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121).-Frederick Edwin Smith, primer conde de Birkenhead I Grandes contemporáneos.-a

Grandes contemporáneos de Winston Churchill
Carla Nicol Vargas Berrios

«F. E.» PRIMER CONDE DE BIRKENHEAD

Hace cien años, Thomas Smith era el mejor corredor y el más temible púgil del distrito Oeste de Yorkshire. Se ganaba la vida como minero. En aquellos días, los mineros formaban una clase aparte. Estaban «ligados» a sus patronos por contratos cuyas cláusulas recordaban la servidumbre de la Edad Media; vivían en su mayor parte en comunidades aisladas una vida de grandes privaciones, y eran mirados por otros obreros más afortunados poco menos que como salvajes.
 Conforme a la rutina, el pozo —con su oscuridad, sus mil peligros en acecho y su batalladora camaradería— se tragaba al hijo de una familia minera.
Pero Thomas Smith decidió que su hijo, por una vez, seguiría una vida diferente. Con grandes sacrificios logró darle cierta instrucción y el joven, aprovechando la oportunidad, consiguió una plaza de maestro de escuela, primero en Wakefield y después en Birkenhead. Devoto no conformista independiente de la más dura y estrecha doctrina, este Thomas Smith había traído a casa como esposa una extraña, selvática criatura de vivos y fieros modales, y de una voluntad pareja a la suya. Se dice que era de raza gitana; poseía en efecto, la morena, pero brillante belleza que acompaña a veces a la sangre romaní. Un curioso, pero feliz consorcio, y con notables consecuencias, pues los aficionados a estudios sobre herencia pueden tomar nota de que el nieto de Thomas y Betsabé Smith llegó a ser Lord Canciller de Inglaterra: fue Frederick Edwin Smith, primer conde de Birkenhead.

Nuestro país saca su fuerza de muchos manantiales. Y en el siglo y medio último ha descubierto frescas reservas de dirección en las nuevas clases medias, creadas por la expansión de empresa y por la riqueza que siguió a la revolución industrial. Sin nombre o influencia que les apoyase, a menudo sin más dinero que el ganado por su propio esfuerzo, estos hijos de comerciantes e industriales, de médicos, abogados y clérigos, de autores, maestros y tenderos, se han abierto paso en la vida pública hasta ponerse a la cabeza —tan sólo por su nativo valer— de casi todos los grandes negocios. Su contribución al Gobierno del país ha sido rica y variada. 
Al echar una mirada retrospectiva es imposible imaginar lo que habría sido de nosotros sin su concurso. Borradlos de sus páginas, ¿y qué queda en la Historia política de los siglos XIX y XX? Peel,Gladstone y Disraeli; Bright, Cobden y los Chamberlain; Asquith, Bonar Law y Baldwin han desaparecido todos de la escena.
Frederick Edwin Smith fue uno de estos tipos, aunque surgido a través del más rudo esfuerzo. Su padre, el hijo de Thomas, según nos refiere su filial biógrafo en un grato y ameno libro [17],  huyó de casa a la edad de diecisiete años a consecuencia de una disputa sobre el patinaje en domingo.

fabiola del pilar gonzález huenchuñir

Se alistó en el Ejército, sirvió en la frontera del Noroeste y llegó a sargento mayor a los veintiún años. Cuando volvió a Inglaterra se consagró por algún tiempo a los asuntos de familia; después estudió Derecho, y fue recibido en el Foro.
Intervino en política y parecía llamado a seguir una distinguida carrera jurídica y parlamentaria cuando falleció de repente a los cuarenta y tres años. Y como Frederick Edwin tenía a la sazón dieciséis, ello implica que tuvo que abrirse paso en el mundo. Un tío se brindó a ayudarle a estudiar en Oxford, pero sólo a condición de que ganase una beca. La ganó. Después de la gozosa holganza y del placentero optimismo de su vida universitaria, encontróse lleno de deudas y sin otra perspectiva que extricarse de sus dificultades como no consiguiese una calificación de primera clase en la escuela. Se encerró en su alojamiento y durante seis meses estudió catorce horas diarias. Logró su propósito, y al año siguiente llegó a ser discípulo Vineriano de Derecho y Miembro del Colegio Merton. Fue recibido en el Foro en 1899. En 1904 ganaba seis mil libras anuales, y en 1908 tomó la investidura de Consejero de la reina. Su reputación parlamentaria ya estaba cimentada firmemente. Se había convertido en una figura nacional con sólo su primer discurso.
Aquel discurso fue un atrevido azar. Sabía que lo era. Mientras se dirigía en coche con su mujer hacia Westminster la tarde en que esperaba hacer sus comienzos parlamentarios, le habló de su resolución de colocarlo todo en este juego y de que ya había calculado el coste del fracaso.
«Si fracaso —dijo— no tendré más remedio que permanecer callado durante tres años, hasta que se olvide mi desgracia».
«¿Tienes que arriesgar tanto?», le preguntó ella.


El discurso fue un triunfo. Sólo oí la última parte; pero desde el momento en que entré en la atestada Cámara tuve la impresión de que los Comunes estaban escuchando a una nueva figura de primera línea. Tim Healy, el nacionalista irlandés, un maestro en la inventiva y uno de los más brillantes polemistas de la Cámara, escribió una nota mientras el joven diputado se sentaba entre una tempestad de aplausos. Fue pasada entre los escaños. 
«Soy viejo y usted es joven —decía— pero me ha derrotado en mi propio juego».

No llegué a conocerlo hasta que tenía treinta y cuatro años. Conservador ardiente, estaba disgustado conmigo por abandonar el partido con motivo de la solución proteccionista. Su propio padre había sido de 1880 a 1890 un gran administrador de Lord Randolph Churchill y le había enseñado a abrazar no sólo las concepciones de la democracia Tory, sino a pensar con agrado en aquel que había trabajado por convertirla en fuerza actuante en la moderna política. «F. E.», para usar sus famosas iniciales, experimentaba fuerte animosidad hacia mí por haber quebrantado una continuidad. No quiso tratarme. Sólo cuando el Parlamento de 1906 llevaba varios meses de vida, fuimos presentados por un amigo común en ocasión en que ambos estábamos en el bar de la Cámara de los Comunes momentos antes de un enconado debate.

Pero desde aquella hora nuestra amistad fue perfecta. Fue una de mis más preciadas adquisiciones, jamás perturbada por luchas partidistas, jamás quebrantada por la más ligera diferencia personal ni por ningún equívoco. Creció más fuerte a través de casi un cuarto de siglo y no terminó sino con su prematura muerte. El agrado de su trato y las enseñanzas que reportaba eran del mayor grado. El mundo de los negocios y el público en general veían en F. E. Smith una robusta, batalladora personalidad, atravesando a zancadas el campo de batalla de la vida, capturando sus presas cuando caían y regocijándose con sus proezas. Veían su aspecto arrollador. Amigos y adversarios sentían el aguijón de sus sarcasmos y de sus réplicas, lo mismo en la Cámara de los Comunes que en el Foro. Muchos propendían a considerarlo como un simple demagogo cuyo ingenio había sido aguzado en el asperón legal. Es una opinión en la que suelen incurrir quienes practican las artes populares ante auditorios de obreros en épocas de facción. Las cualidades que detrás se ocultaban no fueron comprendidas por sus compatriotas hasta los últimos diez años de su vida.

Pero sus amigos íntimos —y yo, desde luego—, le aclamamos por lo que era: un sincero patriota; un estadista sabio, grave, prudente; un verdadero gran jurista; un literato de gran preparación; y un ser alegre, brillante, leal, amable. Juntos hicimos importantes viajes. Ambos servimos durante muchos años en los Húsares de Oxfordshire.
Nos hallamos entrambos reiteradamente en Blenheim. Nos encontramos y charlamos en multitud de ocasiones: jamás me separé de su lado sin haber aprendido algo y sin haberme divertido, además. Siempre estaba de broma; pero por encima de eso siempre dejaba ver un macizo buen sentido y una sagaz comprensión que hacían su consejo inapreciable, lo mismo en la contienda pública que en el embrollo privado.
Poseía todas las virtudes caninas en notable grado: valor, fidelidad, vigilancia, amor de la caza. Había llegado a estables y algo sombrías conclusiones en una porción de materias sobre las que muchas gentes se contentan con permanecer suspensas. Hombre de mundo, hombre de negocios, hombre de ley; aficionado a la palabra hablada o escrita, atleta, deportista, bibliófilo; pocos tópicos había por los que no se interesase, y, que, al atraerle, no pudiese exponer y embellecer.

Pero, con toda su volubilidad, fue uno de los hombres más constantes que jamás he conocido. Su actuación política, entre todas las convulsiones de nuestro tiempo, fue de una pieza.
Gravitaba sobre el mismo plano y avanzaba por idéntico proceso mental  hacia el mismo fin. Fue siempre uno de aquellos tories que unieron el orgullo de las glorias de Inglaterra a una sincera simpatía hacia las masas asalariadas y los hogares campesinos. Insistía con orgullo sobre su humilde origen, lo exageraba, se jactaba de él. Se  encontraba a sus anchas en la libre y civilizada sociedad que abría las más amplias oportunidades al talento, po desprovisto que se encontrase de bienes o de favor. Jamás fue un hombre de partido tan rígido como podría inferirse de sus discursos de antes de la Guerra, por sectarios y enemigos de alianzas con otras facciones que apareciesen. Al contrario: la idea de un partido o de un Gobierno nacional siempre le excitó y l atrajo.

Su inquebrantable amistad y admiración por Mr. Lloyd George databa de nuestro intento de formar, en el año 1910, una coalición nacional para concertar las soluciones de los problemas constitucional e irlandés, entonces en juego, y para prepararnos contra los peligros europeos que ya empezaban a ser visibles para sus ojos. Jamás su inteligencia estuvo cerrada a una política de Autonomía de Irlanda, con tal de que los derechos del Ulster quedasen realmente garantizados. La última parte de su vida vio mucha cosas realizadas con su concurso y que su corazón había deseado, o que por lo menos su mente no había rechazad nunca.
Hace veintidós años, cuando se formó la primera coalición y yo volví a colaborar con los tories, y en todo menos en la Protección, nos encontramos siendo colegas: primero en la guerra, en la paz después. Por cerca
de diez años nos sentamos en el Gabinete uno al lado del otro, y apenas puedo recordar algún asunto, y desde luego ninguno de importancia, sobre el cual no hubiésemos estado cordial y espontáneamente de acuerdo. Lo que más deploro es su ausencia durante aquellos años en que me pareció que el porvenir de la India estaba en riesgo.
Con su ayuda —creo yo— distintas y superiores soluciones podían haber sido adoptadas.

Carla Nicol Vargas Berrios

Para todo lo que se tratase de discusión, argumento, exposición, recurso o altercado, F. E. tenía un arsenal completo: la estaca para el mitin, la tizona para una disputa personal, la intrincada red y el inesperado tridente para los tribunales, y un jarro de agua fría para un perplejo y asustadizo cónclave. Sus hijos nos han facilitado muchos ejemplos respecto al uso de tan variados instrumentos.

Es difícil que haya habido jamás un encuentro más sostenido e implacable que el mantenido entre él y el juez Willis en el Tribunal del Condado de Southwark.

Un chico, atropellado por un tranvía, reclamaba en la empresa una indemnización de daños. F. E. comparecía por la compañía. El accidente había producido la ceguera del muchacho. El juez, amable pero algo gárrulo, mostraba en exceso su simpatía hacia el demandante.

—¡Pobre chico, pobre chico! — exclamaba—. ¡Ciego! Subalo a una silla para que el Jurado pueda verlo.
Esto era desequilibrar la balanza de la justicia, y F. E. decidió protestar.
—Acaso Su Señoría prefiera que el muchacho se coloque resueltamente en el escaño del Jurado —dijo.—Ésa es una observación improcedente —exclamó el juez.
—Pero provocada por una sugerencia más improcedente todavía —
fue la inmediata respuesta.
El juez Willis trató de buscar una réplica decisiva. Al fin la encontró:

—Mr. Smith, ¿ha oído usted hablar de una frase de Bacon —el gran Bacon
— en la que dice que la juventud y la discreción hacen mala pareja?
—Sí —repitió al instante—, y ¿no ha oído S. S. hablar de un dicho de Bacon —el gran Bacon— según el cual un juez que habla mucho es como un címbalo desafinado?
—Es usted excesivamente procaz, joven —exclamó el juez.
—En realidad, lo somos entrambos
—dijo Smith—, pero yo trato de serlo y S. S. no puede remediarlo.

Tal diálogo sería considerado brillante en una obra de teatro escrita reposadamente, pero que estas sucesivas réplicas, cada una más aplastante que la anterior, hubieran surgido espontáneas, inspiradas por el acicate del momento, es asombroso.
Y aún poco menos sorprendente resulta, quizás, el hecho de que el juez Willis siguiese dando ocasión para que F. E. hiciese gala de su implacable ingenio.

—¿Para qué supone usted que estoy en el Tribunal, Mr. Smith?
—No me incumbe, señor, tratar de sondear los inescrutables designios de la Providencia.

 

Los mismos chispazos brotaban d él en la tribuna pública, y a veces en tono familiar. En un mitin electoral, un interruptor estaba atormentando al candidato en cuyo favor acababa de hablar. F. E. oía éste con creciente impaciencia, y por último intervino par indicar que el sujeto debería quitarse la gorra cada vez que hiciese una pregunta.

—Me quitaré las botas, si usted quiere —dijo con un ronco grito.
—Ah, ya sabía yo que usted venía aquí para algo enojoso —observó F. E.
En otra ocasión, en el apogeo de su vida, estaba hablando en un mitin que se celebraba en su viejo distrito. En un momento de su discurso, dijo:
—Y ahora os diré exactamente lo que el Gobierno ha hecho por todos vosotros.
¡Nada! —gritó una mujer en la galería.
—Mi querida señora —dijo Lord Birkenhead—: hay tan poca luz en esta sala que me priva de ver con claridad vuestros indudables encantos, por lo cual no puedo decir con exactitud si sois una virgen, una viuda o una matrona; pero en cualquiera de estos casos os probaré que no tenéis razón. Si sois un púdica doncella, os hemos dado el voto; si sois casada, hemos dado trabajo y reducido el coste de la vida; si sois viuda, os hemos dado una pensión…, y si no sois nada de esto y sí lo suficientemente para ser una bebedora de té, os hemos reducido la tasa del azúcar.
Lo maravilloso es su espontaneidad.

 

Me gustaría seguir citando otros golpes análogos. Muchos de ellos se conservan en la excelente Vida que ha escrito su hijo. F. E. era capaz en cualquier circunstancia, y yo puedo atestiguarlo, de dar una réplica que hacía que la concurrencia se riese del contrincante, si no la hacía a veces volverse contra él.
La gente le temía por su mordacidad. Yo mismo, a pesar de conocerlo tan bien, me abstenía de llevar demasiado lejos ciertas conversaciones cuando había otras personas presentes para evitar que la amistad pudiese sufrir menoscabo.
No puedo hablar con referencia directa de sus éxitos forenses, porque sólo una vez le oí informar ante un Tribunal de Justicia. No me parecía tan bien en la Cámara de los Comunes como en un mitin o en un banquete público.

Perteneció relativamente poco tiempo a la Cámara —diez o doce años— y su carácter y estilo correspondían a otros moldes. Sin embargo, nadie puede negar sus muchos y notables éxitos parlamentarios. Me parecía que se encontraba más a gusto en la Cámara de los Lores y que su preponderancia era aquí aún mayor que en la Cámara Baja.

Oírle intervenir en un debate desde el escaño del Gobierno, hablando durante una hora seguida sin una nota, sin un gesto, casi sin la menor alteración en el tono, tratando un punto tras otro, entretejiendo en la ordenada urdimbre de su argumentación, lanzando sus dardos de un lado o de otro en vindicativa réplica a alusiones adversas, pero volviendo siempre, segura y fácilmente el tema principal y llegando  establecer sus conclusiones sin la má ligera apariencia de esfuerzo: todo ello constituía un impresionante y admirable don. De él estaba satisfecho y se regocijaba al usarlo.
«Siempre me siento mejor —decía— cuando actúosobre el ala suelta» 

Estaba bien en el mitin porque comprendía perfectamente las opiniones,sentimientos y prejuicios del hombre de la calle, tory, patriota y vulgar. Esta misma cualidad le servía admirablemente ante el Jurado. Sabía herir con certera precisión las cuerda sensibles a las que el sanguíneo padre inglés o el marido o el impetuoso mozalbete habían forzosamente de responder, y hablaba con la mayor libertad y aplomo, sinceridad y nobleza sobre las más delicadas cuestiones de la vida y de la moral.
Pero donde más me gustaba oírle era en el Gabinete. Allí era un miembro singularmente silencioso. Había adquirido en su profesión de abogado el hábito de escuchar mudo e inmutable hora tras hora, y raramente hablaba hasta que se solicitaba su consejo. Entonce su intervención era tan severa, tan práctica, tan realista y juiciosa que podíais percibir cómo las opiniones iban cambiando; y prontamente, y a la vez que él se iba animando con el tema, veíase crecer esa vehemencia d convicción y de atracción, instintiva e inapreciable, que constituye la verdadera elocuencia. A veces he pensado en la famosa traducción hecha por Mr. Pitt de algún epigrama latino, que si estuviera aquí F. E. me diría:
 «La elocuencia es como la llama: requiere combustible para alimentarse, movimiento para excitarse y brilla mientras arde».
 En mi opinión, donde mejor se encontraban él y Mr. Lloyd George era en reuniones de diez o doce hombres, todos bien informados de la cuestión debatida y para los cuales el efecto de tropezar en alguna de sus innumerables variedades fuese sencillamente desastroso.
Ya he dicho que era un extremo consecuente en sus opiniones. Era más: era persistente. En todos los asuntos, públicos o privados, si estaba con vosotros el lunes, lo veríais de igual manera el miércoles; y el viernes, cuando las cosas parecían torcerse, lo seguiríais viendo marchar hacia delante con poderosos refuerzos. 
Es tan corriente hallar el tipo opuesto de camarada o de aliado, que yo singularizo ésta como una magnífica característica. Amaba el goce; estaba satisfecho del don de la existencia; le deleitaba cada día de su vida. Pero nadie pudo ser un trabajador más infatigable. Lo era, con todas sus facultades y potencias, desde su juventud. Poseía un singular poder de concentración y estaba dentro de lo habitual en él el sostener la atención sobre un asunto durante cinco o seis horas seguidas. 
Tenía lo que Napoleón alababa, la energía mental de fixer les objets longtemps sans être fatigué. 

No es extraño que presumiese a menudo en su trabajo profesional de su gran rapidez para dominar una materia difícil y llegar a su entraña. Jamás quedaba prendido entre las zarzas del detalle. Recuerdo haber oído de Smith, después de tomar la investidura del Consejero Privado y de haber llegado a las primeras filas del Foro, lo que estaba de moda entonces en los círculos del Gobierno Liberal: que carecía de verdadero dominio de los fundamentos del Derecho. Pero yo
llegué a verle ocupar su asiento entre los grandes Lores Cancilleres, que interpretaban la maravillosa estructura del buen sentido inglés y del sentido jurídico.

Su hijo nos habla de su elevación a Consejeror privado en la Coronación de 1910. Algo tuve yo que ver en ello.
Sabía que Mr. Asquith tenía un alto concepto de F. E., y estimaba sus facultades con refinada apreciació profesional. Yo insté su inclusión como Canciller privado en la lista de honor ajena a los partidos. El autor nos refiere la curiosa reacción producida en el jefe de la Oposición, Mr. Balfour, cuando el primer ministro hizo la propuesta. No creo que dimanase de envidia ni del temor a ulteriores complicaciones. 
Mr. Balfour tenía maduradas sus ideas acerca de cómo la protección y los ascensos deben ser distribuidos entre los miembros del partido sobre el cual él y su tío han reinado durante una generación. De todos modos, se opuso,  para llevar adelante la propuesta se creyó necesario conferir otra Cancillería privada a Mr. Bonar Law. Esto, probablemente, hizo oscilar la balanza a favor de la jefatura de Mr. Bonar Law con su subsiguiente alteración del curso de la Historia. Pero de todos modos ese curso se está siempre alterando por una cosa o por otra.

Mirando al pasado, creo que los años de la posguerra de la Coalición deben ser considerados como el gran período de la vida de F. E. Y lo mejor dentro de ellos es la parte que desempeñó en el arreglo definitivo del difícil y peligroso conflicto irlandés que perturbó la política inglesa por más de treinta años.

El público en general, y  especialmente la fracción que sustentaba los principios conservadores, aún le recordaban como Galopador Smith y uno de los más ásperos y capaces adversarios de la Autonomía irlandesa en los años anteriores a la guerra. Los esfuerzos que hizo para asegurar una solución de la cuestión irlandesa sobre la base de la exclusión del Ulster, o no  fueron conocidos o se han olvidado.
Hasta entonces, la Rebelión del Easter había revelado a los Sinn Feiners como agresores del Imperio británico sólo en caso de extremo; y después empezaron los asesinatos y el terrorismo.

F. E. estimó que era su deber el ayudar en el esfuerzo definitivo para terminar la larga, terrible, añej querella. Tomó parte principal en las negociaciones con los delegados Sin Fein. Fue uno de los firmantes del Tratado con Irlanda.
—Puedo haber firmado mi sentencia de muerte política esta noche —manifestó mientras dejaba la pluma.—Puedo haber firmado mi sentencia de muerte efectiva —dijo Michael Collins.
Carla Nicol Vargas Berrios
El estadista y el hombre generoso y cordial se revelaron de nuevo en el discurso pronunciado por Birkenhead en la Alta Cámara sobre el proyecto de Ley del Matrimonio. Su hijo lo reputa como el mejor discurso de su vida, y otros han expresado un juicio semejante. Su elocuencia sostenida, profunda de sentimiento, vigorosa de pensamiento, robusta de argumentación, recuerda los grandes días de la oratoria parlamentaria y de los gigantes del debate.

«Yo, Lores —dijo—, sólo puedo expresar mi asombro ante el hecho de que hombres de vida virtuosa, hombres de negocios, hombres cuyas opiniones y experiencias respeto, hayan considerado el adulterio como la única circunstancia que permite desatar el vínculo conyugal.
El adulterio es una infracción de las obligaciones carnales del matrimonio. Insistir sobre los deberes de continencia y castidad es importante, es vital para la sociedad. Pero yo siempre he sostenido la opinión de que este aspecto del matrimonio se exageraba, y a veces cruelmente, en el matrimonio como servicio. Me incumbe hoy tratar este punto, en cuya defensa prevaleceré o fracasaré, de que los aspectos espirituales y morales del matrimonio son incomparablemente más importantes que su aspecto material… Si pensáis en todo lo que el matrimonio significa para la mayor parte de nosotros: el recuerdo de las peripecias de la vida afrontadas en común con la despreocupación y la confianza de la juventud, la tierna camaradería, la dulce asociación familiar, cuánto más significa todo ello que el ligamen que la Naturaleza en su ingeniosa y, a la vez, sabia previsión ha ideado para asegurar y hacer agradable la perpetuación de la especie».
«¿Cuál es —preguntaba—, el remedio que se ofrece a una pobre mujer que al casarse deja la mísera ocupación en que se ganaba la vida y fiada en el matrimonio se queda abandonada y sin un céntimo, abandonada para el resto de su vida, incapaz de descubrir el paradero de su marido, incapaz de obtener el menor amparo de la ley? No es casada ni viuda; su corazón está frío como una piedra; sus hijos son huérfanos para el resto de su vida…»

Se nos dice que esa mujer que yo he descrito debe permanecer casta. Yo sólo tengo que observar que durante dos mil años la naturaleza humana, en el ardor de la juventud, se ha resistido tenazmente a las frías exhortaciones del claustro, y no creo que el Ser Supremo haya establecido como modelo lo que dos mil años de experiencia cristiana han demostrado que la naturaleza humana en su exuberante primavera no puede soportar.
Los que han hablado en contra del presente proyecto, dicen, con el mejor propósito, pero con pernicioso resultado:
 “Te negamos toda esperanza en este mundo. Si un joven honrado te ama, el pecado será el precio de tu unión y la bastardía la suerte de tus hijos”. 
No puedo creer y no creo que la sociedad, tal cual hoy está constituida, se avenga por mucho tiempo a una conclusión tan despiadada».
De este modo convenció a la Cámara de los Lores; pero la de los Comunes, cediendo a organizadas expresiones, opinó de otro modo. Hoy, después de dieciocho años, esta cuestión, con todas sus consecuencias de moralidad pública y felicidad privada, ha alcanzado solución de acuerdo con las líneas que él, audazmente, trazara.
Carla Nicol Vargas Berrios

F. E. fue el único de mis contemporáneos cuyo trato me reportó tanto deleite y provecho como me proporcionaron con el suyo respectivo Balfour, Morley, Asquith, Rosebery y Lloyd George. Después de una conversación con tales hombres uno sentía que las cosas eran más fáciles y sencillas y que la Gran Bretaña era lo suficientemente fuerte para vencer todos sus trastornos. Smith se ha ido cuando más penosamente se le necesitaba. Su recuerdo persiste. No es en todos los aspectos un modelo para que todos le imiten. 
Parecía tener una doble dosis de naturaleza humana. Quemaba todas sus bujías por los dos cabos. Su constitución física parecía capaz de soportar indefinidamente todas las formas del esfuerzo a la vez mental y físico. Cuando se quebró, el fin fue rápido. Entre el ocaso y la noche no hubo más que un brevísimo crepúsculo. Fue mejor así.
Una enfermedad prolongada, con privación de todas las actividades que constituían su vida, le hubiera sido insoportable.
Seguramente servirá de aliento a la juventud el aprender en la carrera del primer conde de Birkenhead, como en otras figuras de estas páginas, que no hay barrera de clases, privilegios o riquezas que impidan en nuestra isla la plena fruición de una capacidad sobresaliente.

fabiola del pilar gonzález huenchuñir

Algunos hombres, al morir, después de una vida atareada, afanosa y de éxito, dejan gran acopio de cédulas bancarias y pólizas de seguros, o tierras, o fábricas, o el porvenir de grandes empresas. F. E. colocó su tesoro en los corazones de sus amigos y a éstos les será grata su memoria todo el tiempo que dure su vida.

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