviven griegos, egipcios y judíos.
Bajo Ptolemeo II, aunque no disponían de derechos cívicos, los judíos que representaban cerca del 40% de la población gozaban de un gran respeto. Al helenizarse, abandonaron progresivamente el arameo por el griego. La traducción de la Tora contribuyó a hacer conocer la Biblia a los no judíos. La apertura del judaísmo a la cultura griega suscitó importantes escritos filosóficos sobre la exegesis de Aristóbulo[17].
En el año  antes de J.C., las tropas de Julio Cesar incendiaron la flota de Alejandría. La ciudad se convirtió en romana.
Los intelectuales alejandrinos (como Filón cuyos tratados políticos y filosóficos han llegado hasta nuestros días) navegaron entre la cultura griega, la juridicidad romana y la ley judía. La Alejandría de Filón es a menudo considerada como el punto de encuentro entre las épocas helenística y romana.
A partir del siglo II, la ley judía, hasta entonces oral, es codificada con el nombre de Mishna. Su enseñanza, que se efectúa por comentarios (denominado Talmud), se desarrolla entre principios del siglo III y finales del siglo V. el estudio y la interpretación de la Mishna y del Talmud se hacen por discusiones contradictorias, a menudos acompañados de verdaderas batallas verbales[18].
Estos debates, específicos de la cultura judía, aportaron probablemente material al trabajo de los logógrafos y a la manera de argumentar y contra-argumentar.
La presencia de la cultura judía en Roma remonta según los historiadores al siglo I antes de J.-C.

VI – Roma, la síntesis del arte oratorio, el nacimiento del abogado

La Roma antigua es multicultural y se impregna a lo largo de las épocas del pensamiento de los pueblos que había conquistado. Esta mezcla se manifiesta tanto en materia cultural, religiosa como en materia de ejercicio de la justicia.
Tomar la palabra en el foro para defender una causa puede abrir la vía del éxito y a menudo de las carreras políticas.
Desde la infancia, el arte de hablar en público, la pronunciación, el arte de los gestos, el trabajo de la memoria [o nemotecnia], el arte de la discusión contradictoria y la retórica griegas se enseñan a la elite[19].
Es en Roma donde nace realmente el abogado y la oratoria forense tal como la conocemos. Craso, Antonio, Catón, Quintiliano, Plinio el Joven y evidentemente Marco Tulio Cicerón, conocido como Cicerón, han marcado la historia de la oratoria.
Además de sus éxitos judiciales y políticos, Cicerón consagra en el siglo I antes de J.-C obras dedicadas al arte de la oratoria y en particular de Oratore y Orator. Reflexiona en estas obras sobre la práctica de la abogacía y el uso que se hace de la palabra en el combate judicial.
Cicerón atribuye a la retórica un papel central en la vida del ciudadano romano, que será llamado en su carrera a expresarse eficazmente en materia política, jurídica o económica.
Cualquiera que fuere el tema abordado en el foro, dicho de otro modo en la plaza pública, el ciudadano romano perfecto debe siempre poder expresar su punto de vista y, en la medida de lo posible, compartirlo con los demás. Para Cicerón, la retórica le da precisamente estos medios[20].
Cicerón recomienda al orador buscar los argumentos, después clasificarlos según su importancia, encontrar a continuación las palabras adecuadas para apoyarlas, memorizar el discurso antes de pronunciarlo habiendo reflexionado meticulosamente sobre los gestos que acompañarán cada frase[21].
Menos de dos siglos más tarde, Quintiliano sistematizó las aportaciones de sus predecesores en la Institutione oratoria.
Aunque sea un dato frecuentemente desconocido, Marco Fabio Quintiliano nació en Calagurris Nassica, actual Calahorra, en la actual Rioja, antigua provincia romana de la Tarraconense. De familia de abogados, recibió en Roma una completísima formación cultural, destacando las enseñanzas en elocuencia. A su regreso a Hispania en el año 61 se dedica a compatibilizar su enseñanza de elocuencia con la abogacía[22].
Tras su retirada en el año 89 rodeado de toda clase de honores se dedicó a escribir, lo que propició la creación de su gran obra De Institutione oratoria, el tratado más instructivo y útil de la retórica clásica, trabajo que gozó de tal autoridad como texto más adecuado para la formación de un orador, obra que llegó a su máximo prestigio y apogeo en los siglos XV y XVI, sosteniéndose hasta muy avanzado el siglo XVII[23].
Esta vasta síntesis en forma de tratado de educación coloca el aprendizaje de la técnica retorica en el corazón de la formación del individuo. Esta obra es la síntesis del saber retórica de la Antigüedad clásica.
Los abogados romanos, mujeres y hombres, constituyen un colegio libre, después una corporación pública que lleva la toga, después la túnica. En el siglo I antes de J.-C., el advocatus [de la raíz latina “llamar como ayuda” o “invocar la asistencia de alguien”] se limita a redactar las intervenciones del litigante. El abogado presta un servicio gratuito, prohibiéndole la ley Cencia toda remuneración. Sus alegatos (discursos escritos por el advocatus y pronunciados para defender el derecho de una parte) son leídos al aire libre en el foro o bajo el pórtico de la basílica[24].
A finales de la Republica, haciéndose el derecho complejo, el advocatus conoció una ascensión prodigiosa. Devino imprescindible, dejándole el litigante muy a menudo leer él mismo su discurso.
El emperador Claudio dio en el siglo I un reconocimiento legal a la profesión, a una verdadera clase social unida en torno a una deontología naciente.
Los primeros emperadores impulsaron una obra legislativa de una riqueza excepcional. Los textos de la ley resultantes, recopilados en forma de códigos (codex), y cuya finalidad es disponer de un derecho uniforme en todo el Imperio, tendrán una importancia fundamental en Occidente.
En el siglo IV, existe ya un colegio cuyo jefe es el decano des advocatiii. Los abogados benefician desde entonces de un monopolio de la defensa[25].
Después de estudiar el derecho durante cinco años, el futuro abogado se presentaba en el foro con su padre. Si entra en el numerus clausus y no presenta caso de indignidad, se le admitía a la “matricula” (lista de abogados). Prestaba entonces juramento ante el emperador y entraba en la nobleza romana. Si tenía talento y convencía a las masas, podía convertirse en censor, proconsul, cónsul[26].
A partir de notas preparatorias (commentarii), los abogados de la Roma antigua memorizaban el plan y las frases importantes de su discurso antes de iniciarlo ante los “jueces atentos y el pueblo que repetía los alegatos…”.
Sabemos que los alegatos del abogado romano antes de la época imperial no estaban limitados en el tiempo. Cicerón pleiteaba a veces más de seis horas, de pie, llenando el espacio con sus pasos. Los gestos son artificiales y estudiados. Cicerón llamaba “elocuencia asiática” la síntesis de las elocuencias griegas y romanas[27].
La retórica en Roma descansaba sobre los siguientes principios: delectare (agradar), movere (crear emociones), docere (instruir), convincere (convencer), probare (probar), Quintiliano los resumía con la fórmula: 
“Placere, docere, movere” (agradar, instruir, crear emociones)[28].

El arte de la oratoria desarrollado en Roma se extinguirá progresivamente durante el periodo de oscuridad de cinco siglos de invasiones sucesivas que instalaron el sistema feudal en Europa.

VII – La Edad Media: la oratoria forense de sabios

La Edad Media se presenta como un periodo histórico en que se contraponen en tensión ideas “universalistas” de Iglesia e Imperio y la realidad de la atomización “particularista” de núcleos de poder político y económico. Por encima de los hechos históricos, y como referencia valorativa – por tanto, con independencia de su efectividad o de su deformación –, preside el curso de los hechos un ideal religioso de la vida[29].
La Edad Media se caracterizó por la fragmentación del poder central a lo largo del siglo IX que determinó una correlativa fragmentación en la administración de justicia. En primer lugar, la fragmentación era territorial: la jurisdicción de los tribunales coincidía más o menos con el territorio – a veces muy pequeño – sobre el que el señor feudal ejercía un dominio efectivo. El principio del iudicium parium acentuaba la descentralización, dando lugar a tribunales señoriales, municipales, rurales, eclesiásticos, instituciones parecidas en gremios y universidades, etc. Con el robustecimiento del poder real y la conciencia de su naturaleza pública, a partir del siglo XII, el monarca empezó a ejercer un control más estrecho sobre la administración de justicia. Su estrategia pasaba no tanto por tratar de imponer orden en la jungla de tribunales en ejercicio, cuanto por ofrecer su propia administración de justicia al margen de la diversidad existente[30].
En lo concerniente a la oratoria forense, la Edad Media es a menudo presentada como una época oscura y perdida para la oratoria. Es cierto que el enjuiciamiento civil, influenciado por las reglas germánicas, dejaba poco espacio a los oradores. Los discursos del abogado se resumen prácticamente en la exposición de los hechos, seguida de una formula estereotipada y prudente por la que difería, en nombre de su parte, el juramento al adversario, o mejor todavía, echaba el guante en el tribunal, le acusaba de mentir y le invitaba a probar su derecho en un lugar cerrado, esto es mediante una batalla que ya no era verbal y que era de la competencia más de la espada que de la toga[31].
Sin embargo, si la oratoria se eclipsa de este modo de los tribunales, se instala con fuerza en las universidades, que se desarrollan un poco por toda Europa a partir de los siglos XI y XII. La oratoria es considerada en efecto como la estructura maestra del método escolástico, que practica la universidad medieval bajo la egida de la teología. Se suele presentar voluntariamente la cultura medieval con el aspecto dogmático, autoritario e irracional.  Los Modernos consiguieron perfectamente, una vez más, desacreditar ante nuestros ojos tanto la escolástica como la retórica. El análisis permite descubrir sin embargo todo lo contrario: una investigación asidua pero modesta, consciente de la limitación de la razón humana, cuidadosa de confrontarse a las autoridades (religiosas y laicas) y de conciliar sus contradicciones, que deja un gran lugar al interrogatorio abierto, a la discusión y a la contradicción[32].
De este modo, en derecho, los glosadores, que redescubren el derecho romano a través del Corpus de Justiniano, desarrollaron, en Bolonia y en Paris en particular, la técnica muy dinámica de la questio disputata, llamada a ocupar un lugar determinante en la enseñanza, la investigación y la literatura jurídicas. 
Según la definición propuesta por Chevrier, “la quaestio disputata nace de la contradicción suscitada por la oposición de pretensiones ficticias de dos litigantes, opuestos sobre una cuestión de derecho, en un caso ficticio. Se desarrolla ante el maestro que preside la discusión y la cierra, dando su decisión”.
La questio escenificaba pues un intercambio de alegatos, pero en un contexto académico y no judicial. Obedecía a una estructura precisa. Después de un título o de un breve exordio que cabe en una frase, se proponía un caso práctico, del que se extraían una o varias cuestiones, muy raramente tres. El problema era siempre relativo a una cuestión de derecho, nunca sobre una simple cuestión de hecho. Además, salvo los ejercicios reservados a los debutantes, la questio planteaba siempre un problema realmente dudoso, lo que los escolásticos llamaban un “caso difícil”, al que recurren todavía en la actualidad los hard cases de la Common Law. La respuesta no era pues nunca evidente ni dada por anticipado. 
Esta incertidumbre dada su interés a la fase siguiente y formaba el cuerpo principal de la questio, a saber la discusión del caso por dos litigantes, generalmente dos discípulos o alumnos del maestro que planteó la cuestión. Esta discusión se desarrollaba normalmente como un intercambio de alegatos ante un tribunal. Los dos litigantes se enfrentaban en una batalla de “pruebas”, a saber de argumentos al amparo de las soluciones contradictorias que proponen. El argumento se apoya principalmente en la alegación de textos jurídicos heredados de la tradición (Biblia, Digesto, etc.), y más tarde en las opiniones de los doctores, y después en las analogías, es decir los casos similares resueltos en las fuentes. Esta argumentación es reproducida tanto en la forma rudimentaria de listas de argumentos como en un discurso seguido de una argumentación en cadena. Después de la réplica del adversario, había a menudo un nuevo intercambio de contra-argumentos[33].
Por último, el maestro cerraba la discusión con la solución del caso, con una brevedad desconcertante desde el punto de vista de un jurista moderno. El maestro se limitaba a menudo a dar razón a una u otra parte, de ahí se concluía que compartía la argumentación de ésta. A menudo, motivaba su decisión aportando otros argumentos. Se podía entonces entender que consideraba que la discusión no fue correctamente llevada. Más tardíamente, ocurría que el maestro operaba una distinción, dando razón a una u otra tesis según tal circunstancia que no precisaba el caso. De este modo, a lo largo de los años, la solución adquirió cada vez más amplitud y un carácter motivado. Pero todavía, como en la oratoria retórica, eran las partes las que desarrollaban la argumentación jurídica sobre la que se apoyaba la solución y no el que decidía del caso, pese a que aquí el maestro era en principio el más sabio[34].
La discusión de las cuestiones ocupaba un gran lugar en la enseñanza del derecho en la Edad Media. En principio, las clases magistrales (lectio) se impartían por la mañana y las tardes estaban reservadas a las disputas. Además de estos ejercicios, se organizaban disputas de mayor envergadura en días y fechas particulares que daban ritmo al calendario. Estas podían enfrentar a los mismos maestros. Los reglamentos universitarios los preveían e incluso los imponían bajo pena de multa. Se condicionaba la concesión del diploma a la aprobación de estas pruebas. En la facultad de teología, la disputaba tomaba en los días de fiesta el carácter de una manifestación pública; pero no en la facultad de derecho donde siguió siendo privada, es decir interna para la comunidad universitaria[35].
Además, era muy difícil en esta época distinguir el derecho y la teología. Por una parte, antes de la vuelta en gracia del derecho romano, su fuente era idéntica: la Biblia, sus relatos y sus mandamientos. Por otra parte, el derecho canónico representaba la principal (si no la única) disciplina jurídica enseñada en la universidad. Los dos ámbitos eran pues poco distintos, o en todo caso vinculados por largas pasarelas[36].
Fue además un teólogo, el célebre Adalberto, quien, desde el siglo XI, devolvió sus cartas de nobleza a la oratoria. Mediante un éxito personal primero puesto que, en el curso de una célebre disputa en la Montaña Santa Genoveva, dominó a su maestro, Guillermo de Champeaux, antes de arrebatarle a sus alumnos y fundar su propia escuela. Este episodio espectacular de la querella de los universales[37] indicaba bien que, a pesar del cambio de desafío y de escena, la oratoria conservaba su carácter agonístico, de verdadera batalla. Por su obra después, Abelardo es el autor del Sic et non, en el que aborda frontalmente, esperando superarlos, las contradicciones de las fuentes bíblicas y patrísticas en un cierto número de cuestiones teológicas fundamentales. Su obra ejerció una influencia decisiva sobre la teología y más generalmente sobre el desarrollo de la cultura escolástica. La obra de Abelardo presentaba en efecto el doble merito a la vez de poner en evidencia el problema crucial que planteaba a la sabiduría medieval y al mismo tiempo de proponer una técnica para su solución.
 El problema planteado concernía la gestión de la herencia antigua, a saber una colección de grandes textos heterogéneos (Antiguo Testamento, Nuevo Testamento, Aristóteles, el Corpus de Justiniano…), considerados auténticos, es decir verdaderos en cada uno de sus afirmaciones autorizadas, y que por tanto se contradecían o se situaban en perspectivas diferentes. La técnica utilizada consistía, mucho antes de los juzgados y tribunales contemporáneos, en una interpretación conciliadora de estas fuertes, esencialmente a través de una sutil dialéctica de la distinción, que permitía a la vez la síntesis de tradiciones diversas y la adaptación de las soluciones a las necesidades de la época[38].
La oratoria no desapareció pues en la Edad Media. Cambió solamente de lugar para alcanzar la cima de la dignidad académica. A través de la questio, ocupaba un lugar crucial en las facultades de derecho en la formación de futuros juristas y practicantes. Desde la universidad donde se desarrolla, se exporta de nuevo la técnica de la disputatio e impregna progresivamente la vida jurídica y judicial corriente. En primer lugar, a través de las consultas jurídicas que eran solicitadas a los profesores de derecho y que éstos expedían generalmente de manera colectiva en forma de questio. 
A continuación, el estilo llegó también al Palacio no sólo a favor de la reencontrada oratoria, sino también en las requisiciones del Ministerio público, que adoptaban a veces explícitamente la forma de la disputa pro et contra, y hasta ciertas sentencias de la Corte real. De forma algo paradójica, se puede afirmar que es la Universidad que enseñaba aquí la oratoria al Palacio, en forma de una técnica precisa y profunda[39].

VIII – La Edad Moderna: la oratoria forense condenada por la ciencia

Al finalizar la Edad Media, la Edad Moderna asistirá a la construcción del Estado como única estructura de poder y serán eliminadas las demás estructuras, en el interior y en el exterior, que el Estado percibe como competidoras: tal la nobleza feudal, las ciudades autónomas, la Iglesia[40].
Al ser el periodo moderno una época de reforzamiento del poder del rey y del Estado, no existe prácticamente espacio para cualquier otra actividad que no sea controlada por éstos.
Sin entrar aquí en más detalles, podemos decir solamente que la Edad Moderna era portadora de un ambicioso proyecto científico, sobre cuya herencia vivimos todavía al menos parcialmente, concebido sobre el modelo de las ciencias exactas y especialmente de las matemáticas. En la mayoría de las disciplinas y bajo la dirección de la filosofía, el razonamiento more geométrico, como los geómetras, sustituye la discusión more jurídico. Este cambio se operó para el derecho que, tan sorprendente como pueda parecer, constituía un terreno de elección para la implementación de nuevos métodos. Les debemos en particular los grandes tratados de derecho natural construidos a la imagen del sistema euclidiano[41].
Ahora bien, los sistemas lógicos y las matemáticas descansan precisamente sobre el principio de no contradicción, que garantiza su coherencia. Una proposición p y su contrario no -p no pueden encontrarse en el sistema. Según la regla del tercero excluido, p es o verdadero o falso, y nada más. Se comprende pues que, en un modelo como éste, la disputatio, que prevé simultáneamente los pros y los contras y hace surgir la solución de su contradicción, es irremediablemente condenada. Sobre todo, que a las largas discusiones que comienzan siempre de nuevo, la empresa científica moderna prefiere las demostraciones lapidarias, ciertas y definitivas. La disputa escolástica se convierte en la misma manifestación de lo irrazonable, de la confusión y del error[42].
La ambición de elevar el derecho moderno al rango de una ciencia exacta, constantemente reafirmada hasta nuestros días, pasaba pues por el rechazo, en el sentido psicoanalítico del término, de la contradicción. Negar la existencia de la contradicción en derecho es cosa harto difícil, si se tiene un poco de experiencia del proceso. Se alcanzó sin embargo reduciendo el procedimiento al acto que le termina: la sentencia, este acto a la vez decisivo, unilateral y escrito, pues más conforme a la idea de un derecho científico. A partir de entonces, la defensa forense fue superada y sólo se tenía en consideración la sentencia. Esta ya no se refería, como en la Antigüedad, a los alegatos ni incluso a las conclusiones, sino indirectamente al sistema de leyes, al que se vincula por deducción a través del silogismo judicial. En esta lógica, el abogado es a menudo percibido como un obstáculo que puede, por el uso de una retórica manipuladora, inducir el magistrado a la confusión y a distraerle de la contemplación de la verdad de las leyes[43].
Para Leibniz, gran jurista, pero también filósofo y lógico, los alegatos sólo son la ocasión de sofismas y de barbarismos. Se les debería suprimir e imponer a los abogados de exponer sus demandas en un lenguaje escrito y formalizado que permitiría inmediatamente calcular su fundamento habida cuenta del sistema jurídico. 
En el mismo tono, La Bruyère testimonió que “aplaudimos la costumbre que se ha introducido ante los tribunales de interrumpir a los abogados en plena acción, de impedirles de ser elocuentes y de razonar, de llevarles secamente a los hechos y a las pruebas que establecen su causa y el derecho de la parte que representan…”. 
Los mismos abogados, entre los que más pleiteaban, interiorizaron fuertemente esta imagen negativa de los alegatos. Abjuraron la retórica y declararon pleiteando someterse sólo a la ciencia, a la claridad y al silogismo[44].
Se excluyó de este modo la oratoria, en nombre de la nueva ciencia, del campo judicial. Esta perdió pronto su lugar en las facultades, donde se estudiaban los códigos y la jurisprudencia, es decir sentencias desvinculadas de las causas que las habían suscitado (esta situación como se sabe, prevalece todavía en la actualidad). El arte del bien pleitear ya no obedece al método sino a la retórica, considerada como una técnica infamante para que el que la práctica, un arte del engaño en vez del razonamiento. Se relega a la oratoria al rango de un arte menor. Se la reconoce como un género literario antes de denegarle esta calidad porque sobrevive raras veces a la prueba de su transcripción y sólo encuentra verdaderamente a su público en la eficacia fugitiva de la audiencia. Se le compara entonces al litigante al comediante. La oratoria simboliza de alguna forma lo contrario de la razón jurídica. 
La oratoria romántica se dirige de este modo al corazón mucho más que al espíritu, suscita la emoción y la simpatía en vez de la convicción. Esta oratoria encuentra más espacio en lo penal, donde se solicita la piedad y la clemencia, que en lo civil, donde se hace verdaderamente derecho, de manera científica. Se reserva la oratoria preferentemente a orejas no profesionales, y especialmente a los miembros de un jurado, que no conocen derecho y a los que se debe persuadir por otros medios[45].

IX – La Revolución francesa: la disolución del colegio de abogados y el triunfo de la oratoria parlamentaria

La Revolución francesa fue un momento crucial de la historia de Francia y de Occidente que puso fin al Antiguo Régimen, al reinado, a la sociedad de clases y a los privilegios[46].
Durante la Revolución, los alegatos pierden su calidad, en particular por los medios de subsistencia limitados de los abogados y también por lo que Berryer llamaba “la ambulancia”, es decir la necesidad de pleitear todo el día ante jurisdicciones diferentes y alejadas como los tribunales de distrito. Había a pesar de todo claridad y combatividad[47].
Algunos abogados, desconocidos antes de la Revolución, se convirtieron en oradores parlamentarios célebres. Entre éstos, Georges Jacques Danton (1759-1794) que intervenía de forma instintiva. Su físico atlético, su “voz de Esténtor”[48] (según Levasseur) apoyaban sus intervenciones totalmente improvisadas que cautivaban al auditorio. Danton no notaba ni escribía ninguna nota[49].
A pesar de ser manifiestamente tartamudo, Lucie Simplice Camille Benoît Desmoulins (1760-1794) fue un orador conocido.
El sentido de la palabra de los oradores parlamentarios marcaron los espíritus. Algunas intervenciones han quedado grabadas en la historia: “Id a decir a los que os envían que estamos aquí por la voluntad del pueblo, y que sólo nos sacaran de aquí por la fuerza de las bayonetas”[50].
Sin que puedan explicarlo totalmente los historiadores, y cuando contaba en su seno con varios abogados, la Constituyente votó la ley del 16 de agosto – 2 de septiembre de 1790 que suprimió el título de abogado, pudiendo cada ciudadano convertirse en “defensor oficioso”, esto es abogados sin Colegio. Creó de forma paralela el oficio de avoué (procurador) para representar al justiciable ante las jurisdicciones, redactar los escritos y pleitear junto a los defensores oficiosos[51].
En su informe del 17 de agosto de 1789 sobre la organización judicial, el diputado Bergasse indicó:
“Cualquier parte tendrá el derecho de defender su causa personalmente, si lo estima conveniente y para que el ministerio de los abogados sea tan libre como debe serlo, los abogados dejarán de formar una corporación o un colegio, y cualquier ciudadano que ha estudiado y superado los exámenes necesarios, podrá ejercer esta profesión: ya no se tendrá que responder por su conducta que ante la ley”[52].
El defensor oficioso desapareció el 14 de diciembre de 1810, con ocasión del restablecimiento del Colegio de abogados por Napoleón Bonaparte (1769-1821), coronado Emperador de los Franceses en 1804. Sin embargo, Napoleón no se fía de los abogados y no soportaba la posibilidad que puedan pleitear libremente[53].
Cuando Cambaceres (1753-1824) sometió al Emperador el proyecto elaborado por la sección legislativa del Consejo de Estado, Napoleón se negó a firmarlo pronunciando las palabras célebres: 
Este proyecto es absurdo, no permite ningún control, ninguna acción contra éstos, son abusadores y artesanos del crimen y de la traición. Mientras tenga la espada al lado, nunca firmaré semejante decreto; yo quiero que se pueda cortar la lengua a un abogado si se sirve de ésta contra el gobierno”[54].
El Emperador cedió finalmente y firmó el decreto privándole de su independencia al Colegio de abogados: la lista es establecida por el fiscal general y aprobada por el Ministro de Justicia, los miembros del órgano de gobierno y el decano son designados por el fiscal general, la defensa es limitada a la jurisdicción del tribunal en la que el abogado tiene su domicilio profesional. Por último, el abogado prestaba un juramento político:
“Juro obediencia a las constituciones del Imperio y fidelidad al Emperador”[55].

Con la impulsión de Cambaceres, que fue abogado antes de la Revolución, un decreto de 2 de julio de 1812 restableció el monopolio de la defensa de los abogados. Con la Monarquía de Julio, la ordenanza del 27 de agosto de 1830 dio a la defensa la libertad total de expresión y permitió a los abogados, salvo ante los tribunales de jurado (cour d’asisses), pleitear en una jurisdicción diferente de la que estaban vinculados. No podían sin embargo pleitear ante el juez de paz, el tribunal de comercio o el consejo de la prefectura y tampoco podían intervenir en una diligencia pericial o en una expropiación. Salvo si leían un texto, los abogados debían pleitear vestidos con su toga[56].
En lo civil, los alegatos son cortos, eficaces, a veces cargados de anécdotas o de buenas palabras que divertían al juez y se fijaban en su memoria. La discusión es jurídica, técnica y útil. Es en lo penal donde los alegatos marcan los espíritus y la opinión. A los periodistas les gustaba además frecuentar los palacios de justicia y citar a los abogados[57].

 





El empleo de las figuras retóricas en el alegato: de la paradoja a la ironía (I)

El adecuado empleo de los denominados recursos oratorios o figuras retóricas constituye materia que parece olvidada por muchos oradores, quienes no se detienen en su estudio o análisis al considerar que desde su estudio a edad temprana las mismas ya fueron debidamente asimiladas, siendo una pérdida de tiempo detenerse en lo ya aprendido y en lo que, además, se manifiesta de forma natural durante la exposición del alegato.

Nosotros, discrepamos de dicho planteamiento, pues todo orador que pretenda implicarse seriamente en las reglas de la oratoria forense debe conocer las figuras existentes y saber identificarlas para, a la hora de preparar su exposición, introducirlas en su alegato con el fin de presentar las ideas del mismo de forma que alcance una mayor riqueza expresiva y fuerza persuasiva. A mayor abundamiento, es un hecho fácilmente constatable que cuando el jurista se enfrenta al examen de las figuras retóricas con su correspondiente explicación, resulta gratamente sorprendido al comprobar la riqueza de figuras que él mismo suelen emplear en los informes, comprobando esta vez la verdadera finalidad con la que inconscientemente las elaboró. Por lo tanto, acorde con la importancia de la concienciación del orador en múltiples reglas y aspectos a veces casi naturales y que pasan desapercibidos, se impone al mismo un estudio regular de estas figuras y su aplicación ex profeso a su alegato.

No obstante, es preciso realizar las siguientes advertencias en cuanto a su empleo en el informe oral:

1ª.- Las figuras retóricas no pueden sustituir al pensamiento, sino que contribuyen a expresarlo lingüísticamente para que el auditorio lo comprenda.

2º.-  Figuras, las justas, pues es tan perjudicial para el alegato el privar al mismo de figura alguna como adornarlo exageradamente convirtiéndolo en una pieza al desuso.

3º.-  Las figuras deberán emplearse cuando el contenido del discurso lo requiera, es decir, de forma proporcionada y justa. Hay figuras apropiadas para el estilo patético que en un alegato moderado puede distorsionar el mensaje de tal modo que quede ridículo en las formas.

4º.- Las figuras que conllevan cierto desprecio o demérito de personas deberán emplearse muy restrictivamente y sin caer en la vulgaridad o la ofensa. Un ejemplo claro de esto es el uso desafortunado del sarcasmo.

A continuación vamos a examinar brevemente las diversas figuras que se emplean con mayor frecuencia en el foro[1].

Figuras descriptivas

A través de las mismas el orador pretende suministrar al auditorio una exposición más clara y expresiva, haciendo el mensaje más comprensible y digno de atención.

Descripción: A través de la descripción el orador presenta al auditorio lugares, personas, cosas, etc… con tal fidelidad que el oyente puede representarse en su mente con facilidad el objeto descrito. Por ello debe ser clara, ordenada y veraz y proporcionada al discurso.

La descripción, bien realizada, produce un gran impacto en el auditorio, ya que se está trayendo a la sala una realidad exterior que ya ha acaecido y sobre la que versará el debate. El uso de adjetivos y uso del presente (aunque tratemos con situaciones pasadas) es muy recomendable, siendo una figura muy apropiada para la narración.

Cuando la descripción se refiere a los aspectos físicos, morales o intelectuales de una persona estamos hablando de la figura denominada retrato.

« No teniendo suficiente con su execrable crimen, el acusado, tras escuchar los ahogados gemidos de los menores que yacían ocultos bajo el viejo camastro del propio homicida, volvió sobre sus pasos, dejando a un lado el cuerpo ensangrentado sin vida de su esposa, y con la frialdad que solo se espera de una alimaña, sacó a la fuerza a las pobres criaturas de su escondite y con un ensañamiento inconcebible les asestó hasta doce puñaladas que acabaron con sus vidas, consumando con ello el exterminio de su familia».

Enumeración: Consiste en la presentación de una idea por partes siguiendo un determinado orden. A través de la enumeración se aporta claridad y precisión al discurso.

«El demandado, abusando de su cargo, no sólo se dedicó a falsificar los documentos que sustrajo de las oficinas del gerente, sino que acto seguido los empleó para consumar la apropiación de los fondos denunciada. Dos son pues los delitos que habremos de considerar…».

Narración: La narración es la exposición ordenada de un hecho o suceso basado en la reconstrucción histórica y verídica del mismo. Se caracteriza por ser breve, clara, ordenada (normalmente de forma cronológica) y proporcionada al objeto de nuestro discurso.

La narración es un elemento esencial del informe del abogado, remitiéndonos a todo lo expuesto en el capítulo V sobre la división del informe.

Comparación: A través de la comparación se expresan las semejanzas que pueden existir entre dos ideas, personas u objetos. A través de este recurso se aporta claridad al concepto comparado especialmente en asuntos de difícil comprensión.

«El acusado cayó sobre su prometida como una alimaña herida y no cesó en asestarle puñaladas hasta que acabó con su vida».

Antítesis: La antítesis, contraria a la comparación, supone en anteponer una a otra idea para conseguir resaltar aquella que estamos defendiendo.

«Mientras que el Sr. Faustino concluía a altas horas de la noche con toda laboriosidad el encargo realizado y cuya entrega se exigió con tanta vehemencia, el demandado se dedicaba a malgastar sus cuartos a sabiendas que, llegado el día siguiente, carecería de liquidez para cumplir con su obligación».

En un próximo post continuaremos con las figuras patéticas, lógicas e ingeniosas.
 

[1]      Existe mucha literatura acerca del empleo de las figuras retóricas en oratoria forense. Tras un estudio de la misma nos hemos decantado por seguir la exposición realizada por Diego L. MONASTERIO, Nuevo Manual de Retórica Parlamentaria y oratoria deliberativa, Konrad ADENAUER STIFTUNG, 2010. Seguiremos la clasificación de este autor por considerarla más adecuada a efectos de una exposición simple como la que planteamos.

 



El empleo de las figuras retóricas en el alegato: de la hipérbole al énfasis (II)

Figuras patéticas

A través de estas figuras, el orador expresa sus pasiones y sentimientos con el fin de impactar al auditorio.

Apóstrofe: Consiste en dirigirse a persona diferente (presente o ausente) del auditorio de forma habitualmente inesperada.

«Esto es inaceptable (dirigiéndose a la parte contraria), y usted lo sabe... ¡Faltar a su compromiso cuando toda la población había movido cielo y tierra para adecentar las calles del municipio! ¿Cómo puede justificar tal conducta?».

Conminación: A través de esta figura, con un claro sesgo intimidatorio, se pretende amedrentar al auditorio advirtiendo de las consecuencias que podrían producirse de actuar de un modo específico.

«A la vista de la claridad de los hechos acreditados, no duden señores y señoras miembros del jurado, que de absolverse al acusado, nuestra sociedad tendrá una razón más para sentirse insegura y en peligro ante la tesitura de encontrarse en la calle con personas como el hoy acusado».

Deprecación: La deprecación es una expresión insistente de un deseo a través de una súplica vehemente.

«Y si su recta decisión alcanza a la condena de este hombre, pido y suplico, con la convicción que me da el saber que la virtud de la clemencia adorna a sus ilustrísimas, que el fallo permita al acusado conservar la vida....».

Imprecación: Con ella formulamos airadamente votos y deseos de que se produzca un perjuicio sobre alguien.

«Esperamos y deseamos que todo el peso de la Ley caiga sobre el acusado, y que a través de la penitencia merecida, el sufrimiento y penar que padezca, le ayude a arrepentirse de lo que hoy se jacta».

Exclamación: MAJADA lo define bellamente como el desahogo de los afectos y de la emoción, viva manifestación de la agitación del espíritu.

« ¡Jamás, jamás podrá volver a ver!, ¿No es suficiente esta desgracia para ocultar la soberbia y arrogancia mostrada ante la paciencia e incredulidad de los presentes?».

Hipérbole: A través de la hipérbole exageramos o deprimimos personas, hechos o cosas hasta límites inveraces con el fin de llamar la atención del auditorio sobre la importancia del asunto, consiguiendo a su vez impresionar al mismo.

«Su actuación en prevención del crimen fue tal, que de no haber actuado a tiempo, el acusado habría dado buena cuenta de la vida y honra de todos los parroquianos y, si me apuran, del conjunto de los habitantes de la comarca».

Personificación: Atribución de cualidades humanas a cosas inanimadas o abstractas y por tantos carentes de sentimientos.

«Tal fue el daño causado con tan inoportuna filtración, que la bolsa, agitada por la noticia, se sensibilizó de tal forma, que los valores cayeron a números desconocidos en la historia de la compañía».

Interrogación: Este recurso nos permite realizar y destacar una afirmación a través de una pregunta que se hace a sabiendas de que no obtendrá respuesta de terceros. Es la denominada pregunta retórica, a través de la cual el orador introduce su propia convicción, esta vez acentuada por la figura, impresionando al auditorio con la fuerza pasional que conlleva.

«Y nos preguntamos ¿si no sabía que la vivienda estaba ocupada en el momento de la transmisión, por qué el testigo ha afirmado que la primera semana de marzo aquel le concedió un mes para el desalojo?».

Y como no, la famosa pregunta de CICERÓN:

¿Hasta cuándo, por fin, abusarás, Catilina, de nuestra paciencia?

Subyección: En este caso, semejante a la interrogación, se realiza por el orador una pregunta y se ofrece a continuación la respuesta. Este recurso es de extraordinaria utilidad para el abogado, pues a través del mismo se anticipa a las objeciones del rival, convirtiéndolas en preguntas que va respondiendo, previo un análisis argumentativo del caso. Al igual que la interrogación, la subyección es un recurso muy apropiado para mantener la atención del auditorio y hacerlo participar en el proceso oratorio.

«¿Por qué prescindió de su consentimiento? Pues sencillamente porque el demandado era consciente de que dicho acto no beneficiaría a su hermano».

Figuras lógicas

Estas figuras buscan ofrecer más claridad y fuerza argumentativa a las ideas presentadas a través del alegato.

Simplificación: Consiste en sintetizar las ideas para conceder mayor sencillez y claridad al mensaje.

«En definitiva, no habiendo atendido los pagos aplazados con anterioridad a la presentación de la demanda, el actor carece de facultades para el ejercicio de la acción entablada».

Amplificación: Consiste en expresar una idea desde diversos puntos de vista, opiniones o perspectivas, normalmente bajo un prisma más grandilocuente que el pensamiento amplificado.

«En apariencia, el vehículo era ideal. Todo atraía del mismo, su diseño, su color, el sonido del motor e incluso el precio. De esta forma, el acusado logró encandilar a ...».

Gradación: Las ideas se expresan ordenadamente siguiendo una progresión hasta alcanzar la idea pretendida. Puede emplearse de forma aumentando o disminuyendo la gradación.

«El actor afirma vehementemente la prueba de los hechos, sin embargo, éstos aparecen inicialmente desdibujados; luego, se esconden en la niebla del olvido de los testigos para, finalmente, desaparecer con la prueba pretendida».

Anticipación: Consiste en la refutación anticipada de un argumento u objeción que probablemente se realizará por el auditorio.

«Probablemente el demandado nos dirá que actuó movido por el interés de beneficiar a sus socios, pero lo cierto es que ha quedado demostrado que actuó simple y llanamente en su propio beneficio».

Paradoja: Figura de pensamiento que consiste en emplear expresiones o frases que expresan contradicción, de forma que se destacan aún más ambos conceptos o uno de ellos.

«Mientras más deuda contraía con la entidad, embotando el filo de su economía, más dilapidaba éste su patrimonio como si de un nuevo rico se tratase».

Sentencia: Es una reflexión sobre un tema general expresado de forma sucinta y muy precisa. La sentencia comprende el apotegma (sentencia de un autor conocido), la máxima o consejo moral; los dichos, refranes y que encierran una enseñanza procedente del pueblo.

«Por lo tanto, acorde con la máxima prior tempore potior iure el derecho de propiedad de....».

Concesión: Puede entenderse como el reconocimiento de un argumento ajeno que no nos perjudica o la aceptación fingida de un pensamiento ajeno que posteriormente desvirtuamos. En ambos casos se obtiene una impresión de gran seguridad y confianza.

«Cierto, podríamos admitir que mi cliente se ausentaba de manera reiterada del hogar familiar, pero ello jamás podría justificar la desproporcionada decisión adoptada por su cónyuge con desprecio a los más elementales fundamentos de la institución».

Figuras ingeniosas

A través de las mismas, guiadas por el ingenio, se presenta un pensamiento como velado y oculto, realzándolo en provecho del orador.

Perífrasis: También conocido como rodeo discursivo o circunloquio, consiste en expresar en muchas palabras aquello que podría exponerse de forma mucho más sencilla.

«Y poco después de la brutal agresión, el esposo dio el último suspiro».

Ironía: Consiste en dar a entender lo contrario de lo que se está expresando, con una finalidad de demérito del objeto de la ironía. Cuando ésta adquiere caracteres mordaces estamos ante el sarcasmo.

«Claro, y si no se le hubiera requerido, probablemente el acusado se habría personado con el importe adeudado más los intereses pactados en casa del Dr. Gómez por su sola voluntad».

Preterición: Por medio de esta figura el orador manifiesta que no tiene interés de hablar sobre determinado asunto pero, en realidad, lo hace a través de la misma figura.

«No queremos agotar a este digno Tribunal, y por ello no vamos a volver a entrar en examinar cómo ha empleado el demandado la mala fe en este proceso»

 


El informe oral ante el Tribunal del Jurado (colaboración economistjurist.es)

por Óscar León.

I.- La especialidad del jurado

El Jurado[1], como todo auditorio forense integrado por personas físicas, condiciona notablemente el discurso del abogado, por lo que es esencial conocer sus particularidades, ya que con este bagaje nos será más fácil transmitir nuestro informe oral de una forma más convincente y persuasiva. Para ello, a continuación vamos a examinar algunas de sus especialidades.

La primera característica del jurado reside en que sus miembros carecen del hábito de escuchar, pues siendo un arte que requiere tiempo y experiencia, no podemos esperar que éstos, obligados a permanecer en sala por imperativo legal, estén en disposición plena de escuchar todo lo que ocurre durante el juicio. Con ello nos referimos a que la atención de un integrante del jurado es limitada debido a que no tiene experiencia en la escucha en un contexto como el judicial, por lo que es difícil para ellos mantener la atención constantemente.  Ello nos lleva a que tendremos que emplear técnicas que garanticen poder alcanzar su atención en los momentos claves.

En segundo lugar, el jurado carece de técnica jurídica, por lo que el abogado deberá encargarse a través de su informe, que aquel comprenda perfectamente el mensaje que estamos transmitiendo. Todo abogado que intervenga ante un jurado no debe olvidar que hablamos ante gente lega, no especializada, que quiere que le hablen con claridad, sencillez y sin tecnicismos. En consecuencia, siempre que sea posible, y si no podemos, habrá que hacer comprender algunos términos y conceptos con ejemplos aclaratorios, pero nunca podremos dejarlos perdidos ante una terminología que desconocen.

En tercer lugar, hemos de considerar que el jurado carece de la capacidad de enjuiciar que dispone un juez técnico, es decir, el jurado, a diferencia de éste, prestará mucha atención a la forma en la que se expongan los argumentos, más incluso que al contenido argumental del mismo. Ello no supone que no sean relevantes los argumentos jurídicos, que lo son, lo que ocurre es que, ante su falta de experiencia, el jurado dará mucha importancia a los elementos periféricos de la exposición, pues le causará una mayor impresión la forma en la que le sean expuestos dichos argumentos.

II.- La transmisión del mensaje al jurado

 Partiendo de las ideas precedentes, para conseguir la atención del jurado es necesario que nuestro informe sea conciso, evitando reiteraciones innecesarias, hay que ir literalmente al grano para no agotar al jurado quien, recordemos, no está acostumbrado a estos «excesos».

 Para paliar el desconocimiento de la técnica jurídica por el jurado, el informe debe estar construido con un lenguaje sencillo, no necesariamente coloquial, pero que sea entendible por cualquier persona. Igualmente,  hay que evitar términos técnicos salvo que ello sea imprescindible, y en tales casos hay que explicarlos, pero sin emplear un tono paternalista que pueda incomodar al jurado. Aquí la regla es ser humilde y buscar siempre la claridad y sencillez.

Por otro lado, para que el jurado entienda perfectamente el mensaje, este debe estar ordenado, y ello se consigue a través de una gran capacidad de síntesis, siguiendo un orden claro en la exposición de los argumentos, debiendo evitarse a toda costa digresiones, incisos o paréntesis.

En cuanto a falta de capacidad de enjuiciar de los jurados, la mejor medicina es que el abogado actúe con seguridad, logrando desde la primera intervención un claro canal de comunicación con todos sus miembros. Por ello, hay que tener sumo cuidado con las confusiones, dudas, titubeos, muletillas, etc. Ello es así, dado que el jurado, a diferencia del juez técnico, ante la falta de contundencia olvidará escuchar el fondo argumental y se centrará, como ya he anticipado, en aspectos periféricos que acompañan a la comunicación y que, de ser negativos, distraerán su atención. Por el contrario, si se emplea contundencia, qué duda cabe que el jurado se centrará en el mensaje que no genera distracción alguna.

Igualmente, como señala VICENTE TOVAR hay otros elementos de la comunicación del lenguaje que hemos de destacar cuando nos dirigimos a un jurado[2]: la honestidad, destacar contradicciones, fomentar la empatía y realizar alusiones a la presunción de inocencia.

Comenzando por la honestidad en el informe, nos referimos con ello a la necesidad de no mentir ni tergiversar descaradamente sobre material probatorio, pues de lo contrario perderemos en credibilidad. El jurado podrá ser lego, pero ha presenciado el desarrollo de la vista y sabe cuáles han sido los hechos que han quedado acreditados, por lo que cualquier falsedad podrá afectar al resto de la argumentación. A diferencia de un juez técnico, que percibirá el engaño pero dictará su resolución de acuerdo con el resultado probatorio real, el riesgo de que el jurado no olvide cualquier mentira, puede socavar el peso de una verdad, por muy bien argumentada que esté.

Igualmente, a la hora de informar, el abogado deberá refutar la argumentación adversa desacreditando sus argumentos o mostrando las inexactitudes de su defensa, bien a priori como a posteriori, pues así reduciremos notablemente el impacto de la misma cuando se realice por el contrario. De esta forma, lo desacreditaremos y proyectaremos una sombra de falta de credibilidad.

Ser empático con el jurado significa conseguir hacer que este viva y entienda la experiencia del acusado o de la víctima, pues familiarizándolos con sus respectivas situaciones, podrán entender las razones de su actuación, lo que suele estar muy relacionado con los planteamientos defensivos que se desarrollan en estos casos. Si apelamos al sentido común y nos dirigimos al corazón del jurado, este será mucho más accesible que el de un juez técnico.

Finalmente, es una buena regla para el abogado de la defensa apelar constantemente a la presunción de inocencia y al principio «in dubio pro reo», pues sobre estos principios va a girar un veredicto de inocencia o culpabilidad, y mientras más presente lo tengan, mucho mejor para la defensa.

III. La importancia del empleo de la emoción ante el Jurado: “un inocente prefiere un juez y un culpable a un Jurado”

 El jurado, debido a su falta de conocimientos jurídicos y de su inexperiencia en el arte de enjuiciar, es claramente vulnerable al empleo de la emoción y de los afectos.

Si bien la convicción y persuasión del jurado dependerá de la contundencia de la argumentación racional, es indiscutible es que será muy influenciable por los aspectos emocionales de la defensa. No obstante, el argumento racional siempre será fundamental, es decir, el dirigido a la inteligencia del jurado, pero el dirigido al corazón, en casos dudosos puede tener un efecto clave en el resultado del procedimiento.

Por todo ello, si bien hemos de emplear siempre los argumentos racionales más poderosos, es recomendable dejar para el final de la exposición una llamada a la emoción y los afectos que puede tener un veredicto determinado en perjuicio del acusado, su familia, la sociedad, etc.

“Hay que apelar al corazón del jurado, y para ello hemos de tener cuidado en medir nuestra vehemencia, evitando exaltarnos más de lo debido perdiendo la compostura”.

En definitiva, hay que apelar al corazón del jurado, y para ello hemos de tener cuidado en medir nuestra vehemencia, evitando exaltarnos más de lo debido perdiendo la compostura. Creo que la clave está en la naturalidad al expresar lo que se siente, y lo demás vendrá por añadidura.

 
[1] Emplearemos Jurado en mayúsculas para designar al tribunal y jurado para hacerlo con sus integrantes.

[2] Algunas claves para saber gestionar con éxito un juicio con jurado. MADRID, 07 de FEBRERO de 2014 – LAWYERPRESS. Vicente Tovar, Magistrado en Excedencia, Abogado de Medina Cuadros.

 


Elocuencia judicial. 
En la mitología griega, Calíope (en griego antiguo Καλλιόπη Kalliópê, ‘la de la bella voz’) es la musa de la poesía épica y la elocuencia.Se la representa con las características de una muchacha de aire majestuoso. A veces lleva una corona dorada o guirnaldas, una trompeta en una mano y un rollo de pergamino en la otra


elocuencia
Del lat. eloquentia.

1. f. Facultad de hablar o escribir de modo eficaz para deleitar, conmover o persuadir.

2. f. Eficacia para persuadir o conmover que tienen las palabras, los gestos o ademanes y cualquier otra acción o cosa capaz de dar a entender algo con viveza. La elocuencia de los hechos, de las cifr

Historia de la elocuencia judicial. 

- De las polis y civitas del mundo antiguo, Atenas y Roma son de particular importancia para la historia de la elocuencia jurídica. En Atenas, la elocuencia jurídica alcanzó un alto grado de desarrollo debido al sistema político libre ya la existencia de cortes populares (Heliastas).

 Inicialmente, los oradores judiciales (logógrafos) solo preparaban discursos, y las partes debían hacerlos, ya que según las leyes de Solón, cada ateniense debía defender su propio caso. Gradualmente, esta ley fue abandonada y los oradores judiciales recibieron el derecho de hablar en la corte en persona, al principio como amigos del litigante. 

Demóstenes



Esquines


Los oradores judiciales atenienses más notables son Lisias (el mejor logógrafo), Iseo, Licurgo, Hipérides, Esquines; este último, en el apogeo de su gloria, fue el rival de Demóstenes, el mayor orador del mundo antiguo, cuyos discursos políticos oscurecen un tanto sus discursos judiciales. 
Demóstenes chocó constantemente con Esquines, quien dirigió el famoso proceso de ofrenda floral en su contra (negando el derecho de Demóstenes a este premio por servicios al estado); sobre este proceso, se escribió uno de los mejores discursos de Demóstenes, quien obtuvo una victoria decisiva. 
Cicerón


En Roma, el florecimiento de la elocuencia jurídica, además de político, coincide con el último período de la república y termina con él. Los discursos de Catón, Craso, Hortensio ya atestiguan la brillantez de la elocuencia romana; recibió su máxima expresión en los discursos de Cicerón, quien durante muchos siglos siguió siendo la mayor autoridad en el campo de la oratoria. 

Los discursos judiciales de los oradores griegos y romanos merecen ser estudiados tanto por la elegancia de su forma externa como por la riqueza de su contenido. Hacen una presentación ejemplar del caso, las pruebas se someten a una evaluación exhaustiva y se utilizan todos los medios de oratoria conocidos para influir en los jueces. Posteriormente, en una época de decadencia, la elocuencia en Roma perdió sus ventajas. 
En la época del imperio, no había necesidad de abogados para cautivar y convencer; el foro estaba vacío, las sesiones de los tribunales se trasladaron a locales cerrados e inaccesibles para los extraños; los jueces del pueblo fueron reemplazados por funcionarios. 
En consecuencia, se requería de abogados, principalmente, no oratoria, sino destreza práctica, conexiones y riqueza. La elocuencia jurídica degeneró en frases floridas y sin sentido.

Las edades medias.

Con su régimen feudal, sistema de clases, ignorancia de las masas y su alejamiento de los asuntos públicos, no pudieron contribuir al desarrollo de elocuencia: cuando incluso en los tribunales los casos se decidían por la fuerza (duelos judiciales), la palabra no tener mucho significado. 
Las muestras de elocuencia de la Edad Media que nos han llegado pertenecen a francófonos, cuyas actividades se vieron favorecidas por el establecimiento de parlamentos judiciales. El habla medieval testimonia la imitación servil e inepta de los modelos antiguos, el predominio exclusivo de la forma exterior; la oratoria de entonces estaba lejos de la vida, un ejercicio escolástico. En los discursos, la evidencia se seleccionaba según signos externos, en un número determinado, por ejemplo. En honor a los 12 apóstoles se compilaron 12 pruebas, de las cuales 3 fueron citas de Santos padres, 3 de la Sagrada Escritura, etc. 

En los siglos XVI, XVII y XVIII.

Francia, continuó manteniendo una posición de liderazgo en el campo de  elocuencia jurídica habla francés. 

Los abogados de los siglos XVII y XVIII

El desarrollado según las reglas de la retórica clásica, modelada principalmente en Cicerón, pero al mismo tiempo bajo la fuerte influencia de las tendencias sociales y literarias de la época: en el siglo XVII. - así llamado falso clasicismo, en el siglo XVIII. - sentimentalismo y enseñanzas filosóficas de los enciclopedistas. Desde el exterior, se distinguen por la corrección de su construcción, se dividen en un número fijo de partes; a menudo contienen expresiones innecesariamente grandilocuentes, giros tomados de oradores antiguos, citas latinas, que recuerdan obras medievales escolásticas. 
En el siglo XVII, solo unos pocos abogados pudieron evitar, en cierta medida, estas deficiencias, dando a sus discursos  un tono vivo, apariencia cautivadora y adecuar su contenido a las circunstancias del caso, sin sobrecargar el discurso de erudición y verbosidad. 
Olivier Patru (1604 - 16 de enero de 1681) fue un
abogado y escritor francés. Nació y murió en París.


Los abogados más destacados del siglo XVII. Se consideran Lemaitre y Patru. 

Discursos de abogados en el siglo XVIII.

Se diferencian de los discursos de sus predecesores en una mayor libertad de formas convencionales, divagaciones líricas sentimentales, menos textos latinos, sustituidos por argumentos de carácter filosófico general y cuadros arrebatados a la vida moderna.

 De los juristas franceses del siglo XVIII

los más famosos son de Sacy, Cochin, Norman, Loazeau de Moleon, Gerbier y Lange. La gran mayoría de los abogados no hacían sus discursos, sino que los leían a partir de notas, por lo que, en esencia, eran un tipo especial de creatividad literaria.

En siglo XIX.
Gustave Louis Adolphe Victor Aristide Charles Chaix d'Est-Ange fue un
 abogado y político francés , nacido en Reims el 11 de abril de 1800,
 murió en París el 14 de diciembre de 1876.


 La lectura de discursos cayó en desuso; la elocuencia se liberó del sometimiento a formas clásicas y escolásticas ajenas al espíritu moderno. Al mismo tiempo, el contenido de los discursos judiciales comenzó a estar determinado únicamente por las peculiaridades del caso y su significado, lo que aseguró un mayor desarrollo de elocuencia, la variedad de discursos y su individualidad, según la naturaleza de los hablantes. . 
En el siglo XIX, Francia produjo toda una serie de notables oradores, muchos de los cuales fueron al mismo tiempo figuras políticas: en la primera mitad del siglo, Berrier, Shay d'Est Ange, los hermanos Dupin, en la segunda parte, Jules Favre, Gambetta, Lachot, Betmont, Liouville y Dr. Gambetta fue principalmente un orador político; así que permaneció en la sesión del tribunal, utilizando el caso sólo como punto de partida para mantener algún principio general. Jules Favre, también político y orador, asignó un lugar mucho más importante a la defensa, que consideraba un medio de proteger la ley dondequiera que estuviera en peligro. Sus discursos, cuidadosamente elaborados, se basan en un estudio exhaustivo del material.  Habló con frecuencia sobre delitos de prensa y casos de divorcio; quizás, dependiendo de esto, sus discursos parezcan algo monótonos, en muchos de ellos no hay inspiración. Su mejor discurso  sobre el caso Orsini, en el que mostró sus mejores cualidades: fuerza, brevedad, sencillez y sinceridad. 
Léon Michel Gambetta (Cahors, 2 de abril de 1838 - Ville-d'Avray, 31
de diciembre de 1882) fue un político  y abogado francés.


El mayor abogado de la primera mitad del siglo XIX, según los contemporáneos, fue Berrier, cuya principal fortaleza era el encanto personal; al leer sus discursos, no causan una fuerte impresión: están descuidadamente recortados, demasiado levantados y estirados. Lachot era particularmente experto en influir en los jurados. No se elevó por encima del nivel medio de moralidad, no elevó las cosas a la categoría de fenómeno social, pero conocía perfectamente el medio en el que actuaba, su cosmovisión, simpatías y antipatías. 

En Inglaterra, las mejores fuerzas se dieron enteramente a la elocuencia política y espiritual, la elocuencia quedó relegada a un segundo plano, y hasta ahora la elocuencia política ciertamente prevalece sobre la judicial.
Ferdinand Lassalle (Breslau, Prusia, 11 de abril de 1825 - Carouge, Suiza, 31 de agosto de 1864) fue un abogado, filósofo, jurista y político socialista alemán de origen judío, recordado como el iniciador del movimiento socialdemócrata en Alemania
foto de la época


En Alemania durante mucho tiempo no hubo terreno para ninguna clase de elocuencia, excepto la espiritual. El desarrollo de elocuencia jurídica comenzó después de los hechos de 1848, pero hasta ahora la defensa alemana no ha dado oradores cuya fama hubiera traspasado las fronteras de su país. La única excepción es Lassalle, quien también es notable como orador judicial.


Teoría de la elocuencia jurídica. 

S. la elocuencia es una parte de la oratoria, cuyas reglas generales le son aplicables; pero al mismo tiempo hay algunas características creadas por las condiciones de oratoria jurídica. 

En términos de  elocuencia jurídica,, se pueden considerar aplicando la división aristotélica de los discursos en 5 partes (introducción, programa del discurso, presentación, prueba y conclusión). 

No hace falta decir que, de acuerdo con las circunstancias del caso y el volumen del discurso, el número de sus partes y su disposición pueden y deben cambiar. En este sentido, el orador debe guiarse únicamente por el principio de elocuencia. 

La introducción del discurso sirve para preparar a los oyentes, para introducirlos en el tema del discurso; las primeras frases fallidas pueden debilitar la impresión de todo el discurso. La introducción suele pronunciarse en un tono tranquilo; las excepciones son los comentarios provocados por los discursos desenfrenados de los oponentes y los discursos en los juicios en los que el orador se refiere principalmente a los sentimientos de los jueces, con la esperanza de lograr la indulgencia de esta manera. 
El tema de la introducción es el interés del caso, su trascendencia social, apelación a los jueces, aclaración de cuestiones controvertidas, cuya resolución preliminar es necesaria para el éxito de la argumentación del orador, la eliminación del prejuicio de los jueces, la debilidades del discurso del oponente y, finalmente, una breve descripción del evento en sí, que permite proceder de inmediato al análisis de los detalles individuales del caso, etc.

 El programa de discurso establece el orden de presentación y describe las secciones del discurso, su secuencia, significado e interconexión. En el programa del discurso de elocuencia., se describen las características tanto legales como cotidianas y psicológicas de este caso. La presentación consiste en una descripción del hecho y características de los involucrados en el caso. 

En un juicio por jurado moderno, que evalúa no sólo el acto, sino también al actor, las características son importantes, ya que de la forma en que actúa una persona, la probabilidad de cometer un delito depende de sus propiedades, hábitos y opiniones. Sin embargo, la investigación de la personalidad en los tribunales no debe ir más allá de lo necesario para determinar la verdad. La derogación de esta regla, a veces permitida en los discursos de los abogados franceses, crea una atmósfera falsa en el tribunal, e introduce innecesariamente a los jueces en la vida íntima del acusado o de otras personas.

 La descripción de un evento en casos complejos no debe ser solo un simple recuento o repetición de las circunstancias del caso, sino un cuadro consistente y completo en el que se evalúan y ponen en su lugar todas las circunstancias establecidas por elocuencia por la investigación. La evidencia es un departamento extremadamente importante del habla elocuencia .; en otros casos, puede consistir solo en esta sección con la adición de algunas frases introductorias o finales. El orador debe, para convencer al tribunal, lograr en su discurso el llamado. certeza procesal, excluyendo motivos razonables para dudar de la corrección de las conclusiones. Si tal duda no se elimina,  discurso no ha alcanzado su objetivo. 

La carga de la prueba en un juicio recae en la acusación; por lo tanto, en un discurso defensivo, uno puede limitarse a refutar los argumentos del oponente. La evidencia debe organizarse de modo que los débiles no oscurezcan a los fuertes; es mejor, por tanto, evitar la acumulación de argumentos, o al menos señalar cuáles de ellos son de importancia primaria y cuáles de importancia secundaria. 
La dignidad de la  elocuencia jurídica también requiere que el oponente no use la torpeza del oponente en detrimento de la verdad y en contra de su convicción. La ubicación de la evidencia en los discursos está determinada por los detalles del caso; la regla generalmente aceptada establecida por Cicerón y Quintiliano es no comenzar con pruebas débiles, dejándolas para el final, cuando los jueces ya han sido debidamente impresionados; por el contrario, al refutar los argumentos del oponente, se considera ventajoso comenzar con su prueba más débil. Si el discurso es extenso, se considera útil terminar con un breve resumen de las pruebas presentadas y recordar el curso de la argumentación en la memoria de los jueces. 

La conclusión de los discursos jurídicos sirve para expresar las exigencias y conclusiones finales del orador: aquí se resumen los resultados de lo dicho, se asestan los últimos golpes al enemigo, el orador intenta por última vez fortalecer las posiciones apoya en la mente de los jueces. 
La conclusión es necesaria solo en los discursos  extensos, pero incluso en este caso debe ser breve, porque de lo contrario los jueces pueden no captar la conclusión principal y los requisitos. La conclusión a menudo se pronuncia en un tono elevado: el estado de ánimo del orador naturalmente alcanza su mayor aumento en el momento decisivo de la oratoria  juridica, hace el último esfuerzo para convencer a los jueces de la corrección de sus puntos de vista e influir en sus sentimientos, por lo que recurre a un medio tan fuerte como el patetismo.


Berryer, «Leçons et modèles d’éloquence judiciaire»
Munier Jolain, «Les époques d’éloquence judiciaire»;
Le Berquier, «Le barreau français»; 
Roger et Allon, «Les grands avocats du siècle»;
Ajam, «La parole en public»; 
Paignon, «Eloquence et improvisation»; 
Schall u. Bayer, «Vorschule der gerechtlichen Beredsamkeit»; 
Frydman, «Systematisches Handbuch der Vertheidigung»; 
Ortloff, «Die gerichtliche Redekunst»;
 

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