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7).-Principio Dispositivo-Inquisitivo.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Ricardo Matias Heredia Sanchez; Alamiro Fernandez Acevedo;  Soledad García Nannig; Paula Flores Vargas; Katherine Alejandra del Carmen  Lafoy Guzmán

(ii).-Principio dispositivo y principio inquisitivo de los tribunales.
Soledad Garcia Nannig

1º.-Generalidades.

Concepto del principio dispositivo o pasividad del tribunal:

Las partes son el sujeto activo del proceso ya que sobre ellos recae el derecho de iniciarlo y determinar su objeto, mientras que el juez es simplemente pasivo pues solo dirige el debate y decide la controversia.
Concepto del principio inquisitivo del tribunal:
Es opuesto al dispositivo consiste en que el juez no es sujeto pasivo del proceso sino que adopta la calidad de activo por cuanto esta facultado para iniciarlo fijar el tema de decisión y decretar pruebas necesarias para establecer hechos, el principio inquisitivo ha sido asignado a los procesos en donde se controvierten o ventilan asuntos en que el estado o la tiene interés como acontece en el penal por que se considera de índole publica y, por tanto no susceptibles a la de terminación por desistimiento o transacción.

Comentario:

Una primera observación, de carácter terminológico, concierne al empleo de la expresión «inquisitorio». Este término está tan cargado de implicancias retóricas que lo hacen confuso o -en el mejor de los casos inútil. Las implicancias retóricas son normalmente usadas con el objetivo de dar una valoración negativa a todo aquello a lo que se refiere (evocando más o menos explícitamente el espíritu de la Santa Inquisición, en cuyos procesos el investigado no tuvo ningún poder de defensa ante un tribunal omnipotente).
El término «inquisitorio» es, por tanto, confuso porque no ha existido nunca, y no existe hoy en ningún ordenamiento jurídico, un proceso civil que pueda considerarse verdaderamente inquisitorio: es decir, en el que las partes no tengan derechos o garantías procesales y todo el proceso sea impulsado de oficio por el juez.
De otra parte, no es el caso que la tradicional contraposición entre proceso adversarial y proceso inquisitorio esté privada de validez sobre el plano de la comparación entre modelos procesales. Por estas razones parece particularmente útil una operación de terapia lingüística consistente en dejar de usar el término «inquisitorio», al menos con referencia al proceso civil.

Modelos mixtos y poderes instructores (inquisitivo) de los jueces.

Es más oportuno hablar de modelos mixtos para indicar aquellos ordenamientos procesales -que actualmente son muy numerosos- en los que se prevén extensos poderes de instrucción al juez, junto a la plena posibilidad que las partes tienen de deducir todas las pruebas admisibles y relevantes para la comprobación de los hechos.

Poderes de jueces y la  ideología política.

Otro apunte preliminar particularmente importante concierne a la cuestión de si los poderes de instrucción del juez pueden ser considerados como un problema político, o sea si la atribución al juez de poderes de iniciativa de instrucción implica la asunción de una ideología política antiliberal y sustancialmente autoritaria, o incluso totalitaria. La cuestión no es nueva, y ha generado discusiones recurrentes en la doctrina del proceso civil. Sin embargo ella es objeto de un reciente revival, particularmente en Italia y en España, pero también en otro lugar, así que acerca de esto es oportuno hacer algunas consideraciones.
 No es posible aquí examinar la tesis en todas sus versiones y variantes: en sustancia, tal tesis afirma que la presencia de un juez dotado de poderes de instrucción autónomos sería uno de los indicadores seguros del hecho de encontrarnos en un sistema autoritario, mientras un sistema auténticamente liberal no debería atribuirle al juez ningún poder de iniciativa de instrucción. No está claro, en los términos en que generalmente esta tesis es expresada, si se entiende que sería autoritario y antiliberal el proceso en el que el juez cuenta con poderes de instrucción autónomos, o si se tiene que considerar como autoritario, totalitario y antiliberal también el sistema político en el que semejantes poderes le son atribuidos al juez civil.
En la primera hipótesis, todo el discurso amenaza a reducirse a un juego circular de definiciones: en realidad, se puede llamar «autoritario» al proceso en que el juez tiene poderes de instrucción, y llamar «liberal» al proceso en que el juez está privado de tales poderes. Esto en el empleo lingüístico es bastante común, aunque pueda parecer incongruente definir como simplemente «liberal» un proceso caracterizado por el monopolio de las privados sobre los medios de prueba, puesto que un proceso semejante pudiera ser «no liberal» bajo otros puntos de vista, por ejemplo no asegurando la independencia del juez. El primer uso lingüístico es aún más incongruente ya que un proceso en que el juez cuenta con poderes de instrucción no implica ningún «autoritarismo» procesal, pudiendo tales poderes configurarse como puramente supletorios y complementarios con respecto de los de las partes, y pudiendo el juez desarrollar un papel completamente secundario, o marginal, en la recolección de las pruebas.
Además, como a menudo ocurre, el juez puede prescindir de ejercer sus poderes, así que no se tendría, en realidad, ningún gesto autoritario en la instrucción probatoria. Este modo de usar el lenguaje no es, en todo caso, neutral, en virtud de la valoración negativa que el uso retórico del término «autoritario» le da al proceso en que el juez está dotado con poderes de instrucción, y de la valoración positiva que el término «liberal» retóricamente otorga al proceso en que el juez está privado de tales poderes. Se trataría pues de un juego de definiciones determinadas no particularmente útil pero tampoco inocuo: es en todo caso oportuno no valerse de definiciones semejantes, ya que ellas parecen precursoras de confusiones y tergiversaciones.
La segunda de la hipótesis antes indicada (o sea, aquella según la cual existiría una conexión directa entre la presencia de poderes de instrucción del juez y la naturaleza autoritaria del sistema político en la que tales poderes son previstos) parece tener un contenido más serio y laborioso y, por lo tanto, merece alguna ulterior mención. En sus versiones corrientes, esta orientación es incierta por varias razones, relativas ante todo, a la falta de una teoría política creíble y suficientemente articulada. Por ejemplo, generalmente no se distingue entre los muchos tipos de régimen político que, en su momento, son calificados como autoritarios, poniendo junto cosas bastante diferentes como el fascismo, el comunismo, el socialismo, el Estado asistencial e intervencionista, el Estado social, etcétera. De este modo la calificación de «autoritario» se hace así vaga y genérica por resultar sustancialmente falto de sentido.
 De otra parte, no se distingue ni siquiera entre las varias especies de liberalismo, así que no se logra comprender si se habla de la concepción de Nozick, de Rawls, de Mill, de Hayek, de Croce o de algún otro exponente de la teoría política liberal. En realidad, los partidarios de la orientación que aquí se considera no se interesan en la teoría política, y menos se preocupan por definir los conceptos políticos que emplean. Resulta sin embargo claro cuál es el tipo de sistema liberal al cuál se dirigen sus preferencias: estos son -genéricamente- aquellos sistemas del siglo XIX en los que estuvo vigente las concepciones del proceso civil típico del individualismo propietario, con la exaltación de la autonomía de las partes como valor absoluto y prioritario de actuar a cualquier coste, y privilegiado con respecto a cualquier exigencia de funcionalidad y eficiencia del procedimiento.
Además, no se considera que la contraposición fundamental, como se observa en la ya clásica obra de Neumann, se dé entre liberalismo y autoritarismo, sino entre estado democrático y estado autoritario. La diferencia es importante porque han existido sistemas políticos que se inspiraron para algunos aspectos en la ideología liberal pero que ciertamente no pueden ser definidos como demócratas. La Italia de la segunda mitad del siglo XIX -al que algunos defensores del revival hacen referencia- fue por algunos calificada como «liberal», y lo fue en particular en el ámbito de la justicia civil, puesto que el juez configurado por el código procesal del 1865 fue sustancialmente pasivo y no contó con poderes de instrucción autónomos.
 Sin embargo el régimen de la época no fue ciertamente democrático, puesto que -para citar un sólo aspecto- el derecho a voto correspondió solamente a un reducido porcentaje de ciudadanos varones. De otra parte, han sido varios los regímenes autoritarios en los que el proceso civil permaneció como monopolio de las partes con respecto a la dirección del proceso y a la disponibilidad de los medios de prueba: Basta pensar en el código napoleónico de 1806, que sirvió luego de modelo a numerosas codificaciones del siglo XIX, al reglamento procesal austriaco del 1815, a la Italia fascista, dónde hasta 1942 estaba en vigor el código «liberal» del 1865, o a la España franquista, en el que estaba en vigor la «liberal» Ley de enjuiciamiento civil del 1881.
Por oposición, existen numerosos sistemas demócratas en los que el juez cuenta con amplios poderes de instrucción, como ocurre p.e. en Francia, en Suiza y en Alemania. En resumen:
Es verdad que los sistemas que se inspiraron en la ideología liberal clásica han producido ideologías procesales vinculadas a la presencia de un juez pasivo y al monopolio de todos los poderes procesales y probatorios reservado a las partes: es cuanto se ha verificado, por ejemplo, en los Estados Unidos con la configuración del adversarial system of litigation, en Italia con la codificación procesal del 1865, y en casi todas las codificaciones procesales del siglo XIX. No es verdad, en cambio, que los régimenes soi-disant liberales tengan o hayan tenido sistemas procesales con un juez falto de poderes de instrucción.
 Por oposición, incluso es verdadero que algunos regímenes autoritarios, como el soviético, han extendido de modo relevante los poderes de instrucción del juez, pero también es verdad que no todos los regímenes autoritarios lo han hecho, como demuestran los ejemplos antes referidos de la Italia fascista, de la Alemania nazi y de la España franquista. Es por otra parte verdad que muchos regimenes no autoritarios -como se verá- han introducido relevantes poderes de instrucción.
 El hecho es que los poderes de instrucción del juez han sido introducidos en algunos regímenes autoritarios, y en muchos regímenes democráticos, cuando estos últimos han abandonado la ideología liberal clásica para seguir ideologías más desarrolladas en las que se configura un papel activo del estado en el gobierno de la sociedad. Si estas ideologías son o no son autoritarias es -una vez más- un problema de definiciones o un problema de teoría política que no puede ser adecuadamente afrontado en esta sede: sería, en todo caso, paradójica la tesis según la cual existirían sistemas democráticos que admiten modelos autoritarios de proceso civil.
Consideraciones generales de este género serían probablemente suficientes para demostrar que las ecuaciones del tipo «poderes de instrucción del juez = régimen autoritario» y «juez pasivo = régimen liberal» son vagas y genéricas, y se reducen a slogans polémicos faltos de valor científico. Ya que, sin embargo, estas ecuaciones corresponden a posiciones bastante difundidas, merece la pena determinar si por casualidad ellas tengan algún fundamento bajo la perspectiva comparativa e histórica.

2º.-Tipología de los poderes de instrucción o procesales del juez.

Incluso limitando el análisis a los principales ordenamientos procesales europeos, es oportuno distinguir al menos tres tipos de enfoques legislativos al problema de los poderes de instrucción o procesales del juez.

A.-Un primer modelo.

Un primer modelo está representado por los ordenamientos jurídicos en los que el juez está dotado de un poder general de disponer de oficio (Poderes inquisitivos) la adquisición de pruebas, no deducida por las partes, que cree útiles para la comprobación de los hechos.
Ya en el ámbito de esta situación se necesita introducir una ulterior distinción, indispensable tanto bajo la perspectiva sistemática, como desde el punto de vista ideológico. Hace falta en efecto precisar si el juez tiene un deber de adquirir de oficio todas las pruebas relevantes, o bien si él tiene sencillamente el poder de proceder en tal sentido.
1) La primera situación fue típica de los ordenamientos de tipo soviético, en los que se impuso al juez el deber de investigar de oficio semejante verdad (gracias a una peculiar concepción filosófica de la verdad derivada de la doctrina del materialismo dialéctico, y a una teoría del proceso según la cual la decisión judicial tuvo que basarse en la verdad «material» de los hechos). Se previo más bien la nulidad de la sentencia en la que la verdad material no hubiera sido verificada.
2) La segunda situación, o sea aquella en la cual el juez tiene un poder discrecional general de disponer de oficio la adquisición de pruebas no deducida por las partes, está presente en varios ordenamientos de tipo no soviético. Un caso particularmente interesante es el de Francia, donde el art. 10 del code de procédure civil, en la parte del código que concierne los principes directeurs du procés, dice que el juez «a le pouvoir d'ordonner d'office toutes les mesures d'instruction légalement admissibles». Se trata evidentemente de un poder discrecional y no de un deber: sin embargo el juez francés tiene la posibilidad de disponer la adquisición de todos los medios de prueba admisible que crea útiles para establecer la verdad de los hechos, yendo más allá de las deducciones de parte.
Según la orientación antes referida, estaríamos aquí en presencia de un sistema claramente autoritario, e incluso fuertemente autoritario, dada la extensión general de los poderes de instrucción que le son atribuidos al juez, pero una tesis de este género parece evidentemente absurda. Sobre el plano del proceso, en efecto, no sólo el legislador francés actúa rigurosamente el principio dispositivo, (cfr. p.e. los arts. 1, 4 y 5 del código) sino que realiza de manera particularmente intensa el principio del contradictorio (cfr. los arts. 14 y 16) con una tutela de los derechos de las partes más amplia que aquella que existe en muchos otros ordenamientos, incluido el nuestro.
El poder atribuido al juez francés de disponer de oficio la adquisición de todas las pruebas admisibles proviene de una tendencia más general, históricamente emergente en Francia, en el sentido de acentuar el papel del juez en el proceso civil, que sin embargo no parece tratarse de cuestiones autoritarias y, más bien, parece indispensable para realizar una gestión eficiente del proceso civil. Se trata de otra parte de un poder discrecional, que obviamente el juez está libre de no ejercer si no reconoce en ello una necesidad. Parece más bien que los jueces franceses raramente se sirven de ello, probablemente porque -como por lo demás es obvio en todos los sistemas procesales- las partes son activas en deducir todas las pruebas que hacen falta para la comprobación de los hechos, haciendo superfluo la intervención del juez.
No por azar el manual francés -no sospechoso de simpatías autoritarias- dedica escasa atención al tema de los poderes de instrucción (o procesales inquisitivos del juez.) Frente a una norma como el art. 10, insertada en el contexto total de la justicia civil francesa. Parece, en todo caso, difícil pensar que Francia haya tenido en los últimos treinta años -o sea a partir de la entrada en vigencia del “code de procédure civile”- un régimen autoritario.
Igualmente difícil es pensar que en los últimos sesenta años lo haya sido Suiza, donde el art. 37 de la ley procesal federal de 1947 prevé, en general, que el juez pueda disponer pruebas no deducidas por las partes.
Surge luego otra complicación, relativa al hecho que en varios ordenamientos procesales el juez tiene pocos poderes de instrucción, o no tiene ninguno en el proceso ordinario, mientras que cuenta con amplios poderes de iniciativa de instrucción en algunos procesos especiales. Como en el caso del proceso del trabajo en Italia, y también de varios procesos especiales en España. En estos casos haría falta pensar que el ordenamiento procesal y también al correspondiente sistema político están enfermos de alguna forma de esquizofrenia, siendo liberales y autoritarios al mismo tiempo en sectores diferentes de la justicia civil.
Soledad Garcia Nannig

B) Un segundo modelo,

 Un segundo modelo, en el que se inspira la mayor parte de los ordenamientos actuales -entre los que, por ejemplo, están Italia y Alemania- prevé que al juez sean atribuidos algunos poderes de iniciativa de instrucción. Naturalmente estos poderes pueden ser más o menos numerosos y más o menos amplios, según cada caso. Surge, sin embargo, una tendencia bastante clara al incremento de los poderes de instrucción del juez que se manifiesta también en Italia, p.e. con la reciente introducción a código procedimiento.
Sobre la naturaleza autoritaria o no autoritaria del proceso civil italiano no es el caso extenderse en esta sede. Quería sólo remarcar la opinión que expresé hace años, y que me parece todavía oportuna, según la cual el código de procedimiento civil italiano no fue para nada un código «fascista», salvo algunas apariencias retóricas que -quizás inevitablemente, puesto que se dio en 1940- estuvieron presentes en la Relazione.
 Frente al principio de disponibilidad de las pruebas establecidas en el art. 115, y de la realización del principio dispositivo de las partes en normas como los artículos. 99, 101 y 112, (código procedimiento italiano) la atribución al juez de algunos poderes de instrucción fue modesta, limitada, y ciertamente no como para hacer al juez el dominus absoluto y autoritario de la comprobación de los hechos como la experiencia aplicativa de las décadas siguientes ha demostrado claramente. En cuanto a reformas más recientes, como la que ha introducido en 1998 el art. 281-ter, (código procedimiento italiano) no se puede decir ciertamente que ellas hayan perturbado el sistema procesal, vulnerando los derechos de las partes y dejándolas en manos de un juez inquisidor.
El juez alemán está tradicionalmente dotado de una gama bastante amplia de poderes relativos a la prueba de los hechos. Ante todo, él tiene que discutir y aclarar con las partes, que son tenidas a proveerle informaciones completas y verdaderas, todos los hechos relevantes de la causa, dando a las partes las oportunas indicaciones. Además, él puede contar sustancialmente de oficio con todos los medios de prueba, con la sola excepción de la prueba testimonial. En el caso en que las partes no hayan deducido una prueba testimonial que el juez considera relevante, él puede sin embargo preguntar a las partes si han considerado esta posibilidad y por qué no la han aprovechado lo que puede inducir fácilmente a las partes a ofrecer el testimonio que omitieron indicar.
Los poderes de instrucción del juez alemán han sido incrementados significativamente en el 2001 -con la introducción en el §142 del “Zivilprozessordnung”- del poder de ordenar de oficio a las partes y a los terceros la exhibición de documentos a la que una parte haya hecho referencia y -en el § 144- del poder de disponer la inspección de cosas. El juez alemán viene pues a tener un poder casi general de iniciativa de instrucción. Se trata por lo tanto de un juez que desarrolla un papel muy activo, tanto en la dirección del proceso como en la gestión de la fase de instrucción.
Esta función del juez alemán ha ido progresivamente extendiéndose y fortaleciéndose en virtud de muchas reformas que han sido introducidas a lo largo de todo el curso del siglo XX. Tales reformas estaban dirigidas a reducir progresivamente el exclusivo monopolio de las partes sobre el proceso y sobre las pruebas, previsto en la formulación originaria del “Zivilprozessordnung” de 1877, y a confiarle al juez la tarea de administrar el proceso de modo eficiente, atribuyéndole los necesarios poderes.
Los ordenamientos democráticos que atribuyen al juez algunos poderes de iniciativa de instrucción, es oportuno ir, por un momento, más allá de los confines europeos para hacer referencia a un ordenamiento importante (también bajo la perspectiva de la ideología política) como el estadounidense.
En efecto, vale la pena de recordar que la Rule 614(a) de las Federal Rules of Evidence le atribuye al juez el poder de ordenar de oficio pruebas testimoniales no deducidas por las partes, mientras la Rule 614(b) le atribuye el poder de interrogar a los testigos, ofrecidos por las partes o de oficio por el mismo juez. Además, la Rule 706 le atribuye el poder de ordenar de oficio consultorías técnicas, nombrando a expertos. (Peritos.)
El primero de estos poderes raramente es ejercido, aunque ocurre que los jueces lo utilizan cuando un conocedor cuenta con informaciones relevantes y ninguna de las partes lo llama a testimoniar, o bien cuando el juez no quiere limitarse a la indicaciones que las partes han dado de la controversia.
El poder de disponer de consultorías técnicas más a menudo es usado, sobre todo con el objetivo de corregir las distorsiones que pueden ser provocadas por el empleo de los consultores técnicos de parte. En todo caso, se trata de poderes de instrucción de notable importancia. No hay duda, sin embargo, que el proceso estadounidense ha mantenido su intrínseco carácter adversarial, de este modo no parece que en 1975 -año de introducción de los Federal Rules of Evidence - o en los decenios siguientes, los Estados Unidos se hayan convertido en un sistema político autoritario.

c) Tercer modelo.

 Hay, finalmente, -y éste es el tercer modelo que será aquí considerado- ordenamientos en los que no están previstos casi expresamente reales poderes de iniciativa de instrucción del juez; sin embargo, el juez desarrolla un papel activo en la adquisición de las pruebas. Los ejemplos relevantes en este sentido son sobre todo dos: el inglés y el español.
En Inglaterra la tradición plurisecular consentía que el juez no ordenara casi nunca pruebas por su propia iniciativa, pero que indicara a las partes las pruebas que creyera oportuno deducir. Las “Civil Procedure Rules” de 1998 radicalmente transformaron el sistema del proceso inglés, atribuyéndole al juez amplios e intensos poderes de dirección del proceso, pero, en cuanto concierne la adquisición de las pruebas, no se han alejado de la tradición.
 Paradójicamente, pues, se podría hablar de un sistema procesal que se ha vuelto «autoritario», pero no le ha atribuido al juez poderes autónomos de iniciativa de instrucción. En las “Rules”, en realidad, no hay ninguna norma que le permita al juez ordenar pruebas de oficio. Sin embargo, según la “Rule” 32.1 el juez puede “control the evidente” indicando a las partes las cuestiones de hecho sobre las que solicita que sean deducidas pruebas, precisando el tipo de pruebas que deben ser deducidas y el modo en que ellas deben ser producidas en juicio.
 Además, según la “Rule” 32.4 el juez puede establecer si es que pueden ser producidas declaraciones testimoniales escritas y de qué manera; según la “Rule” 32.5 puede autorizar luego al testigo a ampliar el objeto de su citación. Otras normas parecen definir el papel del juez: así, p.e., la “Rule” 18. 1(1) admite que el juez pueda ordenar a las partes proveer explicaciones e informaciones ulteriores, incluso sobre materias no contenidas en el “statement of case”; la “Rule” 35.9 le permite al juez ordenar a una parte proveer informaciones que la otra parte no dispone, y la “Rule” 35.15 le permite al juez de nombrar “adsessors” expertos cuando se trata de decidir sobre materias en las que hacen falta conocimientos específicos.
El juez inglés cuenta pues con muchos poderes que se pueden definir como «de dirección y de control» sobre la adquisición de las pruebas, de intensidad sustancialmente no menor con respecto de los poderes de los que dispone la mayor parte de los jueces continentales. Además, estos poderes le han sido otorgados sobre la base de la tradición inglesa, pero en el ámbito de un verdadero y justo código de procedimiento civil que ha puesto al juez en el centro del funcionamiento del proceso, incluso garantizando de modo riguroso la tutela de los derechos de las partes.
Habría, pues, que preguntarse si de repente -y sin que nadie se haya enterado- en 1998 Inglaterra se ha convertido en un régimen político autoritario, bajo la guía de un peligroso ideólogo como Lord Harry Woolf.
También España representa, por muchos aspectos, un «caso» interesante. De un lado, un código típicamente «liberal» como la ley de enjuiciamiento civil de 1881 previó en el art. 340 las llamadas diligencias para mejor proveer, o sea un poder de iniciativa de instrucción que pudo ser ejercido por el juez, antes de la decisión, en caso de que creyera necesario integrar las pruebas ofrecidas por las partes.
La actual ley de enjuiciamiento civil, introducida en el 2000, ha eliminado este poder -reduciendo así el ámbito de iniciativa del juez- y prevé en el art. 435 sólo una diligencia final en la que el juez puede ordenar de oficio la renovación de pruebas ya asumidas si su resultado no ha sido satisfactorio. Sin embargo, esto no implica sino que el juez español haya sido reducido de veras a un estado de total pasividad por cuanto concierne la adquisición de las pruebas. En efecto, el art. 429 del ley enjuiciamiento civil le atribuye el poder de señalar a las partes las pruebas que cree conveniente para su adquisición, cuando cree que las pruebas deducidas por las partes pueden resultar insuficientes para la comprobación de los hechos.
En tal caso el juez indica a las partes los hechos sobre los que cree que las pruebas son insuficientes, y también puede indicar -sobre la base de lo que surge de los actos procesales- qué pruebas deberían ser deducidas. Esta norma parece el fruto de un compromiso entre tendencias diferentes relativas a la definición del papel del juez en el proceso civil, pero es en todo caso interesante: es cierto que se prevé solamente un tipo de sugerencia que el juez dirige a las partes, pero también es evidente que esta sugerencia está dotada con una notable fuerza persuasiva.
El juez español, pues -como el inglés y el alemán- tiene la posibilidad de hacer que sean deducidas por las partes las pruebas que considera relevantes para su decisión. Es absolutamente evidente que la ley enjuiciamiento civil del 2000 no es el fruto de una visión autoritaria del proceso civil, tal y como parece absurda la hipótesis de que estaría vigente un régimen político autoritario en la España del 2000.

3.- Implicancias ideológicas.

Por cuanto se ha observado hasta ahora se demuestra, sobre cada duda razonable, que no existe alguna conexión entre la atribución al juez de más o amplios poderes de iniciativa de instrucción o inquisitivos y la presencia de regímenes políticos autoritarios y antidemocráticos.
 El análisis comparativo enseña, en efecto, que en los principales ordenamientos europeos -sobre el carácter democrático de los que no son sensatamente posibles tener incertidumbres- se configura un papel activo del juez en la adquisición de las pruebas relevantes para la decisión sobre los hechos.
Se podrá decir que estos ordenamientos no se inspiran en una ideología de tipo liberal clásico, o sea del tipo del siglo XIX, puesto que en muchos de ellos el estado asume un papel activo en numerosos sectores de la vida social, pero éste es otro problema y muy diferente, que atañe en general al papel del estado, tal como ello ha venido definiéndose en todos los ordenamientos modernos.
 Una vez más, sin embargo, surge la exigencia fundamental de evitar confusiones conceptuales e ideológicas: un sistema puede no inspirarse en la ideología del liberalismo del siglo XIX, sin dejar de ser democrático con esto, y sobre todo sin convertirse en autoritario o totalitario sólo porque le atribuye al juez un papel activo en la adquisición de las pruebas.
También a este propósito es oportuno un empleo esmerado y riguroso de los conceptos: una cosa es el juez potencialmente «activo» al facilitar las iniciativas probatorias de las partes, pero insertas en un contexto procesal en el que son aseguradas las garantías de las partes en el ámbito de un sistema político democrático, mientras que otra cosa completamente diferente es el juez inquisidor integrado en un sistema político y procesal de molde autoritario.
 La primera situación es la que se presenta -como se ha visto- en los ordenamientos procesales modernos, en los que el principio dispositivo y las garantías de la defensa y el debate son actuadas; en las que el juez cuenta con poderes más o amplios de iniciativa de instrucción. La segunda situación no se da, en realidad, en ninguno de los ordenamientos europeos, ni en la mayor parte de los ordenamientos jurídicos extraeuropeos.
 La diferencia entre juez «activo» y juez «autoritario» es confirmada por la circunstancia que la función «activa» del juez en orden a la adquisición de las pruebas se configura claramente como complementaria y supletoria con respecto de la actividad probatoria de las partes, con la consecuencia que cuando éstas ejercen cumplidamente su derecho de deducir todas las pruebas disponibles y, por lo tanto, proveen al juez elementos las suficientes para la comprobación de los hechos -como a menudo ocurre en la práctica- no hay ninguna necesidad que el juez ejerza sus poderes.
Absolutamente considerable sería una función inquisitoria y autoritaria de un juez que adquiriera las pruebas de oficio, por su propia iniciativa y expropiando a las partes los derechos y las garantías que les corresponden en el ámbito del proceso. De semejante función, no obstante, no hay huella en alguno de los ordenamientos modernos.
Todo esto no demuestra, sin embargo, que la atribución al juez de poderes de instrucción sea el fruto de una opción exclusivamente «técnica» y carente de implicaciones ideológicas. Al contrario: la decisión de si todos los poderes de iniciativa de instrucción tengan que ser otorgados exclusivamente a las partes, o si poderes más amplios de iniciativa instrucción puedan o tengan que también ser atribuidos al juez, deriva de una elección de carácter sustancialmente ideológico.
Sin embargo, las ideologías que están en juego aquí no son las que inspiran las concepciones políticos generales dominantes en los sistemas en que en su momento el legislador se ocupa de la cuestión. En particular, no se trata vagamente del contraste entre ideologías «liberales» e ideologías genéricamente «autoritarias».
 El problema, en cambio, está ubicado en un contexto ideológico bastante confuso, que atañe específicamente a las ideologías de la función del proceso civil y la decisión que lo concluye.
Si se parte de la premisa, que deriva de una precisa elección ideológica, que la función del proceso civil sea exclusivamente aquella de solucionar controversias poniendo punto final a los conflictos entre los privados, pueden llevar a varias consecuencias. Una consecuencia es que parece razonable dejar exclusivamente a las partes la tarea de administrar como quieren la competencia procesal, y en particular la deducción de las pruebas: por lo tanto el juez viene a encontrarse en la condición de ser un árbitro pasivo, que tendrá que juzgar, al final de un proceso administrado acaparadoramente por las partes, exclusivamente sobre la base de los elementos de convicción que las partes le han provisto.
 Otra consecuencia es que no se preocupa de la calidad de la decisión final: si lo que se quiere es que ella sea el fruto directo de la confrontación individual de las partes, que ponga, en todo caso, fin a la controversia, no importa el contenido de la decisión, tal como no importan los criterios según los que es formulada. Encuentra confirmación en el ámbito de las teorías de la llamada “procedural justice”, según las que el proceso es esencialmente justo en cuanto se basa en el libre juego de las partes en el ámbito de la contienda procesal, mientras la justicia «procesal» prescinde del resultado del procedimiento, o sea de la justicia «sustancial» de la decisión final más bien, la justicia de la decisión depende exclusivamente de la corrección del procedimiento que la precede.
 Ya que estas teorías colocan solamente en el proceso el criterio de justicia de la solución del conflicto, así que cada decisión es exclusivamente justa en cuanto responda a un proceso ecuánime (siendo ecuánime solamente el proceso en que las partes tienen todas las iniciativas y el juez no toma alguna) procede que no existen criterios autónomos y específicos para establecer, por ejemplo, si una decisión es o no es justa en sí, o sea en función de los criterios según los cuales se ha resuelto el conflicto. En otras palabras, no existen -o no son válidos- criterios autónomos, independientes de las características del procedimiento, en función de los que se pueda establecer si la decisión contiene una solución justa o injusta del conflicto entre las partes.
Por consiguiente, no existe la posibilidad de establecer si ella deriva de una correcta aplicación de la ley a los hechos de la causa, ni si estos hechos han sido verificados correctamente, ni si los intereses y los derechos de las partes han sido tomados adecuadamente en consideración.
También con respecto de la finalidad fundamental, que es poner en todo caso punto final a la controversia, la calidad de la decisión es irrelevante: las partes pueden decidir no continuar la pelea no en cuanto la decisión sea justa, o sea percibida como tal, sino por las razones más variadas, sobre todo cuando creen -o cuando una de ellas cree- haber agotado en la controversia todos los recursos y las energías disponibles. Puede ocurrir pues que a la controversia también se ponga punto final cuando la decisión es injusta y errónea, y como tal es percibida por las partes, si ésta no tiene la voluntad o la posibilidad de reaccionar contra ella.
 También puede ocurrir que la controversia se cierre con un acuerdo que para una de las dos partes es sustancialmente injusto, si esta parte no tiene la posibilidad concreta de continuar el proceso para imponer sus derechos.
Si partimos de una concepción según la cual no importa la calidad de la decisión que concluye el proceso, ya que se prescinde de los valores y las exigencias que se toman en consideración, una conclusión a la que se puede llegar es que la comprobación de la verdad de las hechos tiende a ser considerada como una cosa irrelevante como un objetivo imposible por alcanzar, o hasta como una eventualidad desagradable o contraproducente. «Un proceso dirigido a maximizar el objetivo de la resolución de los conflictos no puede [...] aspirar al mismo tiempo a maximizar la exactitud de la comprobación del hecho» afirma uno de los mayores estudiosos de estos problemas. De otra parte, «el proceso de resolución de los conflictos es indiferente a cuan efectivamente sean las cosas» y, por lo tanto, no está interesado en conseguir una comprobación verdadera de los hechos de la causa.
Existen numerosos sujetos que -más o menos conscientemente- adoptan algunas variantes de esta actitud: se ve al abogado escéptico al absolutista decepcionado y al nihilista filosófico, con muchas manifestaciones según la cultura jurídica o filosófica que se tome en consideración. Un aspecto importante de esta actitud concierne específicamente al tema de los poderes de instrucción del juez.
 Siendo notorio, e históricamente confirmado, que el modo eficiente para descubrir la verdad de los hechos en juicio es restablecer exclusivamente a las partes las iniciativas probatorias. Resulta obvio que quien asume una posición de absoluta indiferencia con respecto a la comprobación de la verdad también es propensa a adoptar un sistema en que las partes dispongan en vía exclusiva de todas las iniciativas de instrucción, sin que al juez sea atribuido ningún poder. La teoría según la que el proceso está exclusivamente dirigido a la resolución de los conflictos se basa en una visión individualista que refleja un «sociologically impoverished universe» en el que cuentan solamente los intereses y los objetivos privados.
 Por cuanto culturalmente y sociológicamente pobre, sin embargo, esta visión lleva a sustentar que solamente los individuos privados pueden y deben desarrollar un papel activo en el proceso civil, y eso también vale a propósito de las iniciativas probatorias.
Por el contrario, es interesante subrayar que cuando se parte de la premisa ideológica por la cual no deberían atribuirle al juez poderes de iniciativa de instrucción, esto lleva a concluir que hace falta renunciar a la idea de que pueda ser en el proceso conseguida -o tenga que ser investigada- la verdad de los hechos. No al azar uno de los autores que afirma la naturaleza autoritaria de los sistemas que le atribuyen al juez estos poderes con mayor énfasis, y, por lo tanto, es favorable a su eliminación, también afirma que necesita «humildemente» renunciar a la verdad en el ámbito del proceso.

 En síntesis:
 Alamiro Fernández Acevedo

Si la comprobación de la verdad de los hechos no interesa, entonces no hay necesidad de proveer al juez de poderes de instrucción autónomos para permitirle verificarla cuando para este objetivo las iniciativas de las partes resultan insuficientes; recíprocamente, si se comparten las razones ideológicas por las que se cree que el juez no tenga que ser dotado con estos poderes, entonces es coherente creer que el proceso no pueda, y en todo caso no deba, ser orientado hacia la comprobación de la verdad de los hechos.
Estas orientaciones pueden ser objeto de numerosas críticas que aquí no puede ser discutidas analíticamente: En todo caso, ellos arriesgan -como se suele decir- probar demasiado. Si la comprobación de la verdad no interesa y, por lo tanto, el proceso no tiene que ser orientado hacia este objetivo, y si tampoco interesa la calidad de la decisión, entonces es difícil comprender porque las partes y el juez deben perder tiempo en ofrecer y en admitir las pruebas. Si se cree que el verdadero y exclusivo fin del proceso y la decisión es ponerle fin a la controversia, entonces hay otros modos, más rápidos y eficaces, de alcanzar el objetivo: lo fueron las ordalías, que pusieron sencillamente fin al proceso eliminando a una de las partes, y también lo sería echarlo a la suerte, como, por otra parte, alguien sugiere, al menos para los casos más difíciles, o bien el lanzamiento de una moneda.
 En esta perspectiva, la instrucción probatoria -así como todo el proceso-desarrollaría solamente una función marginal y simbólica: no sería otra cosa que un tipo de representación ritual, que es celebrada no porque se trata de un instrumento institucional dirigido a administrar la justicia, sino porque sirve para hacer creer, a las partes y a la sociedad generalmente, que la justicia es hecha, con la esperanza de que, en tal modo, las partes se induzcan a concluir la controversia y la paz social sea rehecha.
En sustancia, el ritual procesal serviría sencillamente para legitimar la decisión, haciéndola parecer como aceptable, sin que la naturaleza o el contenido de ella tengan ninguna importancia: el proceso, y en particular la adquisición de las pruebas, sería destinada sencillamente a hacer que cualquier decisión, independientemente de su justicia intrínseca y de su relación con los hechos reales de la causa, sea aceptada por sus destinatarios.
El panorama cambia completamente si se parte de una opción ideológica diferente y que jurista Jerzy Wroblewski ha definido como «ideología legal-racional» de la decisión judicial. Esta ideología pone al centro del problema de la administración de la justicia la calidad de la decisión, subrayando que ella tiene que estar fundada en una aplicación correcta, y racionalmente justificada, del derecho.
 En la misma dirección se ubican otras concepciones según las que la administración de la justicia no se resuelve en la controversia entre individuos privados, sino que tiene que ser orientada a la realización de public valueso a la consecución de decisiones justas.
En este orden de ideas, una de las condiciones para que el proceso conduzca jurídicamente y de modo racional a decisiones correctas, y por lo tanto justas, es que éste sea orientado a establecer la verdad en orden a los hechos relevantes de la causa. Para esto podrían invocarse varias justificaciones pero dos de ellas parecen particularmente relevantes. La primera es que, especialmente en el ámbito de la administración de la justicia, y también de la justicia civil, se advierte la «necesidad de la verdad» que un acreditado filósofo indica como un aspecto esencial del pensamiento y la cultura moderna, más allá de un carácter esencial de las sociedades democráticas.
 La segunda justificación, en alguna medida más específica, es que ninguna decisión judicial puede considerarse legal y racionalmente correcta, y por lo tanto justa, si se basa en una comprobación errónea y no verdadera de los hechos a los que se refiere.
La afirmación que la justicia de la decisión también depende de la veracidad de la comprobación de los hechos puede parecer obvia, y no por azar está presente en varias culturas jurídicas, y también en Italia.
 Hay sin embargo algunas razones por las que no puede considerarse deducida. Por un lado, en efecto, a menudo surge la desgastada pero nunca desechada objeción escéptica por la cual la verdad no sería nunca alcanzable, tanto menos en el proceso, y, por lo tanto, no sería posible hablar sensatamente de comprobación verdadera de los hechos.
 Por otro lado, no deben ser descuidadas las argumentaciones -ya referidas- de quien cree que en todo caso la búsqueda de la verdad en el proceso sea inútil, si no contraproducente, con respecto a la finalidad fundamental del proceso que es reconocida en la solución de las controversias. Parece pues útil desarrollar, incluso en términos sintéticos, algunas implicancias de la orientación según la que la comprobación verdadera de los hechos es un objetivo que también debe ser perseguido en el proceso civil.
Ante todo, vale la pena subrayar que en esta perspectiva el proceso no deja de ser el instrumento institucional para la resolución de las controversias, pero se vuelve relevante la calidad de la decisión con que la controversia es solucionada.
 En sustancia, cada decisión no es «buena» sólo porque pone punto final al conflicto; la decisión es «buena» si pone punto final al conflicto siendo fundada en criterios legales y racionales, entre los que asume importancia particular la veracidad de la comprobación de los hechos. Por otro lado, la ideología seguida por la cual el proceso tiene que tender a concluirse con decisiones justas parece coherente con una interpretación no formal y no meramente repetitiva de la cláusula constitucional del «justo proceso»: ella debería en efecto ser referida a un proceso que puede ser «justo» en cuanto está orientado a la consecución de decisiones justas.
 Además, se podrían valorar las calidades y los defectos de los varios sistemas procesales en función de su capacidad de conducir a decisiones justas, o sea -por cuanto aquí interesa- a decisiones basadas en una comprobación verdadera de los hechos: por ejemplo, un proceso en el que existan varias reglas de prueba legales y muchas reglas de exclusión de pruebas relevantes aparecería como singularmente inadecuado para permitir la formulación de decisiones justas, mientras que aparecería más funcional a este objetivo un proceso en el que todas las pruebas relevantes que se asumieran fueran valoradas por el juez según criterios racionalmente válidos.
La orientación favorable a la atribución de poderes de instrucción al juez, que se manifiesta -como se ha visto- en numerosos ordenamientos, se basa evidentemente en elecciones ideológicas en función de los que la calidad de la decisión que cierra el proceso no es para nada indiferente e irrelevante, y tiene que tender en cambio a basarse en una comprobación verdadera de los hechos de la causa.
 Para que esta finalidad sea conseguida hace falta que se realicen varias condiciones: una de estas condiciones es que el juez pueda integrar las iniciativas probatorias de las partes cuando ellas parecen insuficientes o inadecuadas para permitir la adquisición de todas las pruebas que hacen falta para formular una decisión que verifica la verdad de los hechos.
 Parece de otra parte insostenible la opinión -a veces recurrente en particular en la doctrina norteamericana- según la cual un proceso podría ser orientado hacia la búsqueda de la verdad de los hechos, y sin embargo debería estar basado en el exclusivo monopolio de las partes de las iniciativas probatorias.
La historia del proceso del common law enseña, en efecto, que el proceso integralmente adversarial no ha sido orientado nunca hacia la búsqueda de la verdad, y que la libre controversia de las partes no es un buen método para alcanzar una comprobación verdadera de los hechos. En todos los procesos hay al menos una parte -la que sabe que se equivoca- que no tiene ningún interés en que se descubra la verdad; de otro lado, los defensores no son científicos que persiguen una búsqueda imparcial y desinteresada de la verdad, y tienen interés en hacer emerger la versión de los hechos que más le conviene a su cliente, antes que la verdad.
Es sobre la base de consideraciones de este género que todos los grandes ordenamientos europeos se han orientado en el sentido de atribuirle al juez un papel activo en la adquisición de las pruebas. Un caso particularmente interesante, desde este punto de vista, es el de Inglaterra, donde la tendencia a hacer que el proceso civil pueda conseguir resultados de substantive justice, basándose en la máxima aproximación posible a la verdad de los hechos, ha inducido a reforzar decididamente los poderes del juez invirtiendo la orientación tradicional de aquel sistema procesal.
 Como se ha visto antes, los diversos ordenamientos procesales han usado técnicas normativas diferentes y se han inclinado, más o menos, por la ampliación de los poderes de instrucción del juez: un dato constante que surge de la investigación comparativa es que, en todo caso, ningún ordenamiento procesal moderno renuncia a orientarse hacia la búsqueda de la verdad de los hechos, y ningún ordenamiento procesal moderno confía exclusivamente en la iniciativa de las partes para conseguir este objetivo.
También será útil notar que sobre ninguno de estos ordenamientos pende la sombra de Torquemada, y en ninguno de ellos aflora el fantasma del juez como longa manus de Hitler, de Mussolini o de Stalin. Se presenta bastante la figura, mucho más modesta y razonable, de un juez que asiste al «juego de las partes» e interviene cuando se entera que este juego amenaza llevar a decisiones injustas porque se basa en una comprobación inadecuada de los hechos, en cuanto las partes no han producido en juicio todas las pruebas disponibles.
La experiencia de los ordenamientos procesales europeos exhibe también la inconsistencia de una premisa de la que a menudo se cogen los movimientos -implícitamente o explícitamente- cuando se discute sobre los poderes de instrucción del juez. Llamaría a esta premisa «teoría de la tarta», ya que consiste en concebir el conjunto de los poderes de iniciativa de instrucción como una tarta que el legislador en su momento divide entre las partes y el juez, con la consecuencia que en cuanto más poderes de instrucción le son atribuidos al juez, eso implicaría una proporcional reducción de los poderes probatorios de las partes.
 Si así fuese, haría falta concluir que en el proceso francés las partes ya no tienen ningún poder de iniciativa de instrucción, puesto que el art. 10 atribuye la «tarta» entera al juez otorgándole -como se ha visto anteriormente- un poder general de disponer pruebas de oficio. Análogamente, haría falta concluir que en el proceso alemán a las partes no queda otra cosa que una «rebanada» muy reducida e incierta, constituida por el poder de deducir pruebas testimoniales: esta «rebanada» no estaría ni siquiera reservada a la completa disponibilidad de las partes, puesto que el juez puede inducirla a deducir testimonios que ellas no dedujeron de espontánea voluntad.
Todo ello es evidentemente absurdo, tratándose de ordenamientos en los que no es dudoso que sean actuadas las garantías de la defensa, y que el derecho a la prueba que corresponde a las partes sea reconocido y asegurado. La «teoría de la tarta» es pues inconsistente e infundada.
Ahora, en cambio, no es posible seguir considerando la atribución de poderes de instrucción al juez y su ejercicio como un tipo de proporcional deminutio de las posiciones procesales de las partes y como una violación de sus garantías fundamentales. La experiencia de los ordenamientos europeos, y en particular del ordenamiento francés, se orienta, por el contrario, en el sentido que sea posible maximizar en el mismo momento el derecho a la prueba de las partes, la garantía del debate y la atribución al juez de amplios poderes de instrucción. De otra parte, es evidente que cuando el juez ejerce uno de sus poderes de instrucción no usurpa ningún poder de las partes ni invade un territorio a ellas reservado.
Esto podría darse solamente en un sistema en el que las partes no gozaran de ninguna garantía, pero -además del hecho que ello no ocurre en ningún ordenamiento procesal desarrollado- ello concierne directamente a la configuración de los derechos y las garantías de las partes, antes que a los poderes del juez. De otra parte, como también se ha visto, los diversos ordenamientos no prevén que el juez se enterque a priori y solo a la búsqueda de las pruebas, sino solamente que él ejerza poderes de control e iniciativa que son configurados claramente como accesorios, y sustancialmente residuales, con respecto a los poderes de iniciativa de instrucción que corresponden a las partes.
 Además, en los sistemas que actúan de veras las garantías de la defensa, estos poderes deben ser ejercidos en pleno debate de las partes, con el derecho a este de objetar con respecto a las iniciativas del juez y de deducir las pruebas que estas iniciativas hagan necesarios. Basta observar, de otra parte, que el juez italiano, ex art. 281-ter, llama de oficio a un testigo a la que una parte ha hecho referencia o el juez inglés, español o alemán que sugiere a las partes deducir una prueba, no invaden un campo de las partes privándolas de alguna prerrogativa: estos jueces están desarrollando sencillamente una tarea específica que es hacer que la decisión final se base en todas las pruebas disponibles, y, por lo tanto, sea aproximada lo más posible a la verdad de los hechos.

4º. -Consideraciones finales.

El análisis de los principales ordenamientos europeos, que se ha bosquejado, sugiere desarrollar, a título de conclusión, alguna sintética consideración relativa al argumento que es generalmente usada para contrastar o criticar la atribución al juez de autónomos poderes de iniciativa de instrucción. Este argumento está bastante difundido, y dice sustancialmente que en el momento en que el juez ejerce estos poderes pierde la imparcialidad misma, porque ésta acaba favoreciendo a una u a otra parte, y también pierde la independencia, porque acaba valorando de modo desequilibrado las pruebas que él ha dispuesto asumir.
Acerca de esto se puede observar ante todo -aparte de la dudosa autenticidad de las ingenuas nociones psicológicas sobre las que este argumento se basa- que si ello fuera válido deberíamos concluir que todos los legisladores procesales europeos -cada uno a su modo- han sido asaltados por un viento de locura que los ha inducido a atribuirle al juez un papel activo en la adquisición de las pruebas, sin darse cuenta que en tal modo habrían puesto en riesgo el valor fundamental de la imparcialidad y la independencia del juicio del mismo juez.
 Ya que no hay pruebas creíbles de esta locura colectiva, deberíamos concluir que la experiencia comparativa enseña la falta de fundamento del temor que el juez, ejerciendo un papel activo, se vuelve, por ello mismo, parcial e incapaz de valorar correctamente el material probatorio que ha sido adquirido también al juicio sobre la base de su iniciativa.
Se puede observar luego que en realidad el juez «toma partido» a favor de una parte y contra la otra en cada momento del proceso, o sea todas las veces que provee o decide algo en relación al procedimiento, o soluciona cuestiones preliminares o prejudiciales, pero nadie piensa que por esta razón, y a cada momento, él pierde su imparcialidad.
Ya que el juez tabula rasa y absolutamente pasivo no existe, y en todo caso no puede existir en el curso del proceso, deberíamos concluir que el juez no es nunca imparcial: con esto, sin embargo, cualquier discurso sobre el proceso estaría privado de sentido. No se entiende, de otra parte, porque el juez se convierte en parcial cuando dispone una prueba de oficio o sugiere a las partes deducir una prueba, y no la desarrolla, por ejemplo, cuando admite o excluye una prueba deducida por una parte, o cuando reduce las listas testimoniales o cuando cierra la instrucción probatoria.
En general, además, sería oportuno aclarar la imagen del juez a la que se ha hecho referencia. Si se piensa en un «buen» juez, capaz de ejercer correctamente y racionalmente sus poderes, no hay razón de temer que él se vuelva parcial, e incapaz de valorar las pruebas, por el sólo hecho de haber dispuesto o sugerido su adquisición. Sólo si se piensa en un juez incapaz y psíquicamente débil se puede temer que él pierda su propia imparcialidad en el momento en que decide sobre la oportunidad que una prueba ulterior sea adquirida, o que no sea capaz de sólo valorar una prueba de modo equilibrado porque ha sido por él dispuesta.
 Un juez «normal» está en capacidad de establecer si un testimonio, por él considerado útil, es creíble o no, de misma manera con la cual valora la credibilidad de un testimonio ofrecido por una parte: sostener la hipótesis que el juez considera atendible un testimonio que no lo es, sólo porque ha dispuesto de oficio su audición, presupone que aquel juez sea considerado «no normal».
Naturalmente existe el riesgo que el juez esté condicionado por el llamado early bias (o confirmation bias), o sea por la inclinación a creer atendibles las propias primeras impresiones sobre los hechos de la causa, y a investigar en las pruebas las confirmaciones del propio pre-trial, subvalorando las pruebas que contrastan con ello. Sin embargo, el modo para afrontar esta eventualidad no es ciertamente la exclusión de los poderes de instrucción del juez, puesto que ella también puede verificarse cuando el juez no cuenta con estos poderes o en todo caso no los ejerce: bien puede ocurrir, en efecto, que también un juez «pasivo» se apegue excesivamente a una cierta versión de los hechos de la causa, y, por lo tanto, oriente las decisiones posteriores, incluso la decisión final, sobre la hipótesis que tal versión de los hechos sea digna de ser considerada como verdadera.
 De otra parte, no hay necesidad de largas argumentaciones para enseñar que los remedios contra el prejuicio del juez son otros, y consisten en la plena realización del debate de las partes, también a obra del mismo juez, y en la necesidad que él redacte una motivación analítica y completa, racionalmente estructurada sobre la base de justificaciones controlables, de la decisión sobre los hechos.
Evidentemente, los ordenamientos jurídicos que le han atribuido al juez un papel activo en la adquisición de las pruebas han creído que tales poderes les eran otorgados a jueces capaces de desarrollar correctamente y racional su función de estímulo, de control y de iniciativa probatoria, sin que ello pusiera en peligro los valores fundamentales del proceso civil. Según cuánto es dado a entender de la experiencia de estos ordenamientos, no parece que esta hipótesis haya sido contradecida en la práctica.
Esto debería permitir reconducir el problema de los poderes de instrucción del juez dentro de los confines de una correcta discusión científica y desechar polémicas ideológicas nebulosas e inútiles.

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