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114).-EL EMPLEO DEL LENGUAJE COMÚN Y GESTUAL EN LA JUSTICIA INGLESA. a

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INTRODUCCIÓN

Los barones ingleses, reunidos en Merton en 1236 proclamaron una voce: nolumus Angliae leges Mutare, quae hueusque usitatae sunt et aprobate.

En realidad este estamento nobiliario no pudo medir el verdadero alcance de su declaración. Es posible que la animadversión contra el emperador, contra el Imperio y contra el Derecho romano, hayan jugado en ello su papel1 . Este voto de confianza en las viejas leyes de Inglaterra fue pronunciado para rechazar en la isla el sistema de legitimación de los hijos naturales tomado del derecho romano-canónico2 . Y no sólo en este aspecto de las leyes de familia, sino igualmente en los demás campos del derecho. Inglaterra mantuvo su posición insular, separándose así del continente por otra frontera más. Este canal de la Mancha de la ciencia jurídica hizo posible la continuidad evolutiva de la Edad Media a la Edad Moderna en el derecho inglés, que no quedó interrumpido bruscamente, como en Europa continental, por la adopción del Derecho romano, según afirma VINOGRADOFF3 .

DOS RAMAS DEL DERECHO OCCIDENTAL 

La cultura jurídica occidental aparece dividida –como es sabido- en dos grandes esferas: los países herederos del derecho romano y de las codificaciones realizadas a semejanza del Corpus Iuris y los países del derecho casuístico fundamental. En los primeros, el promotor del derecho es el legislador; mientras que en los segundos, el papel de protagonista corre a cargo de la magistratura; en unos se determina el derecho descendiendo del principio jurídico al caso particular; en otros se asciende, por el contrario, desde el caso particular al principio jurídico general. Los países de progenie romanística instituyen el derecho sobre la base de la ley y del espíritu de la ley; las naciones de tradición anglosajona encuentran su fundamento en la vida jurídica y en la naturaleza de cada asunto4 .

Sin embargo, no es tanta la separación entre estas dos esferas del derecho para que haya un abismo entre ellas. Aunque el canal, llamado inglés por los británicos, separa a la Isla del resto de Europa, sirve también de gran vía de comunicación. La nave del Derecho romano lo surca incesantemente y desde hace siglos impide que se cree un abismo entre estas dos grandes culturas jurídicas5 . Aún creyendo en la existencia de un cierto espíritu común en las dos esferas del derecho –continental europea y anglosajona- hay dos claros rasgos del sistema jurídico inglés que, al diferir de otros derechos- le confiaron su carácter distintivo. Puede afirmarse con C. K. ALLEN6 , que las principales características diferenciales del derecho inglés son:


 1 SHERMAN, CH., “Salient features of the reception of Roman Law into the Common Law of England and América”, en Boston University Law Review (BULR) 183 (1928) p. 189.
2 MAITLAND, The constitutions History fo England (ed. Cambridge 1963) p. 53, donde añade: “Both became suspeciously regarded-owing doubtless to the arrogance of the clergy –as but mere instruments to enslave the English people to popes and emperors: hence the efforts made to curtail the authorative influence in England of the Roman Laws”.
 3 VINOGRADOFF, Outlines of Historical Jurisprudence I (Oxford, 1920) p. 30. 4 ESCUDERO, J.A., “La Historiografía General del Derecho inglés”, en Anuario de Historia del Derecho Español 35 (1965) p. 217 ss. 5 RODRÍGUEZ-ENNES, “La recepción del Derecho romano en Inglaterra”, en Actas del I Congreso Iberoamericano de Derecho Romano (Granada, 1995) p. 203 ss. 6 ALLEN, C. K., Law in the Making, 7ª ed.(Oxford, 1963) p. LXIV

1 – Su continuidad histórica, a la que ya se ha hecho referencia. En realidad no hay ninguna ruptura importante en el desarrollo del sistema jurídico inglés desde la conquista normanda hasta nuestros días.

2 – La importancia de la centralización, pues –desde el siglo XII- los principales tribunales ingleses han tenido su sede en Londres; y los jueces que desde aquella época recorren el país para rendir justicia, eran y siguen siendo jueces del Tribunal del Rey en Londres.

3 – La posición de la magistratura, que tiene un grado extraordinario de prestigio y autoridad, no sólo por el número no muy elevado de jueces, sino también por la facultad del juez de crear el derecho. El clásico judge made law tiene una enorme transcendencia en el desarrollo de la ciencia jurídica inglesa.

 4 – El elemento laico (NO LETRADO) en el sistema jurídico inglés. A través del jurado, institución de trascendente importancia en Inglaterra, el elemento no profesional desempeña un decisivo papel en el proceso judicial, incidiendo de un modo patente en el lenguaje oral y gestual de todos y cada uno de los intervinientes en el litigio.

 Quizá podría decirse que la característica fundamental de las señaladas por ALLEN es la primera, pues, en realidad muchos de los rasgos del sistema jurídico inglés, e incluso del espíritu nacional, tienen su fundamento en el hecho de que en Inglaterra –a diferencia de los países del continente europeo- la Edad Media no se separó de la Edad moderna por un profundo corte, sino que, por el contrario, se prolonga todavía en el presente. Esta permanencia de la tradición, fácil de apreciar en la vida inglesa actual, ha arraigado con fuerza en la organización judicial. Las diferencias entre el sistema de la judicatura existente en el continente europeo y el vigente en Inglaterra son, pues, grandes. Sin embargo, inciden con mayor fuerza sobre los aspectos formales que constituyen –en suma- el objeto de la presente investigación.


LA JUSTICIA INGLESA 

. LA ESTÉTICA DE LOS TRIBUNALES 

Al observador externo siempre le ha llamado poderosamente la atención, para bien o para mal, el fuerte contenido litúrgico de que se ha rodeado desde antiguo el mundo de los tribunales para desarrollar su cometido de dispensador de la justicia. Y aunque en naciones muy próximas a la nuestra también podamos encontrar ejemplos de mundos judiciales dotados de espectaculares símbolos litúrgicos (Francia, por ejemplo), han sido precisamente los tribunales británicos los que más se han destacado, por su singularidad, en estas manifestaciones formales del ejercicio de la labor jurisdiccional. 2
No se trata tan sólo de las togas, las pelucas, la sencilla belleza de sus salas de audiencia, llenas de evocaciones sugerentes, sino también de sus ritos, la venerable edad de sus jueces, la atmósfera intimista y relajada, lo que separa ese mundo de los otros que conocemos en el continente. En los países anglosajones, así como en Francia y, en menor grado en Italia (sobre todo en los juicios penales), la vista oral puede alcanzar un extraordinario dramatismo. 

En España varios factores (especialmente el derecho de fiscales y abogados a informar sentados, y la tradición) apagan mucho el drama judicial. Los semióticos dirán que la importancia del foro, de la libertad de expresión, del debate público, en unos u otros países es lo que da la medida de este dramatismo. Así se podría insinuar, aunque sin pruebas, que un país sujeto a una historia poco propicia para el ejercicio público de la libertad de expresión, el foro refleja la pobreza que consecuentemente le corresponde, y la pobreza no ha de ser entendida tan sólo materialmente, en términos de riquezas de mobiliario, sino en un sentido más profundo.
 Hay quienes afirman que las togas y la actual estructura de las salas de audiencias deberían ser suprimidas para impedir influencias extrañas en los justiciables, que se pueden ver abrumados o coaccionados por el ambiente que tales elementos generan. Ello llevó al gobierno sueco a eliminar los elementos ritualistas de su administración de justicia hace ya treinta años. Y de vez en cuando se escuchan algunas voces aisladas pidiendo las mismas medidas en otros países, España e Inglaterra incluidos7 .
Con todo debemos pensar que no es la toga forense o la altura de los estrados, no es el rito, en fin, lo que separa a los jueces y demás operadores jurídicos del justiciable, sino ciertos ritos y cierta estética y –muy notablemente también- la actitud personal de aquellos operadores jurídicos. La belleza de la sala de audiencia y del tribunal constituido bajo unos criterios estéticos adecuados nos ayuda a alejarnos convenientemente (esto es, hasta cierto punto) de la crudeza de la función real que se está representando y, mejor así, nos compensa de esa misma crudeza. La necesidad de diferenciarse de la masa, con lo que ello gratifica a la vanidad, se ve en cierto modo satisfecha con los tratamientos, con las togas8 . Además, la toga se utilizará por los juristas como símbolo didáctico frente al justiciable; le está indicando a ese jurista y a su víctima que no es el abogado o el juez quien le castiga o quien desatiende a sus razones. Es la ley. En realidad todo ello se puede predicar de cualquier sistema judicial. 
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Pero hemos señalado que la estética judicial se puede utilizar para esos fines positivos o para otros que consideramos negativos. O se puede utilizar una estética muy poco estética. Esto último es cosa de buen gusto oficial y corporativo, pero lo anterior, la utilización finalista de las formas tiene mucho que ver con el modelo de Estado que se escoja. Teóricamente, en el Estado no–autoritario tipo, al no intervenir éste nada más que en los aspectos más imprescindibles de la actividad social, el poder público no



7 PANNICK, Judges (Oxford, 1988) p. 143.
8 BOARD, R., El psicoanálisis de las organizaciones (Buenos Aires, 1980) p. 11.
suele entrar en los contenidos litúrgicos de los tribunales, dejando a la propia profesión gobernarse a sí misma en lo posible. Y como a la profesión jurídica le importará exhibir su importancia y singularidad tenderá a dotar a esa liturgia de un fuerte componente estético-elitista (socialmente hablando), siempre que el ambiente social no lo rechace - porque en tal caso conseguiría el efecto contrario del deseado, lo que explica la simplicidad de formas en Norteamérica-9 . Igualmente, en el Estado liberal, si se busca al juez en función de su auctoritas, es decir de su prestigio como sabio en Derecho, la estética jurídica tenderá lógicamente a reflejar y enaltecer tal característica.
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 Se facilitará un sistema procesal en que el juez pueda emplear adecuadamente su sabiduría, y se le dotará de esa proximidad-lejanía tan característica de las personas que institucionalmente han de representar a los mitos sociales. Como en cierto modo venía sucediendo con la monarquía británica, los jueces ingleses combinan sabiamente la lejanía, física y simbólica, y la proximidad humana con los justiciables. Los jueces ingleses están en condiciones –hasta físicas por la disposición de las salas de audiencia- de mostrar cierta moderada majestad, exhibiendo a su alrededor discretos pero significativos símbolos sociales e históricos (el escudo heráldico de la Casa Real, la maza ceremonial o la pala de plata, en su caso), manteniendo una distancia material que los separe del justiciable –el estrado es bastante alto y está aislado por todos lados del resto de los intervinientes y espectadores del juicio –en tanto no lo está suficientemente como para dificultar un diálogo sosegado con éste o los letrados, testigos o peritos. Como sabe cualquier psicólogo social, a veces lo conveniente es poner ciertas distancias y barreras, porque precisamente facilitan, contra lo que pueda parecer superficialmente, el contacto humano.


9 En Norteamérica, en los estados de sur, políticamente mucho menos estables que los del norte, las salas de audiencia y del ambiente judicial son muy sencillos. No es igual en el norte y en los tribunales federales, donde sí es cierto que el abogado no utiliza toga, sí la utiliza el juez, y las salas de justicia a menudo alcanzan una suntuosidad incomparable incluso en Europa.

 En cambio, en el Estado conformado en una tradición autoritaria, el papel ritual del juicio se devalúa considerablemente, aunque en algunos países el arrastre de determinadas tradiciones históricas mantiene ciertas apariencias grandilocuentes, pero no se olvida el carácter de simple funcionario que ostenta el dispensador de la justicia –y así se le suele sentar al mismo nivel que a los abogados o secretarios, con el desastre estético que ello suele comportar-. 
Las togas dependen de la voluntad del gobernante, que en ocasiones las prohíbe y, en cambio, el carácter oficialista está tan ridículamente metido en la cabeza de todos que con frecuencia los jurados (si es que los hay) se revisten precisamente de lo que es lo opuesto a la esencia de su papel: con bandas o escarapelas oficiales (Italia, Francia en ocasiones). En Inglaterra, los barristers y solicitors (las dos clases de abogados existentes en el país) han de acudir a los tribunales profesionales vestidos de toga negra, con el cuello cubierto por dos tiras de tela blanca almidonada que denominan “bandas”; los primeros, además, deberán usar peluca, que parece se está imponiendo voluntariamente entre los segundos, tras su reciente acceso a los más altos tribunales con la ley de 1990. Los jueces utilizan de ordinario en los pleitos civiles una toga semejante, también negra, pero se diferencian en la peluca; para los juicios criminales, la toga judicial es de color, variando según ciertas circunstancias. Para las solemnidades –como la apertura del Parlamento- las máximas autoridades judiciales utilizan una toga larga abierta, de damasco negro, con gran profusión de bordados de oro a lo largo de las mangas y del frente, y los otros jueces usan el modelo más conocido y caricaturizado de toga roja con muceta y gran capucha abierta y echada sobre la espalda, forradas ambas de armiño10. Las salas de audiencia sitúan al juez inglés a cierta altura sobre el suelo, en posición no alcanzable por los justiciables, pero también suelen situar a éstos a cierta altura, frente al juez o a un lado, sentándose los abogados en filas de bancos colocados formando grados, como el público o los jurados. Los únicos que quedan en plano inferior, sentados delante del juez, lo que les permite movilidad por toda la sala al tiempo que facilita al juez controlar el conjunto, son el secretario, el estenopista y el agente judicial. 
fabiola del pilar gonzález huenchuñir


La sala no suele ser grande, pero su decoración, sobria y elegante, es de madera, con frecuencia cubiertas las paredes por todos lados con libros hasta el techo. A pesar de su austeridad general, la iluminación y el detalle del escudo real tallado también en madera sobre la cabeza del juez, a cuyo lado a veces, según el tribunal de que se trate se coloca una espada, una maza ceremonial o una pala de plata, en todo caso muy evocadoras, confieren al conjunto un aire discretamente acogedor. Los juzgados y tribunales españoles pasaron históricamente de ser unos lugares de nulos valores estéticos –salvo quizás el Tribunal Supremo- que trataban de transmitir un aire de solemnidad un tanto midentina, hasta los modelos simples y funcionales de las nuevas construcciones.
 La legalmente obligada uniformidad de altura de los estrados, donde los jueces, fiscales, secretario, abogados y procuradores se sientan al mismo nivel, ha supuesto la pérdida de posibilidades estéticas muy notables al dificultar el juego de volúmenes encontrable en países donde las pretensiones democratizadoras son menos simplistas. Las togas judiciales y de la abogacía son similares, negras, abiertas y sin bandas que disimulan la variedad de prendas situadas bajo ellas; tras la Ley Orgánica de 1935, los procuradores pueden utilizarla igualmente11. El negro del ropaje puede considerarse signo de austeridad, pero dado el entorno de las salas de audiencia puede crear un ambiente muy poco sugestivo y severo en exceso.

1 0Para una descripción sintética de togas y pelucas con buenas ilustraciones a color, véase CAMPBELL, Robes of the Realm. 300 years of Ceremonial Dress (Londres, 1989) p. 30 ss. y 96 ss. 1 1Se trata de un traje corporativo cuyo origen probablemente se remonta al siglo XIV y que se encontraba ya con las características actuales desde luego en el siglo XVIII, según se observa en algunos retratos de los “golillas” de la Ilustración que se conservan en varios museos españoles y singularmente en el Congreso de los Diputados y en el Gabinete de Estampas de la Biblioteca Nacional de Madrid 

GOODRICH12 ve en el ambiente una trasposición juicio-eucaristía porque dice, “al igual que en el sacramento eucarístico el oficiante, el sacerdote investido por Dios en poderes especialísimos para materializar el cuerpo divino en una pieza de pan y en un cáliz de vino, el juez y sus acólitos, los abogados, poseedores de un conocimiento esotérico, materializan lo que es un bien superior, la justicia, poseído por muy pocos entendidos”. Pero no es tan malo que la gente vea la representación de la auctoritas en los tribunales de justicia y sus símbolos. Más vale eso que que no vean nada. Lo indeseable, en todo caso, es que no confíe en las instituciones o que lo que contemple, cuando acuda a una sala de audiencia, sea el rostro frío e inexpresivo de la burocracia.


2.2. LA ÉTICA DEL SISTEMA


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SWIFT describía a la abogacía como una sociedad de hombres educados para probar que lo blanco es negro y lo negro blanco, de acuerdo con lo que paguen; desde luego, los abogados como grupo no gozan en ningún lugar de buena reputación y las actuaciones de los letrados han llegado a provocar en ocasiones serios desórdenes a lo largo de la historia de los pueblos13. Pero no es cierto que la profesión jurídica sea intrínsecamente odiosa: muchos de los que hablan mal de la abogacía estarían encantados de que un hijo brillase como profesional del Derecho. Quiere esto decir que no se puede generalizar fácilmente, y que, aún contando con sus defectos y costes, se puede afirmar que la abogacía inglesa es observada en general como un grupo muy serio y responsable, que todavía inspira confianza14, a gran distancia de la opinión que sobre sus colegas se tiene de este lado del canal15.
 Dice David PANNICK que los abogados “viven de proponer cosas que no siempre aprueban e incluso que las repugnan; deben defender posturas dañinas para la sociedad, y despreciar los actos más notables; su misión no es ampliar el horizonte intelectual de los ciudadanos, sino seducirlos para conseguir un fin. Disculpar la maldad y promover la injusticia no es cosa fácil, exige cierta habilidad y el ejercicio de la hipocresía”, pero –continúa- “sin embargo, la abogacía tiene en su manifestación de libertad de expresión y su contribución vital al imperio del Derecho una moralidad esencial que justifica su práctica, excusa sus excesos, y hace intolerable cualquier sociedad en la que falte su presencia”16.

1 2 GOODRICH, Languages of Law. From Logics of Memory to Nomadic Masks (Londres, 1990) p. 54 ss. 1 3 ZANDER, A Matter of Justice. The Legal System in Ferment I (Oxford, 1989) p. 5. 1 4 DENHAM; Law. A modern introduction, 3ª ed. (Londres, 1994) p. 114. 1 5 TOHARIA, J. J., “La imagen de la justicia”, en Psicología social y sistema penal (Madrid, 1987) p. 22. 1 6 PANNICK, Advocates (Oxford, 1992) p. 28.


Algunos abogados llegan a extremos teatrales expresivos de su falta de principios para conseguir el triunfo de sus clientes, cualquiera que sea el medio de emplear. No sería el primer abogado que alquila ancianas venerables, esposas frágiles y niños llorosos para hacerlos pasar por madres, esposas o hijos de los justiciables ante jurados o jueces timoratos. Todo ello es consecuencia casi inevitable del trabajo con jurados y jueces legos, mucho más susceptibles teóricamente de dejarse impresionar por histrionismos que los jueces profesionales. Si embargo, no faltan voces que defiendan este tipo de actuaciones cuando tienen por objeto pura y simplemente engañar a los dispensadores de justicia. La abogacía ejemplifica con pocas otras cosas la libertad de expresión, requisito básico para poder ejercer el derecho de defensa. Es la máxima garantía de que la verdad salga a la luz, porque sólo mediante el debate público de posturas enfrentadas se pueden evitar los prejuicios y los errores. Puede incluso que mediante el debate judicial se demuestren justos y adecuados los argumentos en los que no creía ni el propio abogado que los sustentaba. Por eso la libertad de expresión en la sala de audiencia debe ser lo más amplia y flexible que sea posible.
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 El abogado, además, no debe temer sanción alguna por las frases, incluso faltas, incluso calumniosas, que pueda verter en el juicio porque para aclarar las verdades está precisamente el proceso, y porque de otro modo se le impediría dar rienda suelta a la pasión del momento, obligándole a estar más atento a medir sus palabras que a defender a su cliente. Más ello, llevado a sus extremos puede resultar excesivo por varias razones. Se ha dicho y repetido que las buenas formas no están reñidas con un buen ejercicio de la defensa de los clientes, pero en ese aspecto la abogacía inglesa es extraordinariamente irreprochable. El barrister inglés suele ser sumamente educado con sus oponentes, los justiciables o los testigos, y busca de contínuo expresiones eufemísticas del tipo de “mi culto amigo ha empleado argumentos que no tienen en cuenta los verdaderos hechos acaecidos”. Desgraciadamente, el foro español va adoptando, lenta pero firmemente, muy otros modales, propios, por lo demás, de las graves tensiones que sufre la actual profesión letrada a causa de su extremada masificación. Queda la duda de si el derecho de los letrados a ser escuchados por muy insostenibles que sean sus alegaciones, es beneficioso para la justicia o tan sólo para los propios abogados.
 En la historia judicial británica no es la primera vez que un juez que no aguanta la locuacidad vacua de algún letrado le dice que no puede seguir escuchando tonterías17. En todo caso, el abuso del tiempo de que disponen los tribunales tiene en Inglaterra más fácil solución que en nuestro país, en que únicamente cabe cortar (a veces continuamente pero sin éxito) la palabra al abogado insoportable (o abrirle un expediente criminal por desacato, en caso extremo, cosa que parece no ha ocurrido jamás en España). En Inglaterra los jueces superiores tienen una variedad de resortes a los que acudir para impedir que los letrados malgasten su tiempo: recursos que van desde sanciones con multa a aperturas de diligencias semiadministrativas por contempt (desacato). Más importante desde el punto de vista sustancial es el problema ético que se plantea si sostenemos que el abogado está en su derecho al mentir, calumniar o engañar como requisito necesario para desarrollar sin temor una buena defensa de su cliente. Henry BROUGHAM decía que el abogado sólo debe pensar en su cliente, aunque el resultado suponga un gran daño a la nación. A ello contesta el juez americano BURGER señalando que tal postura es puro cinismo, y que el abogado debe lealtad a causas más altas que las de su cliente18. En este sentido, decía BENTHAM que si un hombre ayuda a escapar a otro que cometió un robo, será reo de encubrimiento, pero que aquello por lo que un hombre sencillo es castigado, un abogado es pagado.
 Y John STUART MILL añadía que por ponerse una toga y una peluca, un hombre no queda exento de sus deberes morales19. Desde luego hay algo indiscutible. Los tribunales están al servicio de la justicia y del derecho, y a su disposición, para tales fines, de las partes. No a la de una de ellas en exclusiva. El Estado y la sociedad no sostienen el sistema judicial como foro para que los abogados puedan decir todo lo que quieran, sea lo que sea; ni los ciudadanos tienen que soportar impertinencias ni calumnias gratuitas. Otra cosa es que para arrojar dudas razonables sobre el fondo de los asuntos litigiosos, el juez pueda y debe admitir un amplísimo derecho de defensa por parte del abogado. Así, en los ordenamientos procesales, efectivamente, se garantiza ese ejercicio de defensa mediante la prohibición de expediente al letrado por sus palabras vertidas en juicio, salvo que el juez lo autorice.

2.3. EL JURADO EN INGLATERRA
JURADO

Ante todo, debemos poner de manifiesto que la institución del jurado está en franco declive histórico por una serie de causas, entre ellas la multiplicación enorme de la litigiosidad, que impide que el jurado esté presente en la mayoría de los juicios civiles o penales, tanto en la práctica procesal de los últimos siglos –en que el juicio con jurado era utilizado en casi todo tipo de proceso, fuera civil o penal- como en la realidad actual en que el jurado se utiliza casi solamente en juicios penales de cierta entidad, aunque en algunos países, como en los Estados Unidos, tenga todavía una destacada presencia en los pleitos civiles-, veremos que el jurado está presente de forma muy generosa en el mundo judicial anglosajón, comparado con la escasa presencia, cuando ésta existe, con la que se ha manifestado y se manifiesta en los países de distinta tradición político-judicial20. 
En cuanto a las posibilidades de éxito de la institución, ha de tenerse en cuenta que el jurado parte de la base de la existencia de una sistema jurídico y procesal relativamente sencillo y popular, fácilmente entendible por el hombre medio de la calle; es decir, un sistema jurídico fuertemente antinormativista. En cuanto al Derecho se tecnifica y complica las posibilidades de éxito del jurado se reducen paralelamente. Así es observable que la creciente tecnificación y normativización del Derecho privado en los países anglosajones ha ido desplazando lenta pero inexorablemente al jurado de los pleitos civiles. La naturaleza de lo que en su origen era el jurado viene expresada por su propio nombre –que en español denomina tanto a la institución, jury, como a cada uno de sus miembros, juror-. Un jurado –juror- es un hombre que efectúa un juramento por orden del rey. Es con los primeros reyes normandos de Inglaterra cuando se impone la costumbre de invocar ante el juez a un grupo de personas conocedoras de un hecho determinado y hacerles declarar sobre el mencionado hecho bajo juramento de decir verdad. Como es bien sabido, una de las características fundamentales de la Alta Edad Media europea consistió en lo que algunos autores denominan el “colapso de las comunicaciones”. Ello supuso que los acontecimientos de un mínimo relieve acaecidos en las pequeñas localidades o en las zonas rurales fuesen inmediatamente conocidos por los vecinos del lugar, ya que apenas ninguna interferencia de noticias foráneas podía alterar su minúscula actividad social21. De ahí que los monarcas o sus delegados acudiesen en busca de información a los lugares donde habían de resolver una cuestión de interés para la monarquía, llamando a su presencia a un número suficiente de testigos que pudiesen declarar sobre los hechos investigados. La resolución de la autoridad sólo se adoptaba cuando todos los testigos daban un testimonio coincidente –pronto se llegó al convencimiento de que doce era el número adecuado-. Si algún testigo discrepaba de los otros, los hechos se daban como no probados, porque esa ausencia de unanimidad inducía a sospechar que se faltaba a la verdad. Téngase en cuenta al respecto la enorme importancia que la invocación del nombre de Dios tenía para los hombres de la Alta Edad Media y el temor que el juramento falso les inspiraba.
 Para administrar justicia aún no se acudía al jurado en esas décadas iniciales del régimen normando, porque el procedimiento usual para la averiguación de la verdad era la ordalía o juicio de Dios. Fue Enrique II, en el siglo XII, el que primeramente aplica el jurado a la administración de justicia (Constituciones de Clarendon, 1164). Para el célebre rey de la casa de Plantagenet la adopción del jurado reforzaba varias  entajas dignas de ser tenidas en cuenta, de entre las cuales no era pequeña la de aparecer como un pacificador a los ojos del pueblo y frente a la revoltosa aristocracia normanda que a menudo le discutía el poder. No nace el jurado judicial, pues como un bastión de la libertad, sin como un mecanismo del poder real22.
fabiola del pilar gonzález huenchuñir


Con el nuevo sistema, el litigante que conseguía que doce vecinos del lugar juras en que tenía razón, ganaba el pleito. Si se trataba de un juicio criminal, el juramento de los doce vecinos suponía que el acusado era culpable de los hechos cuya veracidad aquellos atestiguaban. De ese “decir la verdad”, vere dicere, deriva el nombre actual con que se denominan las decisiones de los jurados modernos: el veredicto. Transcurrido el tiempo, se exigió que las declaraciones de los jurados fuesen contrastadas por otros tipos de pruebas, especialmente las documentales y las de testigos presentados libremente por lo litigantes, hasta que fue calando la idea de que era mejor que los jurados fuesen personas neutrales que no conocedoras de los hechos, reservándose para la prueba testifical a los que tuviesen conocimiento del asunto litigioso23. Lo que nació, pues, como un instrumento del poder de los reyes medievales fue sufriendo graduales transformaciones y, tras elotorgamiento de la Carta Magna en 1215 y, muy especialmente, tras la Petition of Rights de 1628, se convirtió en un símbolo y bastión de las libertades de los ciudadanos ingleses.
Sólo basándose en esa consideración podrá entenderse que los jurados hubiesen de alcanzar acuerdos por unanimidad o cuasi unanimidad (un solo voto disidente como  máximo) hasta época reciente. Desde sus orígenes el jurado precisa los hechos determinando la culpabilidad o inocencia del acusado y el juez aplica el Derecho correspondiente, que se declara, a su vez, en la sentencia.
Teóricamente, dice Lord DEVLIN24, la idea del jurado es demencial. Doce hombres (¿por qué doce?) y mujeres escogidos al azar, sin ninguna experiencia jurídica o de valoración de las pruebas, sin costumbre de ejercitar severamente sus mentes o de someterlas a situaciones intelectuales prolongadas, pueden escuchar durante horas o días testimonios y opiniones sin tomar una sola nota de ello –ya que ni siquiera se les proporcionan medios al efecto- y aún así se espera que en una o dos horas lleguen a un acuerdo unánime sobre la culpabilidad o inocencia de otro ciudadano al que se le acusa de algún delito de cierta gravedad ¿Cómo es posible que el sistema subsista en tales condiciones? Porque por debajo y detrás de esas y otras afirmaciones simples  interesadas se esconden muchos elementos complejos que trabajan a favor del sistema y le permiten funcionar con defectos pero con un grado aceptable de eficacia. 
El sistema del juicio por jurado es un producto histórico, no un proyecto teórico que una vez planificado sobre el papel haya que esperar a ver cómo funciona en la vida práctica de cada día. Ha llegado a ser lo que es y a significar lo que significa en Inglaterra porque durante siglos ha sido experimentado y se ha comprobado que en su presente manera funciona satisfactoriamente. El contraste con las dudas surgidas tras la implantación de este sistema en países como el nuestro caracterizados por su improvisación y ausencia de praxis previa es más que evidente y a ello nos referiremos acto seguido.

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