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158).-La profesión más difícil es la de abogado.-a

ana karina gonzalez huenchuñir

huenchuñir

Releyendo uno de los capítulos del libro SOBRE EL ALMA DE LA TOGA, libro escrito por varios autores en homenaje a la obra de Ángel Ossorio y Gallardo, me topé con una cita del autor consistente en el texto de la respuesta que cuentan dio un experimentado jurista cuando le preguntaron sobre el grado de dificultad de las profesiones que se ejercen en el foro, la cual paso a transcribir:

“La profesión más difícil de todas es la de abogado de la parte demandante, porque estudiar el caso con objetividad a partir de la versión subjetiva del cliente, decidir si se promueve o no el procedimiento, prever los argumentos que pueda esgrimir la parte contraria, valorar con qué prueba se cuenta, hacer acopio de materiales y de argumentos, plantear bien la demanda, saber qué se dice y cómo, qué no se dice y por qué, cómo se articula la pretensión, de qué manera se fundamenta y cómo se concreta la petición en el suplico, requiere de una gran formación, rigor y destreza, y es algo de lo que depende, no ya la precisa delimitación de lo que será el objeto del proceso, sino también, en buena medida, el éxito mismo del pleito que se entabla. Le sigue en dificultad la de abogado de la parte demandada quien, en el corto plazo para contestar a la demanda, debe estudiarla, contrastar su contenido con lo que le ha contado su cliente, plantearse con objetividad la situación, decidir si conviene allanarse u oponerse, resolver cómo contesta, qué excepciones aduce, qué hechos admite o niega y cómo delimita con sus alegaciones lo que conformará el objeto del debate, todo lo cual requiere no menos habilidad, preparación y experiencia que la de su colega y oponente.

En tercer lugar se encuentra la de juez de primera instancia, quien, partiendo de aquellos escritos de demanda y de contestación, debe fijar el verdadero objeto de la controversia, interpretar y valorar la prueba producida, y dirimir la contienda dictando una sentencia ajustada a derecho que dé respuesta exhaustiva y congruente a las cuestiones planteadas por las partes, para lo que hace falta no sólo una adecuada preparación jurídica, sino también gran sensatez y formación humana.

Después, tal vez a cierta distancia de las anteriores, se hallaría la posición del magistrado de la Audiencia Provincial, pues siendo, como es, muy importante su función, cuenta con varios y precisos elementos para desempeñarla con acierto, como son una sentencia de primera instancia que ha resuelto motivadamente el debate planteado en la demanda y en la contestación, un razonado escrito de interposición del recurso de apelación el que se concreta la disconformidad de la parte recurrente con el contenido de aquella sentencia, y otro escrito, también fundado, de impugnación de ese recurso, quedando, en fin, reducida su actuación jurisdiccional a la adopción de una decisión que está delimitada por el conocido brocardo tantum appellatum quantum devolutum.

Y ya por último, para más altas instancias, casi podría servir cualquiera……..”

Genial, ¿no?…

Dejando de lado el insalvable humor y gracejo de la respuesta, he traído la misma al blog ya que expresa de una forma tan magistral la dificultad del trabajo que realizamos los abogados. El realismo, la claridad y la contundencia con la que el viejo jurista define el trabajo que el abogado desarrolla para la preparación de la acción a entablar o de su respuesta (ojo, que todavía quedaría la audiencia previa, el juicio, apelaciones, etc.) demuestra con creces el trabajo difícil y complejo que llevamos a cabo los abogados como operadores jurídicos que somos.

Y este conocimiento de dicha dificultad es esencial para fomentar la autoestima profesional de los abogados. Tenemos que ser conscientes (y no darlo por hecho) de que detrás de nuestra importantísima función en un Estado de Derecho, actuamos con una laboriosidad extraordinaria, realizando un trabajo comprometido, responsable y extenuante, que en muchas ocasiones ni siquiera alcanza la recompensa merecida, y que se repite día a día en escenarios y contextos diferentes en los que lidiamos con sentimientos y emociones de toda clase.

De este modo, para preservar el valor de nuestra profesión, es muy importante, insisto, que los abogados no solo seamos conscientes de nuestro esfuerzo, sino que valoremos la grandeza que ello representa para nosotros como personas y para nuestro colectivo.

Por ello, no debemos escatimar esfuerzos en transmitir permanentemente a los demás qué es lo que hacemos y cómo lo hacemos, lo que sin duda contribuirá a sensibilizar a la sociedad del valor y mérito de nuestra honorable profesión. Así que, si te animas, ¡comparte el post con otro compañero!

Por cierto, por si queda alguna duda, el autor del capítulo del que tomé la cita no es un abogado, sino un Magistrado.

 

El efecto Pigmalión ¿ Por qué no aplicarlo en nuestros despachos?

por Óscar León

Pigmalión, escultor que vivía en la isla de Creta, esculpió una estatua tan perfecta y tan bella, que se enamoró de ella y rogo a los Dioses que le dieran vida y sensibilidad para poder hacerla su esposa. Apiadada de la pasión amorosa de Pigmalión, la Diosa Afrodita concedió su deseo dando vida a la estatua, una joven bellísima, de nombre Galatea, a cuya boda con Pigmalión se cuenta que asistió la propia Afrodita…

Este mito, partiendo de la capacidad de superación que mostró Pigmalión al realizar una escultura perfecta, ha sido empleado por psicólogos, sociólogos, empresarios y deportistas bajo el conocido como efecto Pigmalión para explicar el funcionamiento del comportamiento humano, especialmente para la determinación de lo que las personas pueden llegar a ser a través de la consecución de nuestros objetivos.

En relación con este mito, he tenido ocasión de leer la obra del Neurólogo Pedro Bermejo, Neuroeconomía Cómo piensan las empresas (Editorial Lid), en la que se trata sobre la repercusión del efecto Pigmalión en el mundo empresarial. La lectura de este libro, y especialmente este tema, ha despertado mi interés por lo positivo que puede ser para los abogados reflexionar sobre las consecuencias del efecto Pigmalión sobre sus recursos humanos y sus organizaciones.

Con estos antecedentes, podemos señalar que la psicología considera que el efecto Pigmalión se refiere a las consecuencias que generan sobre el comportamiento de una persona las expectativas que los demás tienen sobre ella. Según Robert Merton, si un individuo percibe que se le valora negativamente, ese comportamiento se verá reflejado en sus acciones, de modo que estas acciones serán reflejo de lo que el resto de las personas piensan sobre el mismo. Por el contrario, si este individuo advierte que los demás lo valoran positivamente, su comportamiento mejorará en todos los aspectos, cumpliendo con ello las expectativas que los demás tienen sobre el mismo.

Siguiendo a Pedro Bermejo, la neurociencia, dando un paso adelante a través de la observación del funcionamiento del cerebro, ha confirmado la teoría psicológica, concluyendo que los pensamientos que tengamos sobre las percepciones que los demás puedan tener sobre nosotros activan ciertas áreas cerebrales que pueden favorecer un comportamiento u otro, y determinan por tanto el éxito o el fracaso de nuestro propio desempeño e cualquier área ya sea esta laboral, social y personal. La explicación científica de dicho proceder parece que deriva de una hormona, denominada oxitocina o hormona de la confianza o del amor, que nuestro cerebro libera y que en dicho proceso genera una serie de alteraciones que provocan que nos sintamos con más confianza en nosotros, en nuestros compañeros y en quien ha depositado la confianza en nosotros, provocando un efecto de realización de acciones (naturalmente positivas) que nos conduzcan a obtener dicho reconocimiento.

Llevadas estas conclusiones al campo de la empresa, puede afirmarse que los empleados responderán según crean que son las expectativas de sus superiores. Del mismo modo, si éstos consiguieran que unos trabajadores creyesen y confiasen en los otros, estaríamos sentando las bases para conseguir una excelente productividad y alcanzar una ventaja competitiva.

Con estas premisas, qué duda cabe que los abogados, quienes como verdaderos empresarios lideramos y administramos organizaciones en las que participan activamente los recursos humanos, bien sean compañeros de profesión como otros empleados, pueden sacar un rendimiento inapreciable a las teorías elaboradas en torno al efecto Pigmalión.

Podrá alegarse que esto ya lo sabíamos, que a la gente hay que motivarla, reconocerle sus comportamientos acertados y corregir los erróneos. Si, si, pero, en esta ocasión, contamos con la solvencia de teorías científicas, y nada menos que fundadas en el funcionamiento del cerebro, que demuestran la importancia que sobre las personas que nos rodean tiene la forma en la que las veamos y les transmitamos dicha percepción, es decir, en la forma en la que podemos influir en su comportamiento eliminado con nuestro apoyo las limitaciones psicológicas que puedan concurrir en su conducta. Si con ello conseguimos la mejora del desempeño de nuestros colaboradores y empleados, la mejora del trabajo en equipo, una cultura basada en la confianza en las aptitudes de todos sus miembros, un buen ambiente de trabajo y, en definitiva, mayor productividad y ventaja competitiva sobre otros despachos, creo que merece la pena sentarse a reflexionar seriamente sobre estas conclusiones.

Dicho esto, solo me queda  indicar algunas recomendaciones para aquellos abogados que quieran hacer uso de esta técnica y beneficiarse de sus efectos:

1º.- Ser conscientes de la importancia que tiene para los que nos rodean lo que esperamos de ellos y la forma en la que los tratamos. Dicho de otra forma, asumir nuestra responsabilidad en el desarrollo y crecimiento de aquellos.

2º.- Conocer a las personas con las que trabajamos, especialmente sus habilidades y buscar la forma de potenciarlas.

3º.- Cuidar la forma en la que nos dirigimos a los que nos rodean, procurando emplear un lenguaje verbal y no verbal, acorde con nuestro propósito de contribuir a una mejora de su desempeño.

4º.- Potenciar a través de nuestra comunicación opiniones favorables respecto de las personas con las que trabajamos, reafirmándoles nuestra confianza y satisfacción por su proceder.

Y para concluir, no debemos olvidar que la teoría del efecto Pigmalión es plenamente aplicable a muchos otros ámbitos de nuestra vida, como el familiar, de los amigos, deportivo, etc…, así que más nos vale sacar partido de ello…

5º.- Ante conductas erróneas o disfuncionales, actuar positivamente, es decir, otorgando confianza, buscando siempre el compromiso y capacidad de mejora de la persona afectada.

6º.- Fomentar la confianza recíproca entre todos los trabajadores de la organización.

 

 

El abogado, el juicio, y el nerviosismo del cliente: guía de primeros auxilios.

por Óscar León

Uno de los deberes fundamentales del abogado cuando el cliente llama a su puerta es transmitirle tranquilidad y serenidad, pues ya sabemos que éste suele estar atravesando un momento complicado y, por tanto, el apuntalar la relación transmitiéndole confianza y seguridad le ayudará sin duda a sentirse más cómodo durante el duro trayecto que tiene que recorrer en nuestra compañía, lo que coadyuvará igualmente a la tan ansiada fidelización del mismo.

Si descendemos al campo del litigio, qué duda cabe que en este contexto aumenta considerablemente la necesidad de que el cliente goce de cierta tranquilidad durante todas las fases del mismo, por lo que es tarea del abogado preocuparse y ocuparse de garantizar que sea así.

Una de las fases en las que la que se acrecienta la necesidad de tranquilizar al cliente son los momentos previos a la celebración del juicio. Por razones obvias, el cliente se encontrará tenso y nervioso, máxime cuando lo más probable es que jamás haya pasado por una situación similar. En estos casos, es fundamental que el abogado siga una serie de conductas que reduzcan ese nerviosismo y lo sitúen en una zona digamos de “semiconfort”

Como premisa previa para ello, es fundamental que en días anteriores el abogado haya explicado al cliente con detalle en qué consiste un juicio (interrogatorios, testigos, informe); cual es el papel que va a desempeñar en el juicio (interrogatorio, en su caso); la duración del mismo y cómo es el espacio físico de la sala de vistas, pues dejar dicha labor para los prolegómenos de la vista es, a mi juicio, un error, máxime cuando una información de este tipo a tiempo puede ayudarlo a mentalizarse y ganar en tranquilidad.

Cumplida con esta información preventiva, podríamos destacar las siguientes conductas:

1ª.- Lo primero, si es posible, no hablar sobre el asunto que se va a dilucidar, pues los pormenores del caso deben estar ya más que preparados con el cliente en las reuniones previas. No obstante, nada impide que se aclare cualquier duda en ambos sentidos, pero lo que no me parece oportuno es un repaso integral de los interrogatorios y demás minutos antes de empezar el juicio. Hacerlo así incrementará el nerviosismo del cliente. En cualquier caso, como indica Jordi Estalella, es conveniente tranquilizar al cliente transmitiéndole que no se preocupe por los errores que cometa ni por el resultado de su declaración, pues de lo contrario podría acudir al juicio pensando que un error suyo será determinante en el resultado del pleito.

2º.- Si no vamos a hablar del asunto ¿de qué hablamos con el cliente? Pues en estos casos yo suelo hablar de temas personales en los que haya sintonía con el cliente. Aquí las posibilidades son infinitas: deportes, vida social, familia, etc. De lo que se trata es que el cliente se distraiga y vayamos rebajando imperceptiblemente la tensión acumulada.

3º.- Dado que vamos a estar ubicados en un lugar cercano a la parte contraria, su abogado y testigos, peritos, etc. no es mala idea (y así lo indica igualmente Jordi Estalella) indicarle quien es quien en los pasillos, es decir, poner nombre y apellidos a las personas que van a intervenir en el juicio y que el cliente puede que desconozca. Ello es fuente de tranquilidad, pues así vamos introduciendo al cliente en el escenario en el que va a participar de forma activa.

4ª.- Otra técnica interesante, muy útil cuando las vistas van con cierto retraso, es entrar con el cliente y permitirle que presencie algunas audiencias previas o juicios. ¡Mano de Santo! El cliente se familiariza en vivo con todos los aspectos de la celebración del juicio y así desmitifica todas aquellas ideas preconcebidas que traía al respecto sobre el acto y sobre el auditorio (especialmente el juez). Yo lo he practicado en diversas ocasiones y produce un efecto favorable en la confianza del cliente.

Lo expuesto anteriormente nos demuestra que el abogado no puede limitarse a la preparación del juicio y realizar una buena intervención, sino que debe igualmente de considerar factores ajenos al trabajo profesional, pero que van a repercutir favorablemente tanto en el desarrollo del asunto como en unir vínculos con el cliente y, en definitiva, a fidelizarlo.


 

Los plazos (para el abogado) son para disfrutarlos…

por Óscar León

-Hola, ¿qué tal Luís?


- Pues nada Pedro, liado, como siempre. Con el agua al cuello pues me vence un recurso mañana y tengo que meterle mano en cuanto llegue al despacho.

-¡Anda ya!, ¿mañana?...si tienes toda una eternidad por delante…

Es práctica común que los abogados esperen hasta los últimos días del plazo procesal o procedimental para la presentación de los escritos. Este proceder, sorprendente tanto para las personas legas en derecho (especialmente clientes) como para otros operadores jurídicos, suele observarse por éstos como una actuación excesivamente arriesgada.

Sin embargo, si hiciéramos una encuesta entre los abogados, la opinión cambiaría radicalmente, pues la gran mayoría opinan que los plazos están para agotarlos (y disfrutarlos), por lo que no hay nada desacertado en presentar los escritos el último día del plazo concedido.

Podría decirse que para un abogado, en determinadas circunstancias,  un día más de plazo es algo parecido al paraíso.

No obstante, la cuestión requiere un breve análisis, pues si bien es cierto que agotar los plazos es lo común, es necesario ver las circunstancias que motivan dicho proceder con el fin de reflexionar sobre posibles áreas de mejora en este campo.

Por tanto, atendiendo a las causas por las que el profesional se beneficia o no del último día, podremos distinguir tres situaciones:

1ª.- Se deja la tarea[1] para el final por razones de carga de trabajo.

2º.-  Se agota el plazo para revisar al máximo un trabajo realizado durante el plazo concedido.

3º.- El plazo ni siquiera se agota, presentándose días antes.

El primer supuesto, por el que pasan todos los abogados sin excepción, es aquel en el que el abogado, obligado a atender numerosos asuntos (otros vencimientos, juicios, reuniones, estudio del asunto, etc.), y confiado en la duración del plazo, deja el trabajo para el final, y dedica los últimos días para la conclusión del mismo, agotando así hasta el último minuto. Ciertamente, a pesar de que el trabajo efectivo se demora, en estos casos invariablemente la mente del profesional comienza a elaborar y reelaborar el contenido del escrito desde que apunta el vencimiento del plazo, por lo que al comenzar a escribir, ya tiene gran parte de aquél “trabajado”.

El segundo escenario se caracteriza porque el profesional aprovecha gran parte del plazo concedido para ir trabajando en el escrito y, una vez concluido, emplea los últimos días (incluido el del vencimiento) para revisar y retocar el trabajo.

Finalmente, en tercer supuesto, digamos que “el mirlo blanco”, incluye los casos en los que, a la vista del plazo concedido, el abogado concluye el escrito y lo presenta antes de su vencimiento, una vez revisado.

Ni que decir tiene que a la vista de estos tres escenarios, cualquier abogado mataría por encontrarse siempre en los dos últimos, pues la realidad es que, tradicionalmente, nuestro trabajo se ha caracterizado por la concentración diaria de numerosas actividades de diversa naturaleza, todas muy complejas, y con una exigencia de implicación y responsabilidad enorme, lo que hace que, a la vista de un trabajo condicionado por un plazo, procrastinemos la ejecución del mismo hasta los últimos días en los que, una vez realizada la previsión (apuntar en la agenda el vencimiento), presumimos que en esos días la carga de trabajo será otra, cuando en realidad, llegado el término, la situación no suele ser distinta.

Sin embargo, este contexto de trabajo tiene que cambiar, pues, reconozcámoslo, una situación como la expuesta es insostenible en todos los sentidos, pues en realidad puede reflejar graves problemas estructurales vinculados a la una falta de organización del despacho por un exceso en la carga de trabajo, falta de gestión del tiempo, deficiencias en el uso de las tecnologías, etc.

Quizás en otras épocas dicha forma de trabajar se ha sostenido sin problemas, pero en pleno siglo XXI, dominado por un cliente muy exigente y una competencia que cada vez trabaja mejor, estamos obligados a cambiar nuestra forma de hacer las cosas.

Por lo tanto, la aproximación a los modelos de trabajo 2º y 3º requiere del abogado una seria reflexión sobre su forma de trabajar, descubriendo sus fortalezas y debilidades, y a renglón seguido implementar los cambios necesarios para llevar a cabo dicha transición. Y lo más curioso es que, al final, todo se reduce a gestionar adecuadamente nuestros recursos, y muy especialmente el tiempo, empleando herramientas de planificación, priorización, estructuración del trabajo, análisis de la carga de éste, opciones de delegación en otros compañeros, y uso de una tecnología que nos facilite la ejecución de tareas tanto sustantivas como de gestión del despacho.

A modo de ejemplo, el proceder adecuado cuando nos llega una contestación a una demanda, consistiría en planificar desde ese instante las diversas actividades que vamos a realizar (lectura de la demanda, reunión con el cliente, examen de documentación, petición de futuras pruebas al cliente, búsqueda de jurisprudencia y doctrina, redacción de la contestación, revisiones, etc.) faseando el trabajo en varios días bloques de tiempo/actividad, todo ello con el fin de concluir un par de días antes con la demanda. Y, por supuesto, que dicha previsión sea realista y encaje con el resto de las actividades diarias.

Muchos despachos ya están empleando la técnica de gestión de proyectos [2]para solventar estas dificultades; mientras tanto, toca reflexionar e ir actuando para acercarnos a un verdadero cambio de paradigma en nuestra forma de trabajar.

Concluyo, haciendo mía la frase del pintor Antonio López, que nos dice que “una obra nunca se acaba, sino que se llega al límite de las propias posibilidades”, pues realmente, si los plazos se duplicaran, seguiríamos agotándolos…

[1] Hablamos de trabajos de cierta extensión como la contestación a una demanda, un recurso de apelación, quedando excluidos escritos en los que el plazo concedido es breve (tres, cinco días, etc.)


Tolera la verdad ajena en la misma medida en que quieres que sea tolerada la tuya (Couture)
Óscar León

Sep 26

La tolerancia es la capacidad de saber escuchar y aceptar a los demás, valorando las distintas formas de entender y posicionarse ante la vida; ser tolerante es comprender al otro y saber manejarse de forma respetuosa en escenarios dialécticos.

Couture comienza este mandamiento expresando la necesidad de incorporar la contradicción y la paradoja en la vida del abogado:

“Ser a un mismo tiempo enérgico, como lo requiere la defensa y cortés como lo exige la educación; práctico, como lo pide el litigio, y sutil como lo  demanda  la  inteligencia;  eficaz  y  respetuoso;  combativo  y  digno;  ser  todo  esto  tan opuesto y a veces tan contradictorio, a un mismo tiempo, y todos los días del año, en todos los momentos, en la adversidad y en la buena fortuna, constituye realmente un prodigio. Y  sin  embargo,  la  abogacía  lo  demanda”


Esta contradicción es inevitable y difícil de asimilar, pero el buen abogado debe, inexcusablemente, saber moverse en dicho ámbito, y para ello, que mejor herramienta que la tolerancia, la cual define como “educación e inteligencia, arma de lucha y escudo de defensa, ley de combate y regla de equidad”.

Y si reflexionamos un poco, comprenderemos por qué la tolerancia debe estar incorporada a nuestro armamento intelectual, pues, en el litigio, nos movemos sobre arenas movedizas en las que los hechos, de no poder probarse adecuadamente, pueden quedar deformados; ¿y qué decir del derecho que puede quedar alterado por los vaivenes doctrinales y jurisprudenciales? Hasta que no sobrevenga la cosa juzgada, nadie puede afirmar que tiene razón.

Esta idea se la refuerza Couture en dos bellos párrafos, no exentos de elocuencia:



“El  litigio  esta  hecho  de  verdades  contingentes  y  no  absolutas.  Los  hechos  más  claros se deforman   si   no   se   logra   producir   una   prueba   plenamente   eficaz;   el   derecho   más incontrovertible tambalea en el curso del litigio, si un inesperado e imprevisible cambio de jurisprudencia altera la solución”.

“Las  verdades  jurídicas,  como  si  fueran  de  arena,  difícilmente  caben  todas  en  una  mano; siempre  hay  algunos  granos  que,  querámoslo  o  no,  se  escurren  de  entre  nuestros  dedos  y van a parar a manos de nuestro adversario”.



Por lo tanto, para conciliar la contradicción interna de los hechos, de las pruebas e incluso del derecho, los abogados hemos de ser tolerantes, lo que nos ayudará a entender la esencia del litigio, y a no sufrir innecesariamente las decepciones propias y las del cliente.

Una vez fundamentada la tolerancia, Couture aborda una regla que debe ser seguida por todo abogado: jamás anticipar la victoria al cliente, principio que nos obliga a ser muy cautos a la hora de pronunciarnos sobre el resultado del asunto encargado; Couture nos propone, para el caso de que el cliente indague en tal sentido, en lugar de anticiparle la victoria, anunciar al cliente que probablemente podrá contarse con ella.

Y aquí hemos de realizar una reflexión.

Existen numerosas razones que, al iniciar un pleito, deben ser consideradas con prudencia pues nos enseñan que el resultado del juicio no depende del abogado, y dan prueba de ello los numerosos factores que pueden determinar el sentido del fallo:

La propia complejidad y dificultad de las circunstancias de hecho y de derecho del caso encomendado.
La solidez de los argumentos de la parte contraria.
La capacidad persuasiva del letrado contrario en comparación con la nuestra.
La intervención defectuosa o imprevista de nuestros testigos y peritos.
La ausencia inesperada de algún testigo y perito sin que se acuerde la suspensión del juicio.
La imposibilidad de desarrollar nuestra defensa como estaba inicialmente prevista (limitación de número de personas interrogadas, de preguntas, de la duración del informe, etc…)
Y como no, el factor soberano: que la decisión la adopta el juez.
Por tanto, si anunciamos la victoria, estaremos engañándonos y engañando al cliente, y golpeando en el corazón de un elemento esencial de la relación abogado-cliente: la creación de expectativas potencialmente erróneas. Efectivamente, si una vez iniciada la relación profesional con el cliente esté tiene unas determinadas expectativas sobre nuestros servicios, y no se cumplen, no habremos aportado valor a la relación, lo que supondrá la insatisfacción del cliente. En la medida en que esas expectativas sean realistas (contribuyendo los abogados a su fijación), las posibilidades de añadir valor a nuestro servicio serán muy superiores.

Pero, concluye Couture, ¿y si el cliente nos exige seguridad de victoria?

“Entonces  acudamos  a  nuestra  biblioteca  y  extraigamos  de  ella  una  breve  página  que  se denomina Decálogo del cliente y que es común en los estudios de los abogados brasileños, y  leámosle: 
 “No  pidas  a  tu  abogado  que  haga  profecía  de  la  sentencia;  no  olvides  que  si fuera profeta, no abriría escritorio de abogado”.

Cuando el abogado pierde el caso. Tan inevitable como necesario (colaboración en Confilegal) Óscar León

Dicen que “el colmo de un abogado es perder el juicio”, frase jocosa que pone el acento en la derrota, pues en realidad se plantea la siguiente cuestión: ¿Qué puede haber peor para un abogado que obtener una sentencia desfavorable?
Sin embargo, yo disiento de dicho pensamiento, que asocia una especie de fatalidad, desgracia o negativismo a uno de los resultados más que probables de nuestro trabajo.
Ciertamente, cuando estudias a fondo un asunto, le dedicas muchas horas, te ilusionas con la aplicación de esta o aquella línea de defensa, llevas a cabo un magnífico interrogatorio o un alegato brillante, resulta desoladora la sensación que albergas cuando recibes la resolución desfavorable.

¡Tanto esfuerzo para nada!

¡Y ahora, encima, a informar al cliente!

Sin embargo, si somos honestos, todos los que estamos embarcados en esta profesión, sabemos cuándo aceptamos el encargo o en las primeras fases del mismo, cuáles son las probabilidades de éxito de nuestra defensa.
Sin perjuicio de la existencia de pocos casos en los que la balanza puede inclinarse de igual forma para cualquiera de las partes, lo cierto es que los asuntos que llegan al despacho, lo hacen condicionados por una serie de circunstancias que los convierten en favorables o desfavorables (asuntos UCI, UVI o cadáver), y rara vez, y digo, rara vez, el abogado gana un caso perdido o pierde uno que estaba ganado inicialmente.
Por lo tanto, como diría Alan Dershowitz, la mayoría de los abogados ganan los casos ganadores y pierden los casos perdedores.
Por esa razón, los abogados hemos de ser conscientes que no se es mejor o peor abogado por el número de asuntos que gane o pierda respectivamente, pues todo dependerá de la clase de asuntos que defiende y del grado de dificultad que entrañan; el mejor abogado, será aquel que alcanza éxitos en casos en los que, o bien la balanza está muy igualada, o porque a pesar de que pintan bastos, el asunto se resuelve finalmente de forma favorable.
Continuando con Dershowitz, querer siempre ganar sería algo parecido al médico que solo quiere pacientes que se curen siempre, frente aquellos, como los cirujanos que, desgraciadamente, a pesar de su esfuerzo, pierden todos los días pacientes en la mesa de operaciones, pero también salvan muchas vidas.

En definitiva, si nuestra conciencia nos dice que hicimos todo lo que estaba en nuestra mano y que jamás nos rendimos, habrá valido la pena y podremos incluso sacar alguna enseñanza de la derrota (pues es de todos sabido que más se aprende de esta que de la victoria).

Siendo por tanto difícil la elección de los casos ganadores por el abogado (salvo que estés consagrado, y muy consagrado), el resultado desfavorable de los pleitos no debe provocar desazón o devastación en el profesional, pues a pesar de la inmensa dificultad que entraña desligar tales sentimientos del resultado negativo del litigio, el abogado, por razones que van desde lo psicológico a lo deontológico debe considerarlos más que una cuestión finalista (de resultado) como una cuestión de pasión, de entrega y de responsabilidad hacía el cliente y hacía su profesión ya que una vez conocidas por el abogado las opciones reales y objetivas de éxito o fracaso de la pretensión, e informado que sea el cliente sobre las mismas, si finalmente éste desea seguir adelante, al abogado solo le queda una opción: luchar denodadamente por ganar, es decir, por alcanzar un resultado acorde con las expectativas del cliente, infundiendo a su trabajo entrega, pasión y una vocación decidida a la victoria.

La profesionalidad de quien actúa así sienta las bases del éxito, pues ganar, al final, se asociará no con el resultado del pleito, sino con la confianza generada en el cliente, con su satisfacción de que se han defendido sus intereses con la máxima dedicación y persistencia.
Es una cuestión de forma de hacer las cosas y del modo en el que nos sentimos haciéndolas.
Esta es la gran victoria del abogado. Luego, llegará la sentencia: ganamos, enhorabuena; perdimos, lo hemos intentado, ¡y de qué manera!
¿Cuántos abogados no han recibido el reconocimiento y confianza de su cliente a pesar de que las cosas no salieron como éste deseaba?

Cuando el abogado se mimetiza con el cliente. por Óscar León.
El diccionario de la lengua española define el término “mimetismo”, en su tercera acepción, como “la adopción como propios de los comportamientos y opiniones ajenos”, proceder que, en ocasiones, venimos observando en otros colegas el día a día de nuestra profesión.
Efectivamente, muchos abogados nos hemos topado ante actitudes de letrados adversos que nos hacen pensar que se ha “mimetizado” con su cliente, o siendo más precisos, con la forma en la que su cliente aborda la controversia; y ello, con independencia de que nos encontremos ante un proceso de negociación o en pleno litigio.
Este mimetismo adopta numerosos comportamientos, pero hoy nos gustaría destacar aquellos que afectan directamente al nervio de la comunicación entre abogados, y que podríamos resumir en los siguientes:

El primero, lo situaríamos en el estadio del primer contacto (generalmente telefónico); en tales casos, al contactar para evaluar las opciones de un acuerdo, nos encontramos ante una respuesta seca, fría y hostil del compañero, réplica que suele dejarnos desarmados por lo inesperado de la misma. Esta actitud suele concluir con un “es que tu cliente es tal o cual…” o similar, razonamiento muy ilustrativo de una visión ya radicalizada del conflicto.
El segundo, cuando recibimos escritos procesales (generalmente los escritos rectores del procedimiento) revestidos de un lenguaje en el que las malas formas, alusiones personales y comentarios sarcásticos, a veces disfrazados bajo alguna expresión jurídica, pretenden con menosprecio resaltar la incompetencia profesional o la mala fe del compañero. Esta conducta, suele extenderse a sala, si bien aquí se modera más su uso ante la presencia del juez.
Finalmente, el tercero lo situamos en la puerta de la sala de vistas, cuando estamos a la espera de la llamada para acceder a la misma, y nos dirigimos al compañero para saludarlo, recibiendo una gélida mirada, a veces incluso sin desplegar la mano para chocarla, y ello ante la mirada de aprobación de su cliente.

Pues bien, no hay duda que estos comportamientos suelen producirse por una excesiva implicación del compañero con su cliente, apego que conduce inevitablemente al incumplimiento de sus obligaciones deontológicas como la lealtad a los compañeros, que tan flaco favor le hacen a nuestra profesión.
Obviamente, nos encontramos ante un problema de educación general y, por supuesto deontológica, cuya solución va ser muy compleja con quienes han caído en estos vicios; sin embargo, lo que sí podemos hacer es fomentar entre el colectivo las conductas adecuadas a fin de sustituir el mimetismo por el compañerismo. ¿Y cómo? Pues con el ejemplo, haciendo precisamente lo opuesto a lo anteriormente consignado:

Atender a los compañeros con respeto y cordialidad cuando contacten con nosotros con el fin de resolver una controversia.
Emplear en nuestros escritos expresiones respetuosas evitando toda alusión personal.
Saludando con cordialidad al compañero adverso antes y después del acto procesal, tanto activamente (el que se dirige al otro) como pasivamente (el que recibe el saludo).

Todo se resume en una palabra: respeto, y no es tan difícil de conseguir.

No obstante, para aquellos que sientan que la implicación con el cliente (y el consiguiente aprovisionamiento de hostilidad hacia el colega) es esencial para una buena defensa, les dirijo algunas reflexiones:

1º.- El derecho no es una ciencia exacta, y toda interpretación y argumentación realizada por el compañero contrario para solventar el conflicto es absolutamente legítima y solo debe discutirse de igual forma, interpretando y argumentando. Mirar por encima del hombro del compañero a través de descalificaciones personales basadas en el desconocimiento del derecho olvida dicho aserto.

2º.- Los abogados estamos obligados a convivir en el foro, y la duración de nuestra actividad profesional es muy extensa, ¿Qué conseguimos enemistándonos con nuestro compañero? ¿Y si nos encontramos en el futuro en posiciones contrarias y el compañero antes zaherido podría ser la llave de un buen acuerdo? ¿Por qué tener que soportar la incomodidad de encuentros desagradables en los juzgados?

3º.- El trabajo meditado y desapasionado del abogado sin pérdidas de tiempo en cuestiones personales, concederá a nuestra actividad mayor rigor técnico y serenidad para los intereses de nuestros clientes, ya que el apasionamiento afecta al entendimiento.

4º.- Como señala Marcelino Alamar en el libro homenaje a la obra Sobre el Alma de la Toga, "no es mejor abogado el que sabe más derecho positivo, doctrina y jurisprudencia, si desconoce las normas deontológicas que rigen la profesión, y además se muestra insensible con los compañeros,…. No basta con saberse al dedillo las leyes, es necesario ser jurisprudentes, que es mucho más, en donde entran no solo conceptos jurídicos, sino también éticos…”. En definitiva, el menosprecio, la ironía hiriente, el acometimiento personal, la falta de respeto nos hacen menos abogados.

5º.- Decía don Manuel Cortina “los pleitos hay que vivirlos como propios y sentirlos como ajenos”, frase proverbial que recoge un principio esencial en la práctica profesional de todo abogado: no podemos implicarnos emocionalmente en la defensa de los intereses de nuestros clientes. El actuar involucrado e identificado con el interés del cliente nublará el conocimiento del defensor, pues su juicio no será sereno y discreto, sino que estará afectado por la pasión del propio cliente, lo que le hará perder criterio e independencia y, sobre todo, le hará vivir unas emociones que, con cada caso, se volverán frecuentes o muy intensas desde una perspectiva negativa (ira, tristeza, ansiedad, etc.).

6º.- En relación con los escritos, y dada la notoria ofensa que estos entrañan al sentido común, es obvio que cuando se rebasan los límites tolerables de la defensa se provoca el desagrado del juez, quien no van a dar mayor razón a la parte que actúa más agresivamente. Es más, estos extremismos pueden ser objeto de llamada al orden aquél. Las posturas extremistas no hacen que el juez de la razón, simplemente perjudican.

En definitiva, hay muchas razones que nos recomiendan proscribir estas conductas, todas reforzadas por lo dispuesto en el artículo 11 del vigente Código Deontológico de la Abogacía, cuya lectura aconsejo, pues, en definitiva, y esto no debe olvidarse, las faltas de respeto y desconsideración entre compañeros no son actos aislados, sino quiebras en los pilares que sostienen y conforman nuestra profesión.


Abogacía y salud mental: todos implicados.

Los abogados somos conscientes de que vivimos una profesión sometida a altos niveles de estrés: la dificultad de los asuntos que se nos encomiendan, la carga de trabajo que acumulamos, la limitación temporal de nuestra actuación (señalamientos y vencimientos), la relación a veces difícil y compleja con los clientes (actitud exigente, impago de los honorarios, etc.), el sufrimiento que percibimos en éstos y que vivimos como propio (trauma vicario), horarios y jornadas excesivas, falta de conciliación de la vida familiar y laboral, ambiente hostil y jerarquizado que experimentamos cuando actuamos en el foro, tensión con los propios compañeros y un largo etcétera. Todo lo anterior contribuye a crear un marco muy preocupante en el quehacer diario de muchos abogados.

Y cuando digo preocupante no me refiero a otra cosa que al efecto que dicho contexto produce en nuestra salud mental, ese estado de bienestar con el que la persona realiza sus capacidades y es capaz de hacer frente al estrés normal de la vida, de trabajar de forma productiva y de contribuir a su comunidad y que, en nuestra profesión, se ve directamente afectado por el severo escenario que hemos señalado.

Tan es así que no es extraño que los abogados padezcan numerosas patologías que varían en intensidad y que provocan situaciones vitales caracterizadas por el cansancio, el agotamiento, la ansiedad, la aceleración constante, la falta de atención (manifestada en pequeños despistes), problemas para conciliar el sueño, trastornos de la alimentación, dolores musculares, comportamientos nerviosos, enfermedades cardíacas o cardiopatías, dependencia de fármacos (ansiolíticos) o de sustancias nocivas como el alcohol, así como la probabilidad de terminar desarrollando un trastorno del estado del ánimo desafortunadamente frecuente como es la depresión.

No obstante, tan preocupante como la existencia de estos riesgos psíquicos (con una clara repercusión física) es la resistencia de aquellos abogados cuya salud mental se encuentra afectada a recurrir a la ayuda de un profesional.  Existen multitud de factores que influyen a la hora de no acudir a un psicólogo, incluyendo miedos, prejuicios, dificultades económicas o falta de tiempo pero, sobre todo lo anterior, destaca el temor al estigma de ser señalado como una persona incompetente, incapacitada para defender adecuadamente los intereses de sus clientes y, por tanto, de ejercitar lo que constituye su medio de vida (cuando precisamente esa ayuda es la que nos permitirá estar plenamente capacitados para ello).

Igual de alarmante es observar que, en los propios despachos, acuciados por nuestros seculares problemas de organización y gestión del tiempo (sin olvidar la falta de concienciación del riesgo), no se adoptan medidas que podrían prevenir estas situaciones: horarios más flexibles, teletrabajo, redimensionamiento de la carga de trabajo, conciliación de la vida laboral y familiar, reducción de tareas administrativas, fomento de hábitos saludables en el trabajo, etc.

Por lo tanto, hoy por hoy nos encontramos ante un colectivo que sufre o va a sufrir situaciones que afectan a su salud mental y que sin duda influirán en su forma de realizar eficazmente su actividad, pero que se encuentra retraído o renuente a la hora de buscar soluciones efectivas a sus padecimientos.

Paradójicamente, a pesar de esta realidad (patente desde hace décadas), en nuestro país no existe una amplia concienciación social y profesional sobre la misma. No obstante, se han realizado esfuerzos notables por acometerla: disponemos del trabajo titánico realizado por Manuel Atserias, Tomás Gabriel y su equipo a través del Instituto de Salud Mental de la Abogacía (ISMA-MHILP) desempeñando labores de divulgación científica sobre la salud mental y bienestar psicológico en el sector legal. Da fe de todo lo anterior el magnífico “Estudio sobre la salud y el bienestar de la abogacía española”, elaborado por dicho Instituto y la editorial Lefebvre; igualmente consta un estudio en curso a cargo del Consejo General de la Abogacía Española, desde donde se está trabajando para que se lleve a cabo una modificación de las leyes procesales en el sentido de suspender, además de las vistas, los procedimientos en caso de enfermedad de los letrados o que se declaren inhábiles, además de los días del mes de agosto, los comprendidos entre la última semana de diciembre y la primera de enero; finalmente, se empieza a observar el interés de algunos profesionales de la psicología sobre la salud mental y la abogacía.

No obstante, queda mucho camino por andar pues esto no ha hecho más que comenzar, lo que nos lleva a la necesidad de que desde las instituciones públicas y privadas vinculadas al sector (y muy especialmente los Colegios), se investigue, se divulgue y se ayude a los abogados a concienciarse de esta realidad y de la necesidad de ocuparse de la misma. Igualmente, los propios abogados tenemos que empezar a tomar conciencia sobre esta realidad y respecto a la medida  en que realmente nos afecta.

En definitiva nuestra sociedad, a la que nos debemos constitucionalmente los abogados, necesita de una abogacía mentalmente sana, y eso únicamente se puede lograr a través de la prevención y adopción de medidas eficaces que deberá canalizarse por medio de un debate constante sobre tan delicada materia en la que tenemos que estar todos implicados.



La independencia, un tesoro para el abogado
Óscar León


Hablar de abogacía es hablar de independencia, entendida ésta como la garantía de pensamiento y acción que disfruta el abogado y que le permite cumplir con su cometido de asesorar a quien le confía sus intereses, sin estar sometido a cualquier injerencia o presión extraña. 

La independencia no es un concepto difícil de entender, pues quienes abogamos sabemos que constituye un principio inherente a nuestro actuar, ya que solamente desde esta perspectiva podremos analizar con el debido sosiego los asuntos encomendados y decidir la forma de actuar con la necesaria solvencia. Por el contrario, cualquier injerencia en nuestro criterio profesional constituirá un serio gravamen de consecuencias imprevisibles.

La independencia, que tiene que estar arraigada con fuerza y convicción en todo abogado, constituye un deber de conducta y obligación deontológica que se nutre tanto de la lealtad del vínculo de confianza que une al abogado con su cliente, como del vínculo que une el derecho de defensa con el fin supremo de la realización de justicia al que se orienta nuestra profesión. El ejercicio conjunto de ambas lealtades, absolutamente compatibles, es la mejor garantía de salvaguarda de nuestra independencia.

Pero la mejor forma de conocer a fondo el contenido de la independencia del abogado reside en examinar los peligros que la acechan. Veamos a continuación dos de los riesgos que los tratadistas han examinado con más frecuencia: la independencia ante el cliente y la independencia frente a los propios intereses del profesional.

 – El abogado debe ser independiente ante su cliente

Ello es así, debido a que la percepción que el cliente tiene de su problema constituye un interés subjetivo que no siempre coincide con el interés que a dicha situación le atribuye el ordenamiento jurídico (conocido como interés objetivo).

Consecuencia de dicha disociación, el abogado, al que corresponde decidir, organizar y dirigir la defensa según su libre criterio y sin más sometimiento que a las reglas de su profesión y los dictados de su experiencia, debe impedir que el cliente sea el que decida el modo de efectuar la defensa o pretenda dirigirla según sus intereses. Esto supone que el abogado debe ser respetado en sus decisiones jurídicas por el cliente, ya que como dice don Angel Ossorio en El Alma de la Toga, “es fácil que el litigante deslice sus deseos en la conciencia del asesor y le sugiera polémicas innecesarias o procedimientos incorrectos, convirtiéndole de director en dirigido y envolviéndole en las mallas de la pasión o del interés propios.”

Ante el mínimo atisbo de manipulación por parte del cliente, el abogado debe huir de tal peligro amparándose en su independencia y siendo contundente en su consejo. Ya lo dijo don Angel, "Hay derecho a reclamar el servicio, pero no a imponer el disparate".

De esta forma, y sin interferencias, el abogado podrá actuar de forma objetiva, barajando las posibilidades de éxito del asunto y la mejor manera de alcanzarlo, opciones que permitirán al cliente decidir con libertad si le interesa encomendar el asunto en tales condiciones. Siguiendo por tanto este proceder, el interés subjetivo del cliente podrá identificarse o conciliarse con el interés objetivo que el abogado le ha mostrado a través de su análisis. La independencia es, por tanto, una garantía para la mejor defensa del cliente.

En definitiva, la injerencia en la defensa no puede ser permitida bajo ningún concepto: o el planteamiento objetivo se acepta tal y como se presenta por el abogado, o si el cliente no está conforme con aquel, es libre de encargar el asunto a otro letrado. Caso de que el cliente, una vez hecho el encargo y a pesar de las prevenciones del abogado pretenda influir en la forma de llevar el asunto, el abogado estará facultado para renunciar a la defensa con total libertad sin más requisitos que la adopción de los actos necesarios para evitar la indefensión de aquel.

-Independencia ante el propio interés del abogado

Efectivamente, el abogado debe mantenerse independiente de su propio interés, lo cual es lógico, ya que siempre existirá una tensión entre el interés objeto del asunto encomendado y el interés propio, interés que puede venir condicionado por la falta de independencia económica.

Sin ella, éste puede perder la lealtad que debe presidir su conducta y comprometer la libertad de defensa del cliente, trasunto de la libertad de criterio del abogado. Así, el interés objetivo del asunto encomendado puede verse en peligro debido a la irrupción del interés propio y desembocar en actuaciones aparentemente lícitas, pero completamente infundadas y animadas por el ánimo de lucro.

Casos como la aceptación de un encargo para el que el abogado no se encuentre debidamente preparado, el consejo viciado por la necesidad de obtener el encargo o el ejercicio de acciones desaconsejables por infundadas, la interposición de recursos o negociaciones inviables con la finalidad de percibir honorarios son muestra evidente de dicha intromisión que, dicho sea de paso, encuentran su correspondiente sanción en la normativa deontológica de nuestra profesión y, en ocasiones, en la propia norma penal.

¿Qué hacer pues ante este riesgo?

En mi opinión, no queda otra que "ser abogado", y ello significa sacar a relucir la virtud de la honradez, uno de los valores que estructuran nuestro comportamiento profesional, virtud ésta que para nosotros significa comportarnos con integridad, apegados a la realidad y en función de la verdad. No hay otra salida, aquí no caben tonos grises; aquí hay que ser taxativo. Por ello, el buen abogado, es realista y objetivo en su asesoramiento y no ocultará jamás la verdad a su cliente, a quien informará con realismo con el fin de no crear falsas expectativas, actuando sin más sometimiento que a las reglas de su profesión y los dictados de su conciencia y experiencia, quedando excluido cualquier comportamiento que, poniendo por encima nuestros intereses sobre los del cliente, lo llevemos a un escenario perjudicial.

La independencia es ciertamente un tesoro para el abogado.

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